Los culpables. Juan Villoro
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VILLORO
LOS
CULPABLES
NARRATIVA
DERECHOS RESERVADOS
© 2007 Juan Villoro
© 2019 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.
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Primera edición en Editorial Almadía S.C.: septiembre de 2007
Primera reimpresión: octubre de 2007
Segunda reimpresión: abril de 2008
Tercera reimpresión: marzo de 2012
Cuarta reimpresión: enero de 2013
Quinta reimpresión: junio de 2013
Sexta reimpresión: marzo de 2014
Primera edición en Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.: julio de 2016
Segunda edición: agosto de 2019
ISBN: 978-607-8667-67-3
En colaboración con el Fondo Ventura A.C. y Proveedora Escolar S. de R.L.
Para mayor información: www.fondoventura.com y www.proveedora-escolar.com.mx
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.
JUAN
VILLORO
LOS
CULPABLES
Quien calla una palabra es su dueño;
quien la pronuncia es su esclavo.
KARL KRAUS
MARIACHI
–¿Lo hacemos? –preguntó Brenda.
Vi su pelo blanco, dividido en dos bloques sedosos. Me encantan las mujeres jóvenes de pelo blanco. Brenda tiene 43 pero su pelo es así desde los 20. Le gusta decir que la culpa fue de su primer rodaje. Estaba en el desierto de Sonora como asistente de producción y tuvo que conseguir 400 tarántulas para un genio del terror. Lo logró, pero amaneció con el pelo blanco. Supongo que lo suyo es genético. De cualquier forma, le gusta verse como una heroína del profesionalismo que encaneció por las tarántulas.
En cambio, no me excitan las albinas. No quiero explicar las razones porque cuando se publican me doy cuenta de que no son razones. Suficiente tuve con lo de los caballos. Nadie me ha visto montar uno. Soy el único astro del mariachi que jamás se ha subido a un caballo. Los periodistas tardaron 19 videoclips en darse cuenta. Cuando me preguntaron, dije: “No me gustan los transportes que cagan”. Muy ordinario y muy estúpido. Publicaron la foto de mi BMW plateado y mi 4x4 con asientos de cebra. La Sociedad Protectora de Animales se avergonzó de mí. Además, hay un periodista que me odia y que consiguió una foto mía en Nairobi, con un rifle de alto poder. No cacé ningún león porque no le di a ninguno, pero estaba ahí, disfrazado de safari. Me acusaron de antimexicano por matar animales en África.
Declaré lo de los caballos después de cantar en un palenque de la Feria de San Marcos hasta las tres de la mañana. En dos horas me iba a Irapuato. ¿Alguien sabe lo que se siente estar jodido y tener que salir de madrugada a Irapuato? Quería meterme en un jacuzzi, dejar de ser mariachi. Eso debí haber dicho: “Odio ser mariachi, cantar con un sombrero de dos kilos, desgarrarme por el rencor acumulado en rancherías sin luz eléctrica”. En vez de eso, hablé de caballos.
Me dicen El Gallito de Jojutla porque mi padre es de ahí. Me dicen Gallito pero odio madrugar. Aquel viaje a Irapuato me estaba matando, junto con las muchas otras cosas que me están matando.
“¿Crees que hubiera llegado a neurofisióloga estando así de buena?”, me preguntó Catalina una noche. Le dije que no para no discutir. Ella tiene mente de guionista porno: le excita imaginarse como neurofisióloga y despertar tentaciones en el quirófano. Tampoco le dije esto, pero hicimos el amor con una pasión extra, como si tuviéramos que satisfacer a tres curiosos en el cuarto. Entonces le pedí que se pintara el pelo de blanco.
Desde que la conozco, Cata ha tenido el pelo azul, rosa y guinda. “No seas pendejo”, me contestó: “No hay tintes blancos”. Entonces supe por qué me gustan las mujeres jóvenes con pelo blanco. Están fuera del comercio. Se lo dije a Cata y volvió a hablar como guionista porno: “Lo que pasa es que te quieres coger a tu mamá”.
Esta frase me ayudó mucho. Me ayudó a dejar a mi psicoa nalista. El doctor opinaba lo mismo que Cata. Había ido con él porque estaba harto de ser mariachi. Antes de acostarme en el diván cometí el error de ver su asiento: tenía una rosca inflable. Tal vez a otros pacientes les ayude saber que su doctor tiene hemorroides. Alguien que sufre de manera íntima puede ayudar a confesar horrores. Pero no a mí. Sólo seguí en terapia porque el psicoanalista era mi fan. Se sabía todas mis canciones (o las canciones que canto: no he compuesto ninguna), le parecía interesantísimo que yo estuviera ahí, con mi célebre voz, diciendo que la canción ranchera me tenía hasta la madre.
Por esos días se publicó un reportaje en el que me comparaban con un torero que se psicoanalizó para vencer su temor al ruedo. Describían la más terrible de sus cornadas: los intestinos se le cayeron a la arena en la Plaza México, los recogió y pudo correr hasta la enfermería. Esa tarde iba vestido en los colores obispo y oro. El psicoanálisis lo ayudó a regresar al ruedo con el mismo traje.
Mi doctor me adulaba de un modo ridículo que me encantaba. Llené el Estadio Azteca, con la cancha incluida, y logré que 130 mil almas babearan. El doctor babeaba sin que yo cantara.
Mi madre murió cuando yo tenía dos años. Es un dato esencial para entender por qué puedo llorar cada vez que quiero. Me basta pensar en una foto. Estoy vestido de marinero, ella me abraza y sonríe ante el hombre que va a manejar el Buick en el que se volcaron. Mi padre bebió media botella de tequila en el rancho al que fueron a comer. No me acuerdo del entierro pero cuentan que se tiró llorando a la fosa. Él me inició en la canción ranchera. También me regaló la foto que me ayuda a llorar: Mi madre sonríe, enamorada del hombre que la va a llevar a un festejo; fuera de cuadro, mi padre dispara la cámara, con la alegría de los infelices.
Es obvio que quisiera recuperar a mi madre, pero además me gustan las mujeres de pelo blanco. Cometí el error