Tres cuentos espirituales. Pablo Katchadjian

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Tres cuentos espirituales - Pablo Katchadjian страница 4

Автор:
Серия:
Издательство:
Tres cuentos espirituales - Pablo Katchadjian

Скачать книгу

fáciles».

      Ya contentos, estábamos preguntándonos cómo hacer para disfrazarnos cuando vimos un cartel clavado en la tierra con forma de flecha que decía «modista» y apuntaba a una cabaña en medio del bosque; allí nos recibió una vieja extraña, muy maquillada y de voz juvenil, que nos preguntó qué queríamos. «Queremos ropas exóticas, de músicos», le dijimos. «Con mucho gusto las haré», nos dijo, y nos tomó las medidas. Mientras ella trabajaba, sacrificamos algunos animales y construimos instrumentos de cuerda con sus tripas, y también flautas con los huesos, y algunos instrumentos de percusión con el cuero. Todo esto nos llevó cinco días, y luego dos días más practicar nuestro acento exótico y nuestra música exótica. «La música exótica puede ser cualquier cosa que sea coherente», nos dijimos, y eso hicimos: una música coherente y absurda, mística pero también bailable. La ropa que la modista nos había hecho era hermosa y parecida a la música, pero ocurrió que, mientras nos la probábamos y ella hacía pequeños ajustes, nos dimos cuenta de que ella era la única persona, aparte de nosotros, que sabía de nuestros disfraces, y entendimos que si nos delataba todo nuestro plan se vendría abajo y nuestras vidas se acabarían, porque en el pueblo al que queríamos entrar teníamos pena de muerte. Entonces pensamos en matarla, pero nos pareció que no estábamos autorizados a hacerlo, ya que si bien era en defensa propia porque su existencia ponía nuestras vidas en peligro, toda la situación era producto de un plan nuestro, de modo que nosotros mismos, indirectamente, habíamos puesto en peligro nuestras vidas. Así que la amordazamos, la atamos y la llevamos a nuestro pueblo. «¿Eso que traen es el poeta?», nos preguntaron los guardias. «No», les dijimos. «Entonces no pueden entrar». «No queremos entrar, queremos que encierren a esta vieja por tiempo indefinido». Los guardias se burlaron de nosotros y nos dijeron que primero salíamos con perros y después volvíamos con viejas, y aunque nos pareció que el comentario no tenía sentido, nos irritamos y les dijimos que ya recibirían su castigo cuando volviéramos con el poeta y fuéramos ascendidos y premiados. Los guardias se asustaron y nos pidieron disculpas, pero les dijimos que nunca los disculparíamos, que la ofensa ya estaba grabada en nosotros. Luego, contentos por haber frenado la insolencia de los guardias, volvimos a la cabaña de la vieja, nos vestimos de músicos y ensayamos una vez más nuestra música y nuestros acentos; ya de noche, luego de comer y beber algo, salimos rumbo al pueblo.

      No nos costó nada entrar, porque en el pueblo les gustaba mucho la música y la fiesta. «Con más razón, el poeta debe estar acá», nos dijimos. Nos llevaron a un bar donde nos preguntaron qué tipo de música hacíamos. «Música coherente y absurda, mística y bailable», respondimos, y nos dijeron: «Eso es lo que más gusta acá, pueden tocar esta noche». A la noche, el pecho nos ardía, las manos se nos metían en los bolsillos, una emoción anormal nos embriagaba. La gente iba llegando y nosotros, detrás del escenario, protegidos por una cortina, espiábamos: hombres y mujeres jóvenes, de una hermosura sorprendente, todos con ropas estilizadas y movimientos sensuales, fumando, tomando. ¿Qué era todo eso? ¿Por qué sentíamos tanta emoción si nuestra música no era más que una coartada para buscar al poeta? Cada tanto alguien chillaba o gritaba algo. El dueño del lugar se nos acercó y nos dijo: «Debo haber hecho la promoción muy bien, porque hacía mucho que no recibía tanta gente tan interesante». Esto nos perturbó un poco más, porque sentimos que la cosa se estaba yendo de nuestras manos, es decir, estaba yendo hacia las manos de otros, y toda la parte baja de nuestros cuerpos se arrugó. Seguimos mirando a la gente, que no paraba de llegar. Cada tanto alguno de nosotros decía «creo que vi al poeta», pero enseguida decía «no, no, me confundí». ¿Y si el poeta aparecía? ¿Qué debíamos hacer? Ya no nos quedaba otra alternativa que tocar. «¿Estará nuestra música a la altura de las expectativas?», nos preguntamos. «¡Seguro!», nos dijimos temblando. «Bueno, es el momento», nos dijo el dueño, y salimos al escenario. Todo lo que habíamos ensayado desapareció en un instante: tocábamos pero no sabíamos bien qué; transpirábamos las axilas; las púas y palillos se nos rompían y apenas escuchábamos nuestros instrumentos. Cuando terminó el primer tema, hubo un silencio, enseguida un grito, y luego muchos gritos y aplausos. Con el segundo tema bailaron y saltaron. De ahí en más todo avanzó sin planes en un clima de fiesta y fervor.

      Al final, el dueño del lugar se nos acercó sonriente, nos palmeó las espaldas y nos contrató para ocho funciones más. Después tomamos algo en el bar rodeados de personas que nos felicitaban y abrazaban. Muchas personas también se acercaron con intenciones de intimar, y con algunas de ellas fuimos a otro bar y luego pasamos la noche en un hotel. Al otro día, al despertar, nos miramos con sorpresa y orgullo hasta que alguien preguntó por el poeta. «Ya aparecerá», dijo una de nosotros, despreocupada, y eso nos habilitó a todos a despreocuparnos. Volvimos a tocar esa noche, con el mismo efecto y el mismo desenlace. Al otro día fuimos invitados por notables locales a dar un paseo por la zona antigua del pueblo, repleta de callecitas por donde sólo entraba una persona de perfil, y a veces ni siquiera eso… «Hubo un cambio de escala en la población», nos explicaron. Luego nos llevaron a almorzar a un lugar distinguido y lujoso. La carne era exquisita. «¿Qué es?», preguntamos. «Carne humana», nos respondieron, y todos nos reímos. Volvimos a tocar esa noche, con el mismo efecto y el mismo desenlace. Vino gente de otros pueblos para contratarnos, y firmamos tantos contratos que, nos dimos cuenta, tocaríamos sin parar durante meses y juntaríamos mucho dinero y luego volveríamos a nuestros hogares ricos y famosos, con un nuevo oficio, con nuevas experiencias y anécdotas. «¿Volver?», dijo uno de nosotros. «¿Cuál es el problema?», le preguntamos. «No podríamos volver sin el poeta, estamos condenados a un éxito sin patria». Nos entristecimos, aunque la tristeza enseguida pasó a segundo plano en la fiesta de alcohol y locura.

      Pero al otro día, al despertar, la tristeza estaba en primer plano. «Nunca podremos volver», dijo uno de nosotros. «Es cierto, el poeta debe estar a cientos de kilómetros de acá», nos dijimos, «y si estaba en este pueblo, ahora seguro nos vio y escapó». «¿Y si nos delató?», preguntó una. «No, eso no tendría sentido», dijimos, «porque…». «Es cierto», dijo la que había preguntado. «Bueno, es un buen momento para averiguar si las autoridades saben algo sobre él», dijimos todos. Fuimos con los notables locales y les dijimos que estábamos buscando a un poeta de nuestra aldea muy prestigioso pero un poco loco. No tenían idea de nada, así que llamaron a la jefa de policía y le preguntaron si sabía algo de un poeta extranjero un poco loco pero muy prestigioso, y la jefa, incómoda, dijo que sí sabía de un poeta y de una chica joven y atractiva… «¿Y?», preguntamos ansiosos. «No tengo idea de dónde pueden estar… Supongo que ya no en el pueblo», respondió, y luego se excusó y se fue.

      «Nunca lo vamos a encontrar», nos dijimos. Para compensar la pena, fuimos a comer al lugar distinguido y lujoso. Pedimos varios platos, y, de plato principal, carne. Cuando estábamos pagando, le preguntamos al mozo qué era la carne exquisita que habíamos comido. «Carne humana», nos dijo, y nos reímos e insistimos: «No, de verdad, ¿qué es?». «Carne humana». Lo miramos con descreimiento. «Éste es el único lugar autorizado a faenar prisioneros», nos explicó el mozo, y nos llevó a la cocina, donde vimos algunas partes humanas que colgaban de ganchos. La idea nos repugnó un poco, porque los sabios de nuestra aldea rechazaban la carne humana, pero a la vez era tan exquisita, y en ese pueblo tan normal comerla, que no sentimos culpa ni asco. «¿Son prisioneros?», preguntamos. «Sí, los condenados a pena de muerte pueden ser requeridos por restaurantes autorizados», nos dijo. «Y éste es el único…», dijimos. «Había otro, pero cerró», nos dijo. «¿Y siempre tienen?», le preguntamos. «Bueno, ahora tenemos varios esperando, varios meses de carne, jaja», nos dijo. «¿Y dónde los tienen?», le preguntamos. «En una jaula, detrás de la cocina… ¿Quieren verlos?», nos ofreció. «¿Se puede?». «Claro, a algunos clientes les gusta elegir lo que se van a comer». Preferimos ahorrarnos el espectáculo, no por asco sino para evitar que interfiriera con nuestro placer, y le agradecimos y nos fuimos.

      Esa noche volvimos a tocar, y después, mientras tomábamos algo, de repente nos dimos cuenta de que ya teníamos un grupo de amigos y de amantes. ¿Cuánto hacía que estábamos en el pueblo? Menos de una semana, pero parecía meses o años. ¿Queríamos todavía volver a nuestras casas? Claro, pero esta vida paralela

Скачать книгу