Doña Perfecta. Benito Pérez Galdós

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Doña Perfecta - Benito Pérez Galdós

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Señor. El mundo de las ilusiones, que es como si dijéramos un segundo mundo, se viene abajo con estrépito. El misticismo en religión, la rutina en la ciencia, el amaneramiento en las artes, caen como cayeron los dioses paganos, entre burlas. Adiós, sueños torpes: el género humano despierta y sus ojos ven la realidad. El sentimentalismo vano, el misticismo, la fiebre, la alucinación, el delirio desaparecen, y el que antes era enfermo hoy está sano y se goza con placer indecible en la justa apreciación de las cosas. La fantasía, la terrible loca, que era el ama de la casa, pasa a ser criada... Dirija Vd. la vista a todos lados, señor Penitenciario, y verá el admirable conjunto de realidad que ha sustituido a la fábula. El cielo no es una bóveda, las estrellas no son farolillos, la luna no es una cazadora traviesa, sino un pedrusco opaco, el sol no es un cochero emperejilado y vagabundo sino un incendio fijo. Las sirtes no son ninfas sino dos escollos, las sirenas son focas, y en el orden de las personas, Mercurio es Manzanedo; Marte es un viejo barbilampiño, el conde de Moltke; Néstor puede ser un señor de gabán que se llama Mr. Thiers; Orfeo es Verdi; Vulcano es Krupp; Apolo es cualquier poeta. ¿Quiere Vd. más? Pues Júpiter, un Dios digno de ir a presidio si viviera aún, no descarga el rayo, sino que el rayo cae cuando a la electricidad le da la gana. No hay Parnaso, no hay Olimpo, no hay laguna Estigia, ni otros Campos Elíseos que los de París. No hay ya más bajadas al infierno que las de la geología, y este viajero, siempre que vuelve, dice que no hay condenados en el centro de la tierra. No hay más subidas al cielo que las de la astronomía, y esta a su regreso asegura no haber visto los seis o siete pisos de que hablan el Dante y los místicos y soñadores de la Edad Media. No encuentra sino astros y distancias, líneas, enormidades de espacio y nada más. Ya no hay falsos cómputos de la edad del mundo, porque la paleontología y la prehistoria han contado los dientes de esta calavera en que vivimos y averiguado su verdadera edad. La fábula, llámese paganismo o idealismo cristiano, ya no existe, y la imaginación está de cuerpo presente. Todos los milagros posibles se reducen a los que yo hago en mi gabinete cuando se me antoja con una pila de Bunsen, un hilo inductor y una aguja imantada. Ya no hay más multiplicaciones de panes y peces que las que hace la industria con sus moldes y máquinas y las de la imprenta, que imita a la Naturaleza sacando de un solo tipo millones de ejemplares. En suma, señor canónigo del alma, se han corrido las órdenes para dejar cesantes a todos los absurdos, falsedades, ilusiones, ensueños, sensiblerías y preocupaciones que ofuscan el entendimiento del hombre. Celebremos el suceso.

      Cuando concluyó de hablar, en los labios del canónigo retozaba una sonrisilla, y sus ojos habían tomado animación extraordinaria. D. Cayetano se ocupaba en dar diversas formas, ora romboidales, ora prismáticas, a una bolita de pan. Pero doña Perfecta estaba pálida y fijaba sus ojos en el canónigo con insistencia observadora. Rosarito contemplaba llena de estupor a su primo. Este se inclinó hacia ella y al oído le dijo disimuladamente en voz muy baja:

      -No me hagas caso, primita. Digo estos disparates para sulfurar al señor canónigo.

      Capítulo VII

       La desavenencia crece

       Índice

      -Puede que creas -indicó doña Perfecta con ligero acento de vanidad-, que el Sr. D. Inocencio se va a quedar callado sin contestarte a todos y cada uno de esos puntos.

      -¡Oh, no! -exclamó el canónigo, arqueando las cejas-. No mediré yo mis escasas fuerzas con adalid tan valiente y al mismo tiempo tan bien armado. El Sr. D. José lo sabe todo, es decir, tiene a su disposición todo el arsenal de las ciencias exactas. Bien sé que la doctrina que sustenta es falsa; pero yo no tengo talento ni elocuencia para combatirla. Emplearía yo las armas del sentimiento; emplearía argumentos teológicos, sacados de la revelación, de la fe, de la palabra divina; pero ¡ay!, el Sr. D. José, que es un sabio eminente, se reiría de la teología, de la fe, de la revelación, de los santos profetas, del Evangelio... Un pobre clérigo ignorante, un desdichado que no sabe matemáticas, ni filosofía alemana en que hay aquello de yo y no yo, un pobre dómine que no sabe más que la ciencia de Dios y algo de poetas latinos no puede entrar en combate con estos bravos corifeos.

      Pepe Rey prorrumpió en francas risas.

      -Veo que el Sr. D. Inocencio -dijo- ha tomado por lo serio estas majaderías que he dicho... Vaya, señor canónigo, vuélvanse cañas las lanzas y todo se acabó. Seguro estoy de que mis verdaderas ideas y las de Vd. no están en desacuerdo. Vd. es un varón piadoso e instruido. Aquí el ignorante soy yo. Si he querido bromear dispénsenme todos: yo soy así.

      -Gracias -repuso el presbítero visiblemente contrariado-. ¿Ahora salimos con esa? Bien sé yo, bien sabemos todos que las ideas que Vd. ha sustentado son las suyas. No podía ser de otra manera. Usted es el hombre del siglo. No puede negarse que su entendimiento es prodigioso, verdaderamente prodigioso. Mientras Vd. hablaba, yo, lo confieso ingenuamente, al mismo tiempo que en mi interior deploraba error tan grande, no podía menos de admirar lo sublime de la expresión, la prodigiosa facundia, el método sorprendente de su raciocinio, la fuerza de los argumentos... ¡Qué cabeza, señora doña Perfecta, qué cabeza la de este joven sobrino de usted! Cuando estuve en Madrid y me llevaron al Ateneo, confieso que me quedé absorto al ver el asombroso ingenio que Dios ha dado a los ateos y protestantes.

      -Sr. D. Inocencio -dijo doña Perfecta, mirando alternativamente a su sobrino y a su amigo- creo que Vd. al juzgar a este chico, traspasa los límites de la benevolencia... No te enfades, Pepe, ni hagas caso de lo que digo, por que yo ni soy sabia, ni filósofa, ni teóloga, pero me parece que el señor don Inocencio acaba de dar una prueba de su gran modestia y caridad cristiana, negándose a apabullarte, como podía hacerlo, si hubiese querido...

      -¡Señora, por Dios! -murmuró el eclesiástico.

      -Si es lo que deseo -repuso Pepe riendo.

      -Él es así -añadió la señora-. Siempre haciéndose la mosquita muerta... Y sabe más que los cuatro doctores. ¡Ay, Sr. D. Inocencio, qué bien le sienta a Vd. el nombre que tiene! Pero no se nos venga acá con humildades importunas. Si mi sobrino no tiene pretensiones... Si él sabe lo que le han enseñado y nada más... Si ha aprendido el error, ¿qué más puede desear sino que Vd. le ilustre y le saque del infierno de sus mentirosas doctrinas?

      -Justamente, no deseo otra cosa, sino que el señor Penitenciario me saque... -murmuró Pepe, comprendiendo que sin quererlo se había metido en un laberinto.

      -Yo soy un pobre clérigo que no sabe más que la ciencia antigua -repuso D. Inocencio-. Reconozco el inmenso valer científico mundano del Sr. D. José, y ante tan brillante oráculo, callo y me postro.

      Diciendo esto, el canónigo cruzaba ambas manos sobre el pecho, inclinando la cabeza. Pepe Rey estaba un si es no es turbado a causa del giro que diera su tía a una vana disputa festiva en la que tomó parte tan sólo por acalorar un poco la conversación. Creyó prudente poner punto en tan peligroso tratado, y con este fin dirigió una pregunta al señor D. Cayetano, cuando este, despertando del vaporoso letargo que tras los postres le sobrevino, ofrecía a los comensales los indispensables palillos clavados en un pavo de porcelana que hacía la rueda.

      -Ayer he descubierto una mano empuñando el asa de un ánfora en la cual hay varios signos hieráticos. Te la enseñaré -dijo D. Cayetano, gozoso de plantear un tema de su predilección.

      -Supongo que el señor de Rey será también muy experto en cosas de arqueología -indicó el canónigo, que siempre implacable, corría tras su víctima, siguiéndola hasta su más escondido refugio.

      -Por supuesto -dijo doña Perfecta-. ¿De qué no entenderán estos despabilados niños del día? Todas las ciencias las llevan en las puntas de los dedos. Las universidades y las academias

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