Los culpables. Juan Villoro

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Los culpables - Juan Villoro

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me senté en un equipal y oí buen rato la marimba. Bebí dos mezcales, nadie me reconoció y creí estar contento. Vi el cielo azul y la línea blanca de un avión. Pensé en Brenda y le hablé desde mi celular.

      “Te tardaste mucho”, fue lo primero que dijo. ¿Por qué no la había buscado antes? Con ella no tenía que aparentar nada. Le pedí que fuera a verme. “Tengo una vida, Julián”, dijo en tono de exasperación. Pero pronunció mi nombre como si yo nunca lo hubiera escuchado. Ella no iba a dejar nada por mí. Yo cancelé mi gira al Bajío.

      Pasé tres días de espanto en Barcelona, sin poder verla. Brenda estaba “liada” en una filmación. Finalmente nos encontramos, en un restorán que parecía planeado para japoneses del futuro.

      “¿Quieres saber si te conozco?”, dijo, y yo pensé que citaba una canción ranchera. Me reí, nomás por reaccionar, y ella me vio a los ojos. Sabía la fecha de la muerte de mi madre, el nombre de mi ex psicoanalista, mi deseo de estar en órbita, me admiraba desde un tiempo que llamó “inmemorial”. Todo empezó cuando me vio sudar en una transmisión de Telemundo. Se había tomado un trabajo increíble para ligarme: convenció a Chus de que me contratara, escribió mis parlamentos en el guion, le presentó a Cata al actor porno, planeó la escena del pene artificial para que mi vida diera un vuelco. “Sé quién eres, y tengo el pelo blanco”, sonrió. “Tal vez pienses que soy manipuladora. Soy productora, que es casi lo mismo: produje nuestro encuentro”.

      Vi sus ojos, irritados por las desveladas del rodaje. Fui un mariachi torpe y dije: “Soy un mariachi torpe”. “Ya lo sé”, Brenda me acarició la mano.

      Entonces me contó por qué me quería. Su historia era horrible. Justificaba su odio por Guadalajara, el mariachi, el tequila, la tradición y la costumbre. Le prometí no contársela a nadie. Sólo puedo decir que ella había vivido para escapar de esa historia hasta que supo que no tenía otra historia que escapar de su historia. Yo era “su boleto de regreso”.

      Pensé que nos acostaríamos esa noche pero ella aún tenía una producción pendiente: “No me quiero meter con tu trabajo pero tienes que aclarar lo del pene”. “El pene no es mi trabajo: ¡lo inventaron ustedes!”. “Eso, lo inventamos nosotros. Un recurso del cine europeo. Se me había olvidado lo que un pene puede hacer en México. No quiero salir con un hombre pegado a un pene”. “No estoy pegado a un pene, lo tengo chiquito”, dije. “¿Qué tan chiquito?”, se interesó Brenda. “Chiquito normal. Velo tú”.

      Entonces ella quiso que yo conociera sus principios morales: “Lo tienen que ver todos tus fans”, contestó: “Ten la valentía de ser normal”. “No soy normal: ¡Soy el Gallito de Jojutla, mis discos se venden hasta en las farmacias!”. “Lo tienes que hacer. Estoy harta de un mundo falocéntrico”. “¿Pero tú sí vas a querer mi pene?”. “¿Tu pene chiquito normal?”, Brenda bajó la mano hasta mi bragueta, pero no me tocó. “¿Qué quieres que haga?”, le pregunté.

      Ella tenía un plan. Siempre tiene un plan. Yo saldría en otra película, una crítica feroz al mundo de las celebridades, y haría un desnudo frontal. Mi público tendría una versión descarnada y auténtica de mí mismo. Cuando pregunté quién dirigía la película, me llevé otra sorpresa.

      Tampoco ella me dio a leer el guion completo. Las escenas en las que aparezco son raras, pero eso no quiere decir nada: el cine que me parece raro gana premios. Una tarde, en un descanso del rodaje, entré a su tráiler y le pregunté: “¿Qué crees que pase conmigo después de Guadalajara ?”. “¿Te importa mucho?”, respondió.

      Brenda se había esforzado como nadie para estar conmigo. Si la abrazaba en ese momento me soltaría a llorar. Me dio miedo ser débil al tocarla pero me dio más miedo que ella no quisiera tocarme nunca. Algo había aprendido de Cata: el cuerpo tiene partes que no son platónicas:

      “¿Te vas a acostar conmigo?”, le pregunté.

      “Nos falta una escena”, dijo, acariciándose el pelo.

      Despejó el set para filmarme desnudo. Los demás salieron de malas porque el catering acababa de llegar con la comida. Brenda me situó junto a una mesa de la que salía un rico olor a embutidos.

      Se quedó un momento frente a mí. Me vio de una manera que no puedo olvidar, como si fuéramos a cruzar un río. Sonrió y dijo lo que los dos esperábamos:

      –¿Lo hacemos? –se colocó detrás de la cámara.

      En la mesa del bufé había un platón de ensalada. Yo estaba a treinta centímetros de ahí.

      La vida es un caos pero tiene secretos: antes de bajarme los pantalones, me comí un tomate.

      PATRÓN DE ESPERA

      Estoy tan a disgusto con la realidad que los aviones me parecen cómodos. Me entrego con resignación a las pe lícu las que no quiero ver y la comida que no quiero probar, como si practicara un disciplinado ejercicio espiritual. Un samurái con audífonos y cuchillo de plástico. Suspendido, con el teléfono celular apagado, disfrutando el nirvana en el que no hay nada qué decidir. La aviación es eso para mí: una manera de posponer los números que pueden alcanzarme.

      La última llamada que recibí en tierra fue de Clara. Yo estaba en el aeropuerto de Barcelona y ella me dijo con angustia: “¿Crees que va a volver?”. Se refería a Única, nuestra gata. “¿Ha temblado?”, pregunté. Los gatos intuyen los temblores. Algo –una vibración del aire– les permite saber que la tierra se va a abrir. El momento de huir a la intemperie.

      Los gatos son sismólogos anticipados. Las gatas se quedan en casa, en especial las de angora. Eso nos habían dicho. Sin embargo, Única ha huido dos veces, sin terremoto de por medio.

      “Tal vez registra temblores emocionales”, bromeó Clara en el teléfono. Luego comentó que los Rendón la habían invitado a Valle de Bravo. Si mi vuelo no llegaba a tiempo, ella iría por su cuenta. Anhelaba un fin de semana de sol y veleros.

      “¿Algún día tomarás un vuelo directo?”, preguntó antes de despedirse.

      Llevo una vida en zigzag. Por alguna razón, mis itinerarios desembocan en ciudades que obligan a hacer conexiones: Amberes, Oslo, Barcelona. Trabajo para la compañía que produce la mejor agua insípida del mundo. Esta frase no es despreciativa: nuestra agua no se bebe por el sabor sino porque pesa menos en la boca. Un lujo ingrávido.

      El planeta siempre tiene sed. Todos necesitan beber algo. Pero algunos reclaman el deleite adicional del agua ligera.

      Viajo mucho a los sitios que compran agua cara y mi condición habitual es el jet lag. Me he acostumbrado al desfase en la percepción, las cosas que veo cuando debería estar dormido. Leo mucho en las largas horas de desplazamiento, o pienso de cara a la ventanilla ovalada del avión. Con frecuencia doy con ideas que me parecen místicas y al llegar a tierra se evaporan como una loción.

      Salimos con retraso de Barcelona. Ahora sobrevolamos Londres, fuera de itinerario. “Estamos en patrón de espera”, informa el piloto. No hay sitio para nosotros.

      El avión se ladea en una curva parsimoniosa. Daremos vueltas en círculo, como moscas de fruta, en lo que se desocupa una pista. Una espléndida luz de otoño saca brillo a los prados allá abajo, el Támesis resplandece como la hoja de una espada, la ciudad se desperdiga hacia confines imprevistos.

      En Londres hay una hora menos que en Barcelona. Esos minutos que aún no suceden son una ventaja para la conexión, pero no quiero pensar en

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