Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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Luego llegaron malos tiempos, en los que muchos de los que conocían la Calle de antiguo dejaron de conocerla, y la conocieron muchos que antes no la conocían; y se marcharon, ya que sus acentos eran toscos y estridentes, y desagradables sus expresiones y semblantes. Sus pensamientos alzaron su tono también contra el espíritu sabio y justo de la Calle, de forma que la Calle languideció en silencio al tiempo que sus casas se deshacían, sus árboles morían uno tras otro y sus rosaledas eran invadidas por la maleza y la basura. Pero un día sintió un estremecimiento de orgullo, cuando otra vez marcharon sus jóvenes, algunos de los cuales tampoco regresaron. Jóvenes que vestían de azul.
Con el pasar de los años, la suerte de la Calle no mejoró para nada. Sus árboles habían desaparecido en su totalidad, y sus rosaledas fueron desalojadas por las paredes traseras de edificios nuevos, feos y baratos, alineados en calles paralelas. Aun así, siguió habiendo casas, a pesar de los estragos de los años y las tormentas; pues habían sido construidas para que sirviesen a muchas generaciones. Nuevos rostros aparecieron en la Calle; rostros morenos, siniestros, de ojos furtivos y facciones singulares, cuyos poseedores hablaban exóticas lenguas y trazaban signos de caracteres conocidos y desconocidos sobre la mayoría de las casas anticuadas. Las carretillas atestaban el arroyo. Un hedor sórdido, indefinible, reinaba en el lugar, y adormecía su antiguo espíritu.
Una vez, la Calle experimentó una gran exaltación. La guerra y la revolución se habían desatado ardorosamente al otro lado de los mares; había caído una dinastía, y sus degenerados súbditos se dirigían en tropel, con dudosas intenciones, a la Tierra Occidental. Muchos de ellos ocuparon las casas arruinadas que anteriormente conocieran el canto de los pájaros y el perfume de las rosas. Después, la Tierra de Occidente despertó, y se unió a la Madre Patria en su lucha titánica por la civilización. De nuevo flotó por encima de las ciudades la vieja bandera en compañía de la nueva y de otra más sencilla —aunque gloriosa—, tricolor. Pero no ondearon muchas en la Calle, pues allí solo reinaba el miedo y el odio y la ignorancia. Y otra vez se fueron los jóvenes, pero no como los jóvenes de otros tiempos. Algo les faltaba. Los hijos de los jóvenes de otros tiempos, vestidos de color pardo oliváceo y dotados del mismo espíritu de sus antepasados, procedían de lugares lejanos y no conocían la Calle ni su antiguo espíritu.
Hubo una gran victoria al otro lado de los mares, y la mayoría de los jóvenes regresaron triunfalmente. Aquellos a quienes había faltado algo, dejó de faltarles; sin embargo, aún reinaba en la Calle el miedo y el odio y la ignorancia, porque eran muchos los que se habían quedado, y muchos los extranjeros que habían llegado de lejanos lugares a ocupar las casas antiguas. Y los jóvenes que regresaron no vivieron ya en ellas. La mayoría de los desconocidos eran atezados y siniestros, aunque era posible descubrir entre ellos algún rostro parecido al de aquellos que formaron la Calle y modelaron su espíritu. Parecidos, y, no obstante, distintos; porque había en los rostros de todos ellos un brillo extraño e insano, como de codicia, de ambición, de rencor o de celo desviado. La agitación y la traición acechaban en el exterior, entre unos cuantos malvados que tramaban asestar un golpe de muerte a la Tierra Occidental, a fin de imponer su poderío sobre sus ruinas, como habían hecho los asesinos de ese frío y desdichado país del que venía la mayoría. Y el foco de esa conspiración estaba en la Calle, cuyas casas ruinosas hervían de agitadores y resonaban con los planes y discursos de aquellos que ansiaban la llegada del día designado para la sangre, las llamas y los crímenes.
A pesar de que la ley habló mucho sobre extraños conciliábulos en la Calle, poco pudo probar. Con gran celeridad, hombres portadores de insignias ocultas frecuentaron con el oído atento lugares como la panadería de Petrovitch, la mísera Escuela Rifkin de Economía Moderna, el Club del Círculo Social y el Café Libertad. Allí se reunían en gran número siniestros individuos, aunque siempre hablaban con cautela, o lo hacían en lenguas extranjeras. Aún seguían en pie las viejas casas, con su saber olvidado de siglos más nobles y pretéritos de robustos habitantes coloniales y rosaledas cubiertas de rocío a la luz de la luna. A veces venía a visitarlas algún poeta o viajero solitario, y trataba de imaginarlas en su perdido esplendor; pero no eran muchos tales viajeros y poetas.
Luego se oyeron cuentos de que en esas casas se ocultaban los cabecillas de una extensa banda de terroristas, quienes en determinado día iban a entregarse a una orgía de sangre, con objeto de aniquilar América y todas las bellas y antiguas tradiciones que la Calle había amado.
Corrían panfletos y periódicos por los arroyos inmundos; panfletos y periódicos impresos en diversas lenguas y caracteres, llenos de mensajes de rebelión, de crímenes. En ellos se alentaba a las gentes a derribar las leyes y las virtudes que nuestros padres habían exaltado, a fin de ahogar el alma de la vieja América, el alma que nos legaron, a través de mil quinientos años de libertad, justicia y moderación anglosajonas. Se decía que los hombres atezados que se reunían en las ruinosas construcciones eran los cerebros de una terrible revolución que a una directriz suya muchos millones de bestias embrutecidas sacarían sus garras repugnantes de los bardos inmundos de un millar de ciudades, incendiando, matando y destruyendo, hasta arrasar la tierra de nuestros padres. Todo esto se comentaba y se repetía, y muchos pensaban con temor en el 4 de julio, día del que hablaban los extraños escritos; sin embargo, nada se descubrió que delatara a los culpables. Nadie sabía a quién había que detener para cortar de raíz la condenable conjura. Muchas veces fueron grupos de policías de chaqueta azul a registrar las casas ruinosas; pero finalmente dejaron de ir, porque también ellos se cansaron de hacer mantener la ley y el orden, y abandonaron la ciudad a su suerte. Entonces llegaron los hombres de verde oliva cargados con sus mosquetes, hasta el punto de que parecía como si, en su sueño lamentable, le llegaran a la Calle recuerdos de aquellos otros tiempos en que la recorrían los hombres de los mosquetes y los sombreros cónicos camino del manantial del bosque al grupo de casas de la playa. Sin embargo, no pudieron tomar ninguna medida para prevenir el inminente cataclismo, ya que los hombres atezados y siniestros poseían una muy experimentada astucia.
De este modo, la Calle siguió teniendo su sueño inquieto, hasta que una noche se reunieron en la panadería de Petrovitch, en la Escuela de Economía Moderna, en el Club del Círculo Social, en el Café Libertad y en otros lugares, inmensas hordas de ojos abiertos por el horrible sentimiento de triunfo y expectación. Viajaron por ocultos alambres extraños mensajes, y se habló mucho también de otros aún más extraños que debían viajar; pero de casi todo esto no se supo nada hasta después, cuando la Tierra de Occidente estuvo a salvo del peligro. Los hombres de pardo oliva no podían decir lo que ocurría, ni lo que iban a hacer, porque los hombres atezados y siniestros eran diestros en la ocultación y el disimulo.
Jamás olvidarán los hombres de pardo oliva esa noche, y se hablará de la Calle como ellos hablan a sus nietos; porque fueron muchos los enviados, hacia el amanecer, a una misión distinta de cuantas ellos esperaban. Se sabía que este nido de anarquía era viejo, y que las Casas estaban en ruinas a causa de los estragos del tiempo, de las tormentas y la carcoma; sin embargo, lo que ocurrió esa noche de verano sorprendió por su extraña uniformidad. En efecto, fue un suceso de lo más singular, aunque muy simple. Porque sin previo aviso, a las primeras horas de la madrugada, todos los estragos de los años y las tormentas y la carcoma llegaron a su tremenda culminación: y tras el derrumbamiento final, no quedó en pie nada en la Calle, salvo dos antiguas chimeneas y parte de una pared de ladrillo. Nadie de cuantos vivían allí salió con vida de las ruinas. Un poeta y un viajero que llegaron con la enorme multitud a ver la escena, contaron después extrañas historias. El poeta dijo que en los momentos previos a los primeros rayos del sol contempló las sórdidas ruinas confusamente al resplandor de las luces eléctricas, y que por encima de los escombros se superponía otro esplendoroso paisaje en el que pudo dilucidar la luna, casas hermosas y bien construidas, árboles muy variados como olmos y robles y arces venerables. Y el viajero, por su lado, afirmó que ya no había ese habitual hedor, si no un delicado aroma como de rosas en flor. Aunque ¿no son palpablemente inciertos las ilusiones de los poetas y los cuentos