El matrimonio de los peces rojos. Guadalupe Nettel

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El matrimonio de los peces rojos - Guadalupe  Nettel Voces / Literatura

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me costó no echarme a llorar.

      Vincent fue a buscarnos en el coche. A pesar de sus continuas sonrisas, lo noté nervioso. Debían de ser alrededor de las nueve. Estaba lloviendo, por supuesto. Recuerdo las luces de los faros reflejadas en el pavimento. Lila iba dormida en su sillita. Después de hacer las preguntas de rigor: «¿Cómo han estado?, ¿qué tal el trayecto?», anunció que tenía algo que contarme antes de llegar a casa.

      –Se trata de los peces –dijo–. Hace dos días tuvieron una pelea y ambos están bastante lastimados.

      Después me explicó los detalles: la mañana del viernes los había encontrado flotando en el acuario.

      –No sé bien qué hacer con ellos. Lo único que se me ocurrió fue separarlos. Saqué al macho con la redecilla y lo puse en la pecera de vidrio que nos regaló Pauline. Mañana vendrá el experto.

      –¿Sabes si ella estaba en celo? –pregunté yo, tratando de adivinar los motivos–. ¿Viste alguna raya oscura en su cuerpo?

      Pero Vincent negó cualquier despliegue de aletas coloridas como el de la vez pasada.

      Nunca en todos los años que llevaba viviendo en aquel piso, lo había encontrado tan desolado. Me pareció que el acuario despedía un olor a podredumbre. Es verdad que los peces se veían heridos pero mucho menos de lo que había imaginado en el camino, mientras escuchaba el relato de Vincent.

      Lo que más me entristeció esa noche y los días siguientes fue ver a nuestros peces separados. Tenía la sensación de que también a ellos les afectaba la distancia y que se echaban de menos.

      –¿Cómo es posible que teniendo un acuario tan grande y tan bonito no logren mantenerse en paz? –le pregunté a mi marido una tarde, mientras mirábamos al pez dando vueltas como un loco en el viejo recipiente, situado ahora sobre la barra de la cocina.

      –Tal vez no sea cuestión de espacio –contestó él–, sino de su propia naturaleza. Recuerda que son peces betta.

      Me di cuenta de que había estado reflexionando bastante acerca del asunto.

      –Otros peces –siguió diciendo– se sienten libres en peceras muy estrechas. Las ven como universos claros y llenos de color. Cada rayo de sol representa para ellos un mundo de posibilidades. Los peces betta, en cambio, pueden ver estrecha la pecera más amplia. Siempre les falta espacio y se sienten amenazados incluso por su pareja. Con toda esa presión encima interpretan la existencia del otro. No me lo estoy inventando, lo leí en uno de los libros que sacaste de la biblioteca y que por cierto aún no has devuelto. ¿Sabes a cuánto asciende la multa por cada día de retraso?

      –Es un drama –dije yo, totalmente en serio–. Estoy convencida de que nuestros peces se aman, aunque no puedan vivir juntos.

      ¿De dónde sacaba esa conclusión? Yo misma no tenía ninguna idea. Pensé un poco en nuestra pareja de peces. Me pregunté con qué criterio los habían elegido en la tienda de mascotas para compartir el recipiente que le habían dado a Pauline. Probablemente ninguno más que el azar o la diferencia de sexos. Quizás habían nacido en el mismo acuario y entonces se conocían desde antes. O, por el contrario, tal vez no se habían visto jamás, antes de entrar en aquella pecera redonda que habían compartido tan estrechamente. ¿Podía hablarse de destino en el mundo de los peces?

      Ya sé que dicho así suena como un disparate pero mis peces sufrían al estar separados y de eso estoy completamente segura. Podía sentirlo con la misma claridad con que en otras ocasiones había sentido el miedo de ella y la arrogancia de su compañero. Me dije que lo más probable era que, viviendo juntos, y a pesar de la negativa de la hembra a reproducirse, hubiesen desarrollado algún tipo de cariño o dependencia afectiva. De ahí el decaimiento que manifestaban desde el día de la pelea.

      Nuestro macho permaneció castigado varios días en menos de cinco litros de agua y sin una sola piedra detrás de la cual esconderse. Habíamos acordado mantenerlo ahí mientras decidiéramos qué hacer con ellos. Sin embargo, mi marido siguió llegando tarde de la oficina y, en toda la semana, no encontramos ningún momento para discutir el destino de los peces. El jueves planteé el asunto a la hora de la cena. Vincent me dejó desconcertada con su respuesta:

      –A mí, en realidad, me parece una aberración que seamos nosotros quienes decidamos por ellos. Es como instituirse en juzgado de lo familiar.

      Más que una broma, consideré su comentario una evasiva. En el fondo no era extraño. Llevaba meses escabulléndose.

      El viernes no pude más y actué arbitrariamente. Con ambas manos cogí el cuenco de Pauline y, de un chapuzón, devolví el pez al acuario matrimonial. Después, acerqué mi cara al vidrio para ver lo que sucedía: pasado el torbellino, el macho nadó hacia abajo, a unos pocos centímetros del librero y, al llegar ahí, dejó de moverse. Ella, en cambio, siguió actuando de la misma manera que antes. Ni se acercó a él ni cambió sus movimientos. Poco a poco, este fue recobrando la movilidad y también sus hábitos de antes. Pasaba mucho tiempo entre las algas del fondo hasta que, en la superficie, aparecía la comida. Entonces subía como un torpedo, mucho más rápido que su compañera y devoraba todo cuanto su estómago le permitía.

      La solución que el director del despacho encontró para mi caso fue prolongar la licencia de maternidad gracias a un nuevo permiso, con goce de sueldo. Para eso yo debía firmar una carta en la que declaraba sufrir depresión postparto. El diagnóstico médico lo consiguieron ellos. No puedo describir la inseguridad que el asunto me produjo. El arreglo mostraba buena voluntad por parte del director pero ningún aprecio por mi desempeño profesional. Si lo pensaba un poco, era obvio que no habría trabajado ahí durante cuatro años de ser una mala abogada. Sin embargo, saber esto no era suficiente. No me libraba de la sensación de haber sido tratada con injusticia. En algún momento pensé en la posibilidad de demandarlos por sexismo pero no me sentía con ánimos de entrar en un combate tan largo e incierto como ese. A Vincent el acuerdo no le pareció tan malo: la cantidad que ofrecían era apenas inferior a mi sueldo.

      –Tómalo como unas vacaciones de seis meses –dijo, tratando de convencerme–. Mientras tanto, puedes buscar otra cosa. Ya verás que encontrarás un trabajo mejor.

      El diagnóstico del médico terminó convirtiéndose en una realidad o casi. Yo no sufría, por supuesto, de depresión postparto pero sí de un abatimiento profundo y de un mal humor permanente. Lo extraño es que Vincent mostrara los mismos síntomas, aunque no hubiese parido ni tampoco perdido el empleo. Quizás si hubiera ocurrido una desgracia mayor –la muerte de algún padre, una enfermedad grave, nuestra o de la niña, la pérdida verdadera de nuestros recursos financieros– la sacudida habría sido suficiente como para unirnos estrechamente o, al menos, para mirar las cosas desde otra perspectiva. Sin embargo, en esas aguas estancadas en las que Vincent y yo nos movíamos, nuestra relación siguió su curso paulatino hacia la putrefacción. Ya nunca reíamos juntos, tampoco nos la pasábamos bien de ninguna manera. El sentimiento más positivo que llegué a tener hacia él en varias semanas fue de agradecimiento cada vez que preparaba la cena o que se quedaba en casa cuidando a Lila para que yo pudiera ir al cine con alguna amiga. Era una bendición contar con su relevo. Adoraba a mi hija y, en general, disfrutaba muchísimo su compañía. Sin embargo, también necesitaba pasar momentos sola y en silencio, momentos de libertad y recreo en los que recuperaba, así fuera durante un par de horas, mi individualidad. El mundo se había acomodado de otra manera desde que éramos tres y, en esta nueva configuración, resultaba impresionante cómo la paternidad se había comido lo que quedaba de nuestra pareja. Comparado con un río, incluso con un estanque pequeño, un acuario, por grande que sea, es un lugar muy reducido para seres insatisfechos y proclives a la infelicidad como los betta. Las mentes de algunas personas son semejantes.

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