Amor es el propósito. Nayib Said Narváez Isaza
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Ten claro que tu tiempo no es el mismo de Dios; y que el momento y las oportunidades que consideras que no puedes dejar pasar, tal vez no son las que Él tiene preparadas para ti.
Además, en el desarrollo del libro, el autor reconoce la necesidad de anteponer lo humano, la familia y la gente sobre lo material, poniendo siempre a Dios como la base fundamental de todo.
Es así como Nayib sale a servirle a una juventud que tanto lo necesita, y a esos padres que tienen la oportunidad de poder transformar el futuro de sus hijos. Atrévete a leer esta historia; seguramente te identificarás con ella.
Karen, Daniela y Stephanie Carvajalino
Hermanas Carvajalino
«Hagan todo con amor»
(1 Corintios 16:14)
Mimi (Elvia Rosa de Narváez), Nayo (Nayib Naváez Utria), abuelito José (José Alberto Isaza Lafaurie) y mi abuelita Bertha (Bertha de Isaza Zuluaga) son mis abuelos; ellos han marcado mi crianza. Qué difícil —ahora en mis recuerdos— debió ser para los demás que yo, desde muy niño, estuviera corriendo de aquí para allá, haciendo desorden por todos lados, gritando, molestando y siempre rompiendo las porcelanas de mi abuelita Mimi por estar pateando un balón de fútbol. De verdad que uno de niño, especialmente a esa edad de 7 u 8 años, era muy intenso o yo, tal vez, me excedía de intensidad.
Al inicio, cuando mis padres se casaron, mi papá se había retirado de la Policía Nacional siendo capitán, y mi mamá, por el embarazo, debió dejar la carrera de Derecho en la Universidad del Norte; aún no generaban altos ingresos para vivir en un apartamento propio o para pagar todas las cosas que eran necesarias, por ello, mi crianza fue donde mis abuelos maternos.
A decir verdad, no tengo muchos recuerdos de esos primeros años, pero sí sé que eran tiempos difíciles, porque mi papá quería salir adelante, no por el dinero de su familia ni por la familia de mi mamá —que tenía buenos ingresos y una posición social alta—, sino por su propia cuenta. Quizás por eso, después de retirado de la policía, empezó su carrera de Derecho. Él estudiaba por las noches, para poder, en el día, trabajar en lo que él quería, ganar su propio dinero mientras mi mamá se recuperaba de mi nacimiento y se dedicaba a mi crianza.
Pasar unos años donde mi abuelos maternos fue una época bien linda, me cuenta mi mamá: mis tías, mis abuelos paternos y maternos se juntaban siempre para atenderme; la felicidad era impresionante: era el primer hijo de mis padres y el tercer nieto de mis abuelos maternos y, por otro lado, el primer nieto de mis abuelos paternos; yo era, como decimos aquí, “el pechichón”. Mi abuelo Nayib, el papá de mi papá, nos dio un apartamento en el edificio de la familia llamado Tanurín —haciendo referencia al pueblo de El Líbano donde mi bisabuelo había nacido—. Ahí viví con mis padres un par de años hasta que, un tiempo después, mi papá comenzó un negocio importante que le generó altos ingresos; de ahí, pues, pasamos económicamente a otro nivel: mi papá quería comprarle a mi mamá un apartamento nuevo y todo lo que ella quisiera para decorar la casa: con muebles nuevos, cocina, electrodomésticos, todas las cosas.
Así fue. Nos mudamos a otro apartamento cuando tenía nueve años. En este nuevo apartamento empezamos con todo nuevo: era un edificio recién terminado y todo era fabuloso; ya tenía amiguitos de mi misma edad y me sentía muy feliz por poder compartir y jugar fútbol, a los superhéroes y todo lo que hacen los niños en un mundo sin problemas y sin preocupación. Luego, a esa misma edad, comencé a darme cuenta que mis amigos del colegio —en el Colegio Hebreo Unión estaban muy felices porque comenzaban a tener hermanitos, y ya no podían salir a jugar porque sus padres estaban siempre cuidando al nuevo integrante de la familia que había nacido; me daba mucha alegría pero al tiempo rabia, porque no tenía con quién jugar. Ahí fue cuando armé la cantaleta a mis padres que tenían que llamar a la cigüeña y pedirle un hermanito, porque yo lo quería para poder jugar (sin duda, era bien fácil decirlo). Cuando empecé con este tema, no hubo un solo día en el que no me detuve de decírselo a mis padres: que me dieran el número de la cigüeña porque necesitaba hablar con ella; entre llantos y pataletas, recuerdo la frase de mi querida madre: «Nayo, la cigüeña no puede; en estos momentos se encuentra ocupada». Yo, muy molesto, le dije: «No, no, no. Yo hablo con ella, mamá; le voy a pedir un hermanito, lo quiero, lo quiero, quiero jugar con mi hermanito porque no tengo con quién». Mi mamá me respondió, después de un suspiro: «Hijo, en estos momentos no se puede, algún día entenderás por qué». Y ciertamente yo no sabía qué sucedía.
Unos años después me encontraba viviendo donde mis abuelos maternos. Era un ambiente demasiado familiar; por ejemplo, cuando era la hora de la comida, todos estábamos en la mesa, nadie podía comer en el cuarto, todos estábamos juntos, veíamos el noticiero unidos. ¡Qué linda rutina! A pesar de lo inquieto y travieso que era, el amor de mis abuelos era impresionante: siempre los vi felices por estar con sus nietos (conmigo y con mis primos), estaban al tanto de nuestras comidas o si, por otro lado, estábamos molestando, o si nos encontrábamos bien. Muchas veces trato de ponerme a pensar qué sentían ellos hacia nosotros.
Hablar de mis abuelos (a pesar de que a veces nos regañaban porque saltábamos de las sillas o en las mesas de vidrio, pegarle a los panales de abejas y muchas más cosas locas) es reencontrarme con el amor que siento por ellos y no tener palabras para describirlo. Algunos momentos no podría imaginar la felicidad de ellos al vernos crecer. Constantemente se me pasaba por la cabeza de niño: «¿Qué sería de nosotros sin nuestros abuelitos?». Era común escuchar que debíamos aprovechar a los abuelos, quienes ya estaban viejitos (imaginar la muerte, sin saber en realidad lo fuerte que es una partida de un familiar), y esto era complicado pero, de igual manera, pensábamos en qué sería de nosotros sin ellos. En un sinnúmero de veces, lágrimas salían o eran gritos de espantos por que ellos nos dejaran: «No, no, no, abuelito, abuelita, nunca nos dejen, ¡los amamos!». Pero ellos, hermosos y sinceros, como siempre, nos decían: «No, mijos, tranquilos; nunca los dejaremos, siempre estaremos con ustedes».
Con el pasar de los años, me di cuenta de que el amor de los abuelos hacia nosotros era muy grande. Nos vieron nacer, crecer, vieron sus sueños no cumplirse, pero con la esperanza de que nosotros pudiéramos realizarlos. En cambio, nosotros —y especialmente yo— veíamos en ellos seguridad, tranquilidad, un amor sincero, sabiduría, muchas cosas que hoy en día, de adulto joven, las puedo identificar; antes simplemente sentía una felicidad y una paz sólo por estar con ellos, por estar a su lado. Si mis abuelos me amaban tanto y me lo demostraban a diario y a todo el resto de la familia, ¿qué tanto me amaba Dios?, me preguntaba varias veces. Si mis abuelos maternos me amaban, y era imposible negarlo, definitivamente el amor de Dios superaba todo eso, ¿no? A esa edad me lo preguntaba; lo más seguro era que no tenía respuestas para eso en ese instante, pero después pude saber cuál era.
Definitivamente ese amor de parte de ellos es muy sincero, cuánto los quiero, cuánto los amo. Frecuentemente no les decimos estas cosas a nuestros seres queridos