Famulus. Romina Paredes

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Famulus - Romina Paredes Iceberg

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nado en un estanque. Todo parece mejor en el agua.

      Libre se puso mal un viernes. Supimos que el sábado seguía con cuarenta grados de fiebre. La internaron el domingo por la noche y administraron antibióticos por vía intravenosa durante dos días. Los padres de familia pensaban que quizás había un virus extraño en la piscina y, como no se tenía un diagnóstico concreto, evitaron cualquier riesgo de contagio. Mi madre, en cambio, no se mostró consternada. Dijo que era momento de superar las adversidades y seguir enfocada en mi meta porque ni Dawn Fraser ni Tracy Caulkins se rendirían. Esa semana casi nadie asistió a los entrenamientos. Solo yo.

      Fui a la clínica el miércoles siguiente. Me encontré con los padres de Libre afuera de la habitación. Su madre se golpeaba la cabeza contra la pared.

      —Espérame aquí, hija. Voy a conversar con los médicos.

      De lejos vi que se tapó la boca con ambas manos. Me acerqué. La puerta de la habitación de Libre estaba entreabierta. Recordé cuando nos burlábamos de sus pies y lo difícil que le era encontrar zapatos talla 41 para los quinceañeros. Ahora sus pies estaban hinchados y dejaban relucir un color verdoso. Sus uñas de un tono azul oscuro.

      4

      A veces me cuesta respirar cuando estoy fuera del agua.

      Apenas llegamos al velatorio quise regresar a casa. Mi mamá rompió en llanto al ver a la madre de Libre. Cada gemido era como un estruendo en sintonía con el latir de mi sien. Traté de ocultar esa inusitada rabia al contemplar la escena y fingí una sonrisa apretando los labios.

      Después de dar el pésame me senté en una esquina alejada. Me di cuenta de que la única adolescente vestida de negro era yo. Todos iban de blanco y, gracias a ese detalle, noté que el ataúd también era blanco. La cara me ardía. Apoyé los codos en mis muslos y miré al piso.

      Pecho y Mariposa se sentaron a mi lado. Ambas tenían la cara irritada por el llanto.

      —¿Y? ¿Ya viste el ataúd? —preguntó Pecho.

      —No, todavía. ¿Vamos?

      —¡No! No hay forma, chicas. La imagen no se nos va a borrar de la cabeza. Aparte, eso que está allí no es ella —dijo Mariposa frotándose los párpados.

      Al ver su cuerpo aguanté la respiración. Llevaba puestas todas las medallas que ganó durante sus quince años de vida. Una corona de rosas y un camisón blanco dejaban traslucir una ropa de baño Speedo. Sus manos, entrelazadas, reposaban sobre su vientre. Su cara estaba abultada y su piel lucía sombras verdosas. Distinguí la ausencia del brillo de su cabello y del rojo natural de sus labios. Por un momento pensé que estaba en la piscina, viéndola a través de mis lentes de natación empañados, porque veía todo opaco. Pero la quietud de su cuerpo me confirmó que ambas estábamos en la superficie.

      La entrenadora, desde la puerta del velatorio, se aseguraba de despedir a todos los miembros del club: «Tú, ¿por qué no viniste hoy?». «Eh… ¿me escuchaste? Por si acaso, lunes entrenamiento a las ocho de la mañana, como siempre».

      Ya era de noche cuando subimos al taxi. Mi mamá dijo que los resultados de la necropsia demorarían por lo menos una semana, mientras se retocaba el maquillaje.

      —No es por ser malhablada, hijita, pero para mí que le dieron alguna sustancia para incrementar su rendimiento y esto afectó su sistema nervioso. Es más, una de las mamás me contó que a Libre le hacían transfusiones de sangre antes de las competencias. Esa familia es demasiado competitiva.

      5

      Las incesantes lágrimas de los asistentes, un ecosistema de agua salada. Poco a poco el llanto se entrecorta. El aire desplaza al agua. Los pechos cobran vida en una sinfonía de paz. El mío, inerte.

      En el entierro observé a la entrenadora todo el tiempo. Nunca había visto otra emoción en ella aparte de la furia. Su rostro estaba tenso, como es habitual, pero ahora las gotas de agua no descendían por las venas hinchadas de su frente, sino de sus ojos.

      La semana siguiente dio un discurso a los nadadores del club.

      —Bueno, como ustedes saben, es una lástima lo sucedido con Libre. Ella no estaba cumpliendo con el programa...

      —Cállate, imbécil —pensé, pero mi voz se adelantó.

      Todos voltearon. La entrenadora apretó los dientes. Me ignoró y prosiguió. Al final de la reunión nos dijo a Pecho, Mariposa y a mí que haríamos un programa especial porque, como no teníamos rivales en el país, era mejor entrenar para el campeonato continental.

      Esos tres meses me parecieron una eternidad. Durante los entrenamientos no lograba superar las punzadas en el bazo. Mis brazadas no tenían agarre. A veces sentía que algo me jalaba hacia el fondo de la piscina y, por momentos, me hundía. Mientras que los demás nadadores continuaban generando esas ondas que dan vida a la piscina, la gravedad de mi ritmo cardiaco bajo el agua me paralizaba. Me detenía temblando. Los gritos de la entrenadora retumbaban en mis oídos tapados. Apoyada en el andarivel intentaba recuperar el aire, temiendo que el ruido de mi corazón me atrape de nuevo.

      Ya no disfrutaba del aislamiento que encontraba en la piscina. La soledad que me oxigenaba y potenciaba mis brazos y piernas cuando recordaba que llegar a la meta solo dependía de mí.

      6

      —Ya no quiero nadar, mamá. Ya no me gusta.

      —Ah caray… No quiere nadar porque ya no le gusta —dijo con voz burlona, mientras me ayudaba con una tarea. ¿Acaso crees que en la vida siempre vas a hacer lo que te gusta? Tienes todos los privilegios para ser una campeona. Yo no pude seguir con mi carrera de atleta porque mi familia no tenía plata. Tú tienes todo para lograrlo ¿Lo vas desperdiciar? ¡De ninguna manera!

      —¿Y por qué tengo que pagar por tus frustraciones? Eso es lo que tú quieres, mamá. Yo quiero…

      Mi mamá cerró de golpe el libro.

      —Tú, mocosa, no sabes lo que quieres. Vas a seguir yendo a esa piscina así tenga que arrastrarte.

      Nos quedamos en silencio, evitando la mirada de la otra.

      —Además, esta es tu única oportunidad de estudiar en una universidad privada.

      —Deja de repetir lo que no tengo, lo que me falta.

      —Vives en un mundo de fantasía. No sabes cómo es la vida.

      —¡No lo sé porque paro metida en una piscina!

      Mi madre abrió el libro y marcó algunos párrafos con lápiz.

      —Si dejo de nadar puedo estudiar en una universidad nacional.

      Rio con displicencia. Suspiró y sentenció:

      —No, hijita. Esa competencia no la ganarías. No eres inteligente.

      Esa noche volví a soñar que nadaba en el estanque. Esta vez intenté salir, pero un techo de vidrio me lo impedía.

      Durante los meses de entrenamiento me uní más a mis compañeras de posta. Me sentía cómoda con sus familias. En la sobremesa de un almuerzo sabatino, la madre de Pecho comentó que ya había salido el informe de la necropsia. Nos dijo

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