Electra. Benito Pérez Galdós

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Electra - Benito Pérez Galdós

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Fue Pepito... Los papeles llenos de garabatos, sí los cogí yo, creyendo que no servían para nada.

      Cuesta. Vamos, haya paces.

      Máximo. Paces. (A Electra.) Vaya, te perdono la vida, te concedo el indulto por esta vez... Toma. (Le da la vara. Electra la coge pegándole suavemente.)

      Electra. Esto por lo que me has dicho. (Pegándole con fuerza.) Esto por lo que callas.

      Máximo. ¡Si no he callado nada!

      Pantoja. Formalidad, juicio.

      Evarista. ¿Qué te ha dicho?

      Máximo. Verdades que han de serle muy útiles... Que aprenda por sí misma lo mucho que aún ignora; que abra bien sus ojitos y los extienda por la vida humana, para que vea que no es todo alegrías, que hay también deberes, tristezas, sacrificios...

      Electra. ¡Jesús, qué miedo! (En el centro de la escena la rodean todos, menos Pantoja, que acude al lado de Evarista.)

      Cuesta. Conviene no estimular con el aplauso sus travesuras.

      Don Urbano. Y mostrarle un poquito de severidad.

      Máximo. A severidad nadie me gana... ¿Verdad, niña, que soy muy severo y que tú me lo agradeces? Di que me lo agradeces.

      Electra (azotándole ligeramente). ¡Sabio cargante! Si esto fuera un azote de verdad, con más gana te pegaría.

      Marqués (risueño y embobado). ¡Adorable! Pégueme usted a mí, Electra.

      Electra (pegándole con mucha suavidad). A usted no, porque no tengo confianza... Un poquito no más... así... (Pegando a los demás.) Y a usted... a usted... un poquito.

      Evarista. ¿Por qué no vas a tocar el piano para que te oigan estos señores?

      Máximo. ¡Si no estudia una nota! Su desidia es tan grande como su disposición para todas las artes.

      Cuesta. Que nos enseñe sus acuarelas y dibujos. Verá usted, Marqués. (Se agrupan todos junto a la mesa, menos Evarista y Pantoja que hablan aparte.)

      Electra. ¡Ay, sí! (Buscando su cartera de dibujos entre los libros y revistas que hay en la mesa.) Verán ustedes. Soy una gran artista.

      Máximo. Alábate, pandero.

      Electra (desatando las cintas de la cartera). Tú a deprimirme, yo a darme bombo, veremos quién puede más... Ea (mostrando dibujos), quédense pasmados. ¿Qué tienen que decir de estos magníficos apuntes de paisajes, de animales que parecen personas, de personas que parecen animales? (Todos se embelesan examinando los dibujos, que pasan de mano en mano.)

      Evarista (que apartando su atención del grupo del centro, entabla una conversación íntima con Pantoja). Tiene usted razón, Salvador. Siempre la tiene, y ahora, en el caso de Electra, su razón es como un astro de luz tan espléndida, que a todos nos obscurece.

      Pantoja. Esa luz que usted cree inteligencia, no lo es. Es tan sólo el resplandor de un fuego intensísimo que está dentro: la voluntad. Con esta fuerza, que debo a Dios, he sabido enmendar mis errores.

      Evarista. Después de la confidencia que me hizo usted anoche, veo muy claro su derecho a intervenir en la educación de esta loquilla...

      Pantoja. A marcarle sus caminos, a señalarle fines elevados...

      Evarista. Derecho que implica deberes inexcusables...

      Pantoja. ¡Oh! ¡Cuánto agradezco a usted que así lo reconozca, amiga del alma! ¡Yo temía que mi confidencia de anoche, historia funesta que ennegrece los mejores años de mi vida, me haría perder su estimación!

      Evarista. No, amigo mío. Como hombre, ha estado usted sujeto a las debilidades humanas. Pero el pecador se ha regenerado, castigando su vida con las mortificaciones que trae el arrepentimiento, y enderezándola con la práctica de la virtud.

      Pantoja. La tristeza, el amor a la soledad, el desprecio de las vanidades, fueron mi salvación. Pues bien: no sería completa mi enmienda si ahora no cuidara yo de dirigir a esta niña, para apartarla del peligro. Si nos descuidamos, fácilmente se nos irá por los caminos de su madre.

      Evarista. Mi parecer es que hable usted con ella...

      Pantoja. A solas.

      Evarista. Eso pensaba yo: a solas. Hágale comprender de una manera delicada la autoridad que tiene usted sobre ella...

      Pantoja. Sí, sí... No es otro mi deseo. (Siguen en voz baja.)

      Electra (en el grupo del centro, disputando con Máximo). Quita, quita. ¿Tú qué sabes? (Mostrando un dibujo.) Dice este bruto que el pájaro parece un viejo pensativo, y la mujer una langosta desmayada.

      Marqués. ¡Oh! no... que está muy bien.

      Máximo. A veces, cuando menos cuidado pone, tiene aciertos prodigiosos.

      Cuesta. La verdad es que este paisajito, con el mar lejano, y estos troncos...

      Electra. Mi especialidad ¿no saben ustedes cuál es? Pues los troncos viejos, las paredes en ruínas. Pinto bien lo que desconozco: la tristeza, lo pasado, lo muerto. La alegría presente, la juventud, no me salen. (Con pena y asombro.) Soy una gran artista para todo lo que no se parece a mí.

      Don Urbano. ¡Qué gracia!

      Cuesta. ¡Deliciosa!

      Marqués. ¡Cómo chispea! Me encanta oírla.

      Máximo. Ya vendrá la reflexión, las responsabilidades...

      Electra (burlándose de Máximo). ¡La razón, la seriedad! Miren el sabio... fúnebre. Yo tengo todo eso el día que me dé la gana... y más que tú.

      Máximo. Ya lo veremos, ya lo veremos.

      Pantoja (que ha prestado atención a lo que hablan en el grupo del centro). No puedo ocultar a usted que me desagrada la familiaridad de la niña con el sobrino de Urbano.

      Evarista. Ya la corregiremos. Pero tenga usted presente que Máximo es un hombre honradísimo, juicioso...

      Pantoja. Sí, sí; pero... Amiga mía, en los senderos de la confianza tropiezan y resbalan los más fuertes: me lo ha enseñado una triste experiencia.

      Electra (en el grupo del centro). Yo sentaré la cabeza cuando me acomode. Nadie se pone serio hasta que Dios lo manda. Nadie dice ¡ay! ¡ay! hasta que le duele algo.

      Marqués. Justo.

      Cuesta. Y ya, ya aprenderá cosas prácticas.

      Electra. Cierto: cuando venga Dios y me diga: «niña: ahí tienes el dolor, los deberes, la duda...»

      Máximo. Que lo dirá... y pronto.

      Evarista. Electra, hija mía, no tontees...

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