Desconocida Buenos Aires . Leandro Vesco

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Desconocida Buenos Aires  - Leandro Vesco Desconocida Buenos Aires

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comprado. Antes acá con mi mamá hacíamos el queso, la crema y la manteca, hasta el jabón era hecho por nosotros”. Aquellas enseñanzas han forjado el hombre que hoy es. Ganado, chacra y almacén, de todo se encarga Pedro, solo. El día le alcanza además para abrir el boliche y ser dueño de este mundo. Quién pudiera ser como él.

      Quiñihual, que fue un cacique que anduvo por la serranía, según cuenta la leyenda, es un espejismo real cuya existencia se pone en duda una vez que comenzamos a irnos del almacén. Es invierno, el sol se arrima al horizonte y la salamandra humea. Pedro acaricia el mostrador con un repasador, la cabeza de Moncho se ve a un costado. Hace ciento veinte años construyeron este almacén que parece un templo donde aún se practica la religión de la amistad y la charla. “Me toca a mí cuidarlo y darle continuidad, porque, una vez que se cierran estos lugares, ya no se vuelven abrir”. Todo el universo cabe en la mirada de este nombre cuando me despide; su pueblo, que es su vida, sigue vivo.

      Zacarías Silvera, el domador de las sierras bonaerenses

      Existe un mundo que se nos está yendo, se nos escurre entre los dedos. Una época en la que el hombre se las tenía que arreglar solo, sin tecnología ni aplicaciones. Ese mundo perdido lo representa don Zacarías Silvera, un gaucho que recorrió el país domando caballos, que acompañó a Cafrune por los caminos, aconsejó a Leonardo Favio que cantara y hasta cenó en la Sociedad Rural con Charles de Gaulle. En una vieja estancia al costado de la ruta provincial 85 lo encuentro sentado tomando mate en la cocina. Tiene ochenta años y está vestido como el gaucho que es. De refilón mira a su potro, que come despreocupadamente unos yuyos. El sol abraza el horizonte, pronto la noche traerá las estrellas y la fina caricia del rocío. Don Zacarías ha pasado toda su vida en el campo, y la mayor parte de ese tiempo, en compañía de caballos.

      “Hay que darle mucha caricia. Sacarle el miedo; el caballo le tiene miedo al cristiano, hay que dejarlo que agarre confianza. Pero hay caballos rebeldes, como el hombre, que no se dejan domar”, cuenta mientras apura un mate amargo. El hombre no parece tener edad, todos los años se le han venido encima, pero sus movimientos siguen siendo rápidos y certeros. “Nadie me enseñó, siempre fui domador, he entregado caballos en dos meses, pero también se puede tardar entre nueves meses y un año; la clave está en tener paciencia”. Su oficio en tiempos ha era tan importante como hoy ser mecánico automotor. El caballo fue desde siempre el medio de transporte del hombre en el campo, y tenerlos domados, una necesidad.

      La relación entre el domador y el caballo es clara y directa. “A veces, solo a veces, el caballo necesita rigor, pero, si no, con la voz misma ya se calma”. Un pingo domado reconoce la voz de su domador y con su presencia la tensión se relaja. En las sierras de la Ventania y de Cura Malal Zacarías vivió toda su vida; allí, en la altura, oyendo las aguas frías bajando de las vertientes, viendo correr liebres y ciervos. En su arte, ha sido único. Desde 1962 hasta mediados de los ochenta fue una estrella gaucha en la Rural de Palermo. No existe un camino serrano que no haya recorrido, ni estancia a la que no haya prestado sus servicios. Ha perdido la cuenta de cuántos caballos domó en su vida. “Recuerdo al Gato Mancha, un caballo que quise mucho”, afirma mientras ceba otro mate. La presencia de ese pingo se desdibuja en los almanaques.

      Este hombre, que ha visto más amaneceres que el horizonte mismo, continúa trabajando todos los días. Es puestero de la estancia El Recreo, cerca de Coronel Suárez. Tiene cuatro hijos, un bosque que lo protege del viento, leña para la salamadra, las sierras en el horizonte y sus caballos. “Antes no había luz ni radio, no nos enterábamos de nada; a veces mi padre venía con un diario viejo y algo sabíamos. Pero nuestra vida era simple”. La sencillez de la vida de estos hombres es tan rica en historias, siempre desandando caminos, acortando distancias entre los cerros, atravesando arroyos y germinando a través de los años una sabiduría natural que se manifiesta en la tranquilidad de la mirada, en la pausa con la que salen las palabras de su boca. La pava con el agua tibia lo protege de la fresca que se cuela por la puerta.

      “Anduve con Cafrune, dos años. Fue una vida linda estar con él, siempre andaba a caballo. Antes de salir el sol, él ya montaba. Entrábamos a los pueblos, todo siempre a caballo. Jamás manejó un auto. Anduve por todo el litoral. Era muy bueno, algo nervioso cuando se enojaba. No era tan tomador como la fama que le hicieron, pero en algún pueblo ha tomado. Alguna vez se habrá puesto borracho, como a todos nos ha pasado”, recuerda sus años con uno de los mayores próceres de la música campera. Otro capítulo de la vida de Zacarías lo ubica en el cine: trabajó en Martín Fierro, que filmó Leopoldo Torres Nilson en ١٩٦٨, un clásico del cine nacional. “Hice del doble de Alfredo Alcón, me tuvieron cuatro meses en un pueblito cerca de La Plata filmando. Cuando se nublaba no se podía trabajar y Leonardo Favio, que todavía no cantaba, agarraba una guitarra y se largaba con canciones; no estaba seguro si dedicarse a eso, y yo le dije que le metiera nomás. ¡Y mirá qué cantorazo salió!”.

      Monumento al gaucho, Zacarías recuerda la vez que lo invitaron a cenar en la Sociedad Rural; no sabía bien el motivo del banquete, pero a un costado de la mesa adonde él se había arrimado había un francés que todos miraban: era Charles de Gaulle. “Estaba interesado en las cosas nuestras”, y por medio de un traductor le contó la vida en el campo. Hábil en la doma, pero mucho más con sus pies, fue corredor de carreras de atletismo en competencias que se hacían en clubes de pueblo. “Nadie me pudo ganar en los cien metros”. Esa velocidad, sumada a su don de amansar pingos, lo llevó a ser uno de los pocos que se subieron a las sierras a domar caballos salvajes, actividad solo reservada para valientes. “En la estancia Lolén había un alemán que decía que había tenido que irse corriendo de la guerra, un general nazi, loco como la miércoles, siempre tuve la duda si habría sido Hitler o no”. De baja estatura, pelo oscuro y siempre mandando en un idioma extraño, así lo recuerda Zacarías a este personaje que moró en la soledad de las sierras. “Volví al tiempo y nunca más lo vi”, completa su remembranza.

      Una de sus hijas está de visita con un nieto, a la cena llegará otro de sus hijos. Zacarías es quien cocina: “Me salen bien los guisos”. Hasta la tarde estuvo arreglando el burro de arranque de su catango. Si ha domado tantos caballos, arreglar el motor de un auto es una actividad insignificante. A veces sale a manejar su vieja camioneta, pero sus hijos se lo tienen prohibido. Abre la puerta de la cocina y se va a acariciar a su caballo. Lo monta, los dos se necesitan.

      El mundo que se está yendo estuvo formado por esta clase de hombres, leales, trabajadores y, por sobre todo, bien gauchos.

      Daniel Macchiaroli, uno de los últimos artesanos jugueteros del país

      Uno y el universo. Daniel Macchiaroli es uno de los últimos artesanos jugueteros del país. No deben de quedar muchos en el mundo. Vive en El Trigo, un pueblo de cincuenta habitantes del partido de Las Flores. El olvido que tiñe de irrealidad a estas localidades huérfanas es un refugio para su personalidad creativa. No se queda quieto nunca y durante décadas fabricó juguetes de madera y chapa que guarda con mucho cuidado en su galpón construido por los ingleses cuando hicieron el ferrocarril. En su soledad, los crea a escala a partir de su memoria visual, proyectando planos que dibuja en papeles que va encontrando en su “laboratorio”, como llama a su taller, donde una rama de árbol se ha metido por un agujero de la pared. No se entiende que, teniendo tantos años y tantas grietas, este lugar esté de pie. La razón puede comprenderse por la energía de este hombre. Las paredes y el techo de chapa se sostienen por los delicados movimientos de este personaje huraño y meticuloso. “Mi sueño es poder viajar en helicóptero”, confiesa cuando muestra un Chinook de madera al que solo le falta volar, tal es la perfección de su réplica. No quedan muchos más hombres como él.

      La historia de Daniel nos posiciona en un lugar tranquilo, un típico pueblo rural bonaerense, cuyo habitual silencio es interrumpido por una sinfonía de aves. Patos, gallinas y algún caballo remolón transitan por sus calles de tierra, donde se acuna la historia de un lugar que tuvo muchos habitantes; hoy, con cincuenta

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