El arte obra en el mundo. Doris Sommer

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El arte obra en el mundo - Doris  Sommer

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con estas historias. Espero que ustedes también sientan su impacto y el deseo de explorar vías poco convencionales para alcanzar un desarrollo ciudadano positivo. No se trata solo de las historias de aquellos artistas que promueven cambios desde arriba o desde abajo, sino también de coartistas en campos adyacentes, que son los que ayudan a convertir estas excelentes ideas en prácticas duraderas.

      Un comienzo

      El arte obra en el mundo se inspira en proyectos artísticos que ameritan una reflexión más sostenida de la que hasta ahora han tenido. Se trata de obras creativas a gran y pequeña escala, que se transforman en innovaciones institucionales. Pensar estas obras es una tarea humanística, ya que las humanidades enseñan a interpretar el arte para identificar puntos de vista, ocuparse de las técnicas, del contexto, identificar los mensajes que compiten entre sí, y evaluar los efectos estéticos. Como parte de su tarea, las humanidades deben entrenar la capacidad de juicio de una manera libre y desinteresada. Esta facultad que conlleva hacer pausas, dando un paso atrás para evaluar mejor una obra determinada, es fundamental para todas las disciplinas. Pero el mejor terreno para la formación del juicio, según la filosofía de la Ilustración, es el despreocupado espacio de la estética. La razón es sencilla: decidir si algo es hermoso requiere dar respuesta a una experiencia intensa y sorprendente, algo que no obedece a principios ni a conceptos establecidos. Por lo tanto, esta decisión estaría libre de prejuicios. Fuera de la estética, los motivos de excitación (económicos, morales, sentimentales e intelectuales) conllevan estructuras y lógicas preexistentes. El juicio estético es un ejercicio de evaluación desprejuiciada, una destreza que la ciencia y la educación ciudadana necesitan tanto como el arte. Por eso la formación humanística contribuye de manera fundamental a la investigación en general y al desarrollo social3. (Al respecto ver el capítulo 3, «Arte y responsabilidad pública»).

      El entrenamiento de libres pensadores se desprende de la enseñanza de la apreciación artística, así como del cuidado de ese mundo que el arte ayuda a construir y realzar. De ahí que la interpretación del arte, la capacidad de valorar su poder para darle forma al mundo, impulsa y sostiene una serie de cambios que son urgentes y necesarios. No se trata de desviar la atención humanística del estudio de los mecanismos de producción y de recepción del arte. Es, más bien, proponer un corolario de la educación cívica y un regreso al origen de la formación humanística y estética.

      A todos nos haría bien considerar el efecto de onda expansiva del arte, que va desde producir placeres inquietantes hasta desencadenar innovaciones. Y reconocer la obra –quiero decir, el quehacer artístico– nos convierte a todos en agentes culturales: los que hacemos, comentamos, compramos, vendemos, reflexionamos, ubicamos, decoramos, votamos, no votamos, o que de cualquier otra manera vivimos vidas que son construidas socialmente. Pero son los humanistas quienes pueden cumplir una misión especial poniendo la estética en el foco de atención, deteniéndose con los estudiantes y los lectores en aquellos momentos mágicos en los que se siente ese placer gratuito que suscita percepciones refrescantes y promueve nuevos pactos sociales. Hay personas aparentemente más pragmáticas, que se apresuran y pasan por alto el placer, como si se tratara de una tentación que nos pudiera desviar del avance de la razón. Parece ser que nos persigue una superstición weberiana –el espectro del protestantismo radical– que supone que el goce es pecaminoso y que obstaculiza el progreso4. Pero una lección que aprendimos de Mockus y de otros agentes culturales nos demuestra, por el contrario, que el placer es una instancia necesaria para alcanzar un cambio social duradero (ver capítulo 1, «Desde arriba»). De hecho, la neurociencia ha confirmado en los últimos años que el placer (la producción de dopamina) también sostiene el aprendizaje de un modo profundo y duradero.

      La pregunta fundamental con respecto a la agencia no es si la ejercemos o no, sino qué tan intencionalmente lo hacemos, para qué fines y con cuáles efectos. El concepto de agente reconoce los pequeños cambios culturales identificados por Antonio Gramsci como armas en la guerra de posiciones donde los intelectuales orgánicos –incluyendo a artistas e intérpretes– lideran movimientos a favor del progreso político y social5. No es suficiente dejarnos llevar por el sueño romántico de un arte capaz de rehacer el mundo. Tampoco tiene sentido renunciar a soñar del todo y dejarnos atrapar por un cinismo irresponsable. Entre las fantasías frustradas y el desengaño paralizante, el activismo creativo es un llamado modesto pero persistente al cambio cívico que se realiza paso a paso.

      El arte, por supuesto, no tiene la obligación de ser constructivo, o de ser bueno o malo en términos éticos. Y, en términos políticos, los artistas han sido progresistas, retrógrados o centristas6. Sin ser necesariamente útil o inútil, el arte es en cambio siempre provocativo, un poco ingobernable, con una energía cuyos efectos son difíciles de predecir. El arte estimula muchas y variadas aproximaciones, lo que permite al crítico amplia libertad para decidir entre ellas a menos que consideraciones extraartísticas interfieran. Si el conflictivo mundo en el que vivimos, azotado por guerras, hambre, desplazamiento, no tuviera la urgente necesidad de intervenciones constructivas, y si las tensiones explosivas no estuvieran apuntando a mayores conflictos (de raza, género, clase, religión, lenguajes, drogas, fronteras, bancos, agua o petróleo), el activismo cultural no estaría, quizás, en primera plana de mi trabajo interpretativo. Si las circunstancias fueran mejores, los proyectos artísticos que se presentan en este libro quizás no existirían, ya que responden creativamente a condiciones que aparentemente no tienen remedio. Pero aquí están estos proyectos intrépidos que interrumpen esas condiciones y estimulan la colaboración entre los ciudadanos. Los invito a disfrutar estas movidas brillantes, lo que implica también participar emocional y éticamente en proyectos que atraviesan y vuelven a cruzar los límites entre el arte y todo lo demás.

      Así como los textos de crítica de arte de Lucy Lippard se identifican con las ambiciones revolucionarias del movimiento de arte conceptual de Nueva York, El arte obra en el mundo se acompaña de grandes artistas para descubrir modelos que inspiran un aprendizaje creativo y público7. De acuerdo con la pragmática recomendación de John Dewey de promover la creación artística entre las mayorías, con el fin de reforzar la democracia desde la base, este libro acoge las contribuciones creativas de muchos participantes activos, que van desde filósofos de la estética hasta cultivadores de vegetales en los jardines de las azoteas urbanas8. Pero es esa cercanía con los grandes maestros lo que les ofrece a los nuevos agentes culturales una experiencia procesada de ensayos y errores y que les da filo provocador a las preguntas que puedan hacer los intérpretes humanistas. Muchos artistas reconocen hoy el vínculo entre arte y responsabilidad, como se puede ver en los casos ejemplares de Alfredo Jaar, Krzysztof Wodiczko y Tim Rollings, por mencionar solo tres de los más destacados. Admirables maestros como ellos toman en cuenta las respuestas prácticas del público a su arte. ¿No deberíamos pedir lo mismo a los intérpretes de las humanidades? Si los humanistas investigamos los procesos creativos y reconocemos el carácter creativo de la interpretación, ¿tiene sentido acompañar a los artistas para preguntarnos cómo actúa la interpretación en el mundo?9 Hay tantas cosas que dependen del modo cómo leemos la literatura, los objetos y los acontecimientos, que es finalmente el comentario el que determina con frecuencia los efectos del arte: «Nada hay bueno ni malo sino en razón de los pensamientos» (Hamlet, 2.2)10.

      Hace más de una década, cuando me di cuenta de que un número cada vez mayor de estudiantes con talento abandonaba la literatura para estudiar algo más «útil» (economía, política, medicina), me detuve a pensar sobre su desamor. Pero para los profesores humanistas, la pérdida del estudiantado, del público o de los recursos, es un sentimiento conocido y al pensar en ello me preguntaba por qué nos estábamos quedando atrás. ¿Es inútil lo que enseñamos? Por supuesto que podemos defender, y de hecho lo hacemos, la enseñanza de la literatura como un asunto serio. Al igual que otras artes, la escritura creativa le da forma a nuestras vidas porque suscita opiniones, deseos privados y ambiciones públicas. En el centro de las prácticas humanas –desde la construcción de naciones hasta el cuidado de los enfermos, desde las relaciones íntimas hasta los derechos y recursos humanos– el arte y la interpretación generan intereses prácticos y exploran nuevas posibilidades. Estas respuestas respetables –pero demasiado conocidas– no impedían

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