E-Pack Escándalos - abril 2020. Varias Autoras
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Ella se llevó una mano al cuello.
—No quiero causarle tantas molestias. Con que me presten un paraguas bastará.
—Con este aguacero un paraguas resulta totalmente inútil —dejó transcurrir unos segundos antes de volver a hablar—. Además yo también he de salir.
El mayordomo no pudo disimular su sorpresa, lo que le valió una severa mirada del marqués.
—Espere un momento —le dijo a Anna—. La dejaré en su casa.
¿Subir con él en su coche? ¿Entrar en la jaula de la pantera? Pero no podía negarse. Es más: prácticamente se lo había impuesto él.
Volvió a hacer una reverencia.
—Gracias, señor. Es usted muy amable.
—¿Hago pasar a la señorita al salón, milord? —preguntó el mayordomo, cerrando la puerta.
—Sí, Davies.
Lord Brentmore volvió a subir las escaleras.
—Bien, señor.
El mayordomo la condujo a un salón amueblado con gusto. Los sofás tapizados en tejido de brocado, el cristal y la porcelana daban cuenta de la opulencia de la casa. En una pared había un enorme retrato de familia de la generación anterior. ¿Un Gainsborough, quizá? Lo parecía. Charlotte y ella habían visto grabados de algunos retratos pintados por él.
El fuego estaba encendido en la chimenea, con lo que el fresco de aquella mañana de principios de primavera quedaba amortiguado.
—Siéntese, por favor, señorita Hill —le ofreció el mayordomo.
Se acomodó en una silla junto al fuego y el tic tac del reloj de la chimenea entretuvo la espera.
Veinte minutos después, Brent fue informado de que el carruaje esperaba fuera, y tras ponerse el abrigo y el sombrero le pidió a Davies que avisara a la señorita Hill.
Estaba poniéndose los guantes cuando Davies salió con ella al vestíbulo. En la puerta los esperaban dos lacayos con sendos paraguas, y uno de ellos la ayudó a subir.
Cuando Brent montó, se encontró con que la señorita Hill había ocupado el asiento contrario a la marcha así que no le quedó más remedio que sentarse frente a ella.
Su postura con la espalda erguida y las manos en el regazo estaba llena de gracia.
El coche echó a andar.
Sabía que esperaría de él que entretuviera la marcha con una conversación educada y banal, pero en un espacio tan íntimo no podía estar seguro de qué se escaparía de sus labios.
Al final fue ella quien habló.
—Es usted muy amable, señor. Estoy segura de que se ha desviado de su camino por mi culpa.
La casa de lord Lawton estaba en Mount Street, apenas kilómetro y medio de Cavendish Square.
Mientras el coche cubría esa distancia ella se entretuvo en mirar por la ventana, aunque de vez en cuando lo mirase también a él. Por su parte, él no fue capaz de apartar la mirada de ella por mucho que lo intentara, y cada vez que sus ojos se encontraban Anna sonreía educadamente. Sentía vivos deseos de volver a ver su auténtica sonrisa, la que se le había escapado al saber que iba a contratarla.
El coche llegó a Mount Street y se detuvo ante la puerta de los Lawton. Uno de los lacayos del marqués bajó las escaleras y abrió la puerta con el paraguas preparado para guarecerla.
Ya en la acera, Anna se volvió para dirigirse a Brent.
—Gracias una vez más, milord. Esperaré a recibir noticias suyas en cuanto a la partida para Essex.
Él asintió.
—Me ocuparé de que le lleguen lo antes posible.
—Estaré preparada —volvió a sonreír, y un atisbo de sol brilló en su gesto—. Que tenga un buen día, señor.
Se quedó viendo cómo el lacayo la acompañaba hasta la puerta. Aun presurosa como iba bajo el aguacero, resultaba una imagen fascinante de la que no pudo apartar la mirada hasta que la vio desaparecer tras las puertas.
Menos mal que en cuestión de días aquella mujer estaría camino de Brentmore.
El cochero llamó con los nudillos a la portezuela que comunicaba con la cabina, y Brent se inclinó hacia delante para abrirla.
—¿Adónde vamos, señor?
—A casa.
—¿A casa?
El cochero debía estar pensando que había perdido la sesera. Y no le faltaba razón.
Había sacado el coche, movilizado cochero, lacayos y caballos bajo aquel aguacero impenitente para llevar a una institutriz a su casa de la que distaban poco más de mil metros.
—A casa —repitió, y se recostó contra el respaldo del asiento.
Anna vio alejarse el coche de lord Brentmore por la puerta entreabierta.
Rogers, el lacayo de los Lawton que atendía la puerta, se asomó también.
—Bonito coche —comentó.
—Y que lo digas —las emociones de Anna no podían estar más alborotadas—. Pues imagínate lo que es viajar en él con un marqués.
—¿Qué ha pasado en la entrevista?
Intentó sonreír.
—Me ha contratado. Voy a ser la institutriz de sus hijos.
Rogers cerró la puerta.
—¿Te doy la enhorabuena o no?
El puesto de institutriz no era precisamente codiciado. Una institutriz quedaba siempre a medio camino entre el servicio y la familia, pero no formaba parte de ninguno de los dos mundos, algo a lo que ella estaba ya muy acostumbrada. Su situación única de acompañante de Charlotte había hecho de ella una mujer demasiado educada y refinada para encajar con el servicio, pero jamás sería considerada de la familia. Su lugar estaba… en ninguna parte en concreto.
Respiró hondo.
—Sí, felicítame.
Por lo menos de ese modo no se encontraría vagando por las calles de Londres sin un penique en el bolsillo.
Sintió de pronto la amenaza de las lágrimas y salió corriendo escaleras arriba a su habitación, contigua a la de Charlotte como la de una doncella. Charlotte y su madre habían salido de visita, así que tendría tiempo de recomponerse.
Se quitó los guantes, el sombrero y la capa y lo dejó