Doña Perfecta. Benito Pérez Galdós

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Doña Perfecta - Benito Pérez Galdós

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sé lo que ha sido -dijo Licurgo, señalando leve humareda que a mano derecha del camino y a regular distancia se descubría-. Allí les han escabechado. Esto pasa un día sí y otro no.

      El caballero no comprendía.

      -Yo le aseguro al Sr. D. José -añadió con energía el legislador lacedemonio-, que está muy retebién hecho; porque de nada sirve formar causa a esos pillos. El juez les marca un poco y después les suelta. Si al cabo de seis años de causa alguno va a presidio, a lo mejor se escapa, o le indultan y vuelve a la Estancia de los Caballeros. Lo mejor es esto: ¡fuego en ellos! Se les lleva a la cárcel, y cuando se pasa por un lugar a propósito... «¡ah!, perro que te quieres escapar... pum, pum...». Ya está hecha la sumaria, requeridos los testigos, celebrada la vista, dada la sentencia... todo en un minuto. Bien dicen, que si mucho sabe la zorra, más sabe el que la toma.

      -Pues adelante, y apretemos el paso, que este camino, a más de largo, no tiene nada de ameno -dijo Rey.

      Al pasar junto a las Delicias vieron a poca distancia del camino a los guardias que minutos antes habían ejecutado la extraña sentencia que el lector sabe. Mucha pena causó al zagalillo que no le permitieran ir a contemplar de cerca los palpitantes cadáveres de los ladrones, que en horroroso grupo se distinguían a lo lejos, y siguieron todos adelante. Pero no habían andado veinte pasos cuando sintieron el galopar de un caballo que tras ellos venía con tanta rapidez que por momentos les alcanzaba. Volviose nuestro viajero y vio un hombre, mejor dicho un Centauro, pues no podía concebirse más perfecta armonía entre caballo y jinete, el cual era de complexión recia y sanguínea, ojos grandes, ardientes, cabeza ruda, negros bigotes, mediana edad y el aspecto en general brusco y provocativo, con indicios de fuerza en toda su persona. Montaba un soberbio caballo de pecho carnoso, semejante a los del Partenón, enjaezado según el modo pintoresco del país, y sobre la grupa llevaba una gran valija de cuero, en cuya tapa se veía en letras gordas la palabra Correo.

      -Hola, buenos días, Sr. Caballuco -dijo Licurgo, saludando al jinete cuando estuvo cerca-. ¡Cómo le hemos tomado la delantera!, pero usted llegará antes si se pone a ello.

      -Descansemos un poco -repuso el Sr. Caballuco, poniendo su cabalgadura al paso de la de nuestros viajeros, y observando atentamente al principal de los tres-. Puesto que hay tan buena compaña...

      -El señor -dijo Licurgo, sonriendo- es el sobrino de doña Perfecta.

      -¡Ah!... por muchos años... muy señor mío y mi dueño...

      Ambos personajes se saludaron, siendo de notar que Caballuco hizo sus urbanidades con una expresión de altanería y superioridad que revelaba cuando menos la conciencia de un gran valer o de una alta posición en la comarca. Cuando el orgulloso jinete se apartó y por breve momento se detuvo hablando con dos guardias civiles que llegaron al camino, el viajero preguntó a su guía:

      -¿Quién es este pájaro?

      -¿Quién ha de ser? Caballuco.

      -¿Y quién es Caballuco?

      -Toma... ¿pero no le ha oído Vd. nombrar? -dijo el labriego, asombrado de la ignorancia supina del sobrino de doña Perfecta-. Es un hombre muy bravo, gran jinete, y el primer caballista de todas estas tierras a la redonda. En Orbajosa le queremos mucho; pues él es... dicho sea en verdad... tan bueno como la bendición de Dios... Ahí donde Vd. le ve, es un cacique tremendo, y el gobernador de la provincia se le quita el sombrero.

      -Cuando hay elecciones...

      -Y el gobierno de Madrid le escribe oficios con mucha vuecencia en el rétulo... Tira a la barra como un San Cristóbal, y todas las armas las maneja como manejamos nosotros nuestros propios dedos. Cuando había fielato no podían con él, y todas las noches sonaban tiros en las puertas de la ciudad... Tiene una gente que vale cualquier dinero, porque lo mismo es para un fregado que para un barrido... Favorece a los pobres, y el que venga de fuera y se atreva a tentar el pelo de la ropa a un hijo de Orbajosa, ya puede verse con él... Aquí no vienen casi nunca soldados de los Madriles; cuando han estado, todos los días corría la sangre, porque Caballuco les buscaba camorra por un no y por un sí. Ahora parece que vive en la pobreza y se ha quedado con la conducción del correo; pero está metiendo fuego en el Ayuntamiento para que haya otra vez fielato y rematarlo él. No sé cómo no le ha oído Vd. nombrar en Madrid, porque es hijo de un famoso Caballuco que estuvo en la facción, el cual Caballuco padre era hijo de otro Caballuco abuelo, que también estuvo en la facción de más allá... Y como ahora andan diciendo que vuelve a haber facción, porque todo está torcido y revuelto, tememos que Caballuco se nos vaya también a ella, poniendo fin de esta manera a las hazañas de su padre y abuelo, que por gloria nuestra nacieron en esta ciudad.

      Sorprendido quedó nuestro viajero al ver la especie de caballería andante que aún subsistía en los lugares que visitaba, pero no tuvo ocasión de hacer nuevas preguntas, porque el mismo que era objeto de ellas se les incorporó, diciendo de mal talante:

      -La guardia civil ha despachado a tres. Ya le he dicho al cabo que se ande con cuidado. Mañana hablaremos el gobernador de la provincia y yo...

      -¿Va Vd. a X...?

      -No, que el gobernador viene acá, Sr. Licurgo; sepa Vd. que nos van a meter en Orbajosa un par de regimientos.

      -Sí -dijo vivamente el viajero, sonriendo-. En Madrid oí decir que había temor de que se levantaran en este país algunas partidillas... Bueno es prevenirse.

      -En Madrid no dicen más que desatinos... -exclamó violentamente el Centauro, acompañando su afirmación de una retahíla de vocablos de esos que levantan ampolla-. En Madrid no hay más que pillería... ¿A qué nos mandan soldados? ¿Para sacarnos más contribuciones y un par de quintas seguidas? ¡Por vida de...!, que si no hay facción debería haberla. Con que Vd. -añadió, mirando socarronamente al caballero-, ¿con que Vd. es el sobrino de doña Perfecta?

      Esta salida de tono y el insolente mirar del bravo enfadaron al joven.

      -Sí señor -repuso-. ¿Se le ofrece a Vd. algo?

      -Soy muy amigo de la señora y la quiero como a las niñas de mis ojos -dijo Caballuco-. Puesto que Vd. va a Orbajosa, allá nos veremos.

      Y sin decir más, picó espuelas a su corcel, el cual partiendo a escape desapareció entre una nube de polvo.

      Después de media hora de camino, durante la cual el Sr. D. José no se mostró muy comunicativo, ni el Sr. Licurgo tampoco, apareció a los ojos de entrambos apiñado y viejo caserío asentado en una loma, y del cual se destacaban algunas negras torres y la ruinosa fábrica de un despedazado castillo en lo más alto. Un amasijo de paredes deformes, de casuchas de tierra pardas y polvorosas como el suelo, formaba la base, con algunos fragmentos de almenadas murallas, a cuyo amparo mil chozas humildes alzaban sus miserables frontispicios de adobes, semejantes a caras anémicas y hambrientas que pedían una limosna al pasajero.

      Pobrísimo río ceñía, como un cinturón de hojalata, el pueblo, refrescando al pasar algunas huertas, única frondosidad que alegraba la vista. Entraba y salía la gente en caballerías o a pie, y el movimiento humano, aunque pequeño, daba cierta apariencia vital a aquella gran morada, cuyo aspecto arquitectónico era más bien de ruina y muerte que de prosperidad y vida. Los repugnantes mendigos que se arrastraban a un lado y otro del camino, pidiendo el óbolo del pasajero, ofrecían lastimoso espectáculo. No podían verse existencias que mejor cuadraran en las grietas de aquel sepulcro, donde una ciudad estaba no sólo enterrada sino también podrida. Cuando nuestros viajeros se acercaban, algunas campanas tocando desacordemente, indicaban con su expresivo son que aquella momia tenía todavía un alma.

      Llamábase

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