Empezar de nuevo. Silvia Hatero

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Empezar de nuevo - Silvia Hatero

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buscando algo fijo. Era muy inquieta y con ganas de buscarme la vida, por lo que por las tardes también encontré trabajo en un gimnasio para dar clases de aeróbic. Pero seré sincera: no tenía ni idea ni me había formado sobre el tema, pero los retos siempre han sido mi fuerte.

      Al cabo de un tiempo encontré un empleo en una empresa multinacional cerca de Terrassa, donde trabajé en el almacén cargando cajas y palés. Trabajé duro y la empresa me ascendió a encargada de exportaciones, pero entonces me topé con otra barrera social, con el machismo. Mis compañeros, todos hombres, no soportaban que podían estar bajo las órdenes de una mujer. El machismo más crudo me atacó de lleno. Con insultos y desprecio. Fue un tiempo duro y tuve que luchar para mostrar que como mujer también podía ocupar un puesto de responsabilidad. La disciplina y el esfuerzo que aprendí en el deporte de élite me resultaron imprescindibles para superar esta etapa.

      En ese tiempo, y siendo muy joven, tomé la decisión de casarme con un chico con el que llevaba varios años de noviazgo, pero el matrimonio no duró demasiado y nos separamos.

      Quise seguir independizada y hablé con Fernando, mi amigo y maestro, para que me ayudara a conseguir un piso de alquiler pequeño y económico. Pero me costaba cubrir los gastos. Tenía dos trabajos, sí, pero no llegaba. Y me surgió la posibilidad de un tercer empleo. Era en una discoteca durante las noches de los fines de semana. Fueron tiempos intensos y duros. Pero quería seguir viviendo sola, sin depender de nadie. Pasé así algunos años, aunque el cansancio iba a más, no tenía ningún día libre y, una noche, casi ocurre una tragedia. Iba conduciendo hacia la discoteca, me dormí al volante y choqué con un autobús. No con una moto aparcada o con un contenedor, no. ¡Con un autobús! Pero salí ilesa, aunque con un susto en el cuerpo que todavía lo recuerdo y me pongo a temblar.

      Una fecha importante se acercaba. Y me hacía mucha ilusión. Se trataba de la boda de mi hermano Rubén, quizá el día más importante de su vida. Pero, sin yo saberlo, también fue uno de los más importantes de la mía, ya que allí conocí al que sería mi marido Sisco. La historia parece la de un culebrón de esos de media tarde, ya que él fue a la boda con su mujer y sus dos hijos. Era el hermano de mi cuñada y, lo más curioso, es que los dos nos dedicamos a buscar información el uno del otro. Así supe que él estaba en proceso de separación. Lo que no sabía es que se quedaba con la custodia de sus hijos Shauny, de cinco años, y Nery, de nueve. Una no elige la persona de la que se enamora. Los caminos de nuestras vidas se cruzaron por algo.

      Mi vida se adentraba en un nuevo reto, ya que mi nueva pareja tenía un hijo y una hija. La situación, de entrada, no parecía fácil, pero esos niños han sido y son una parte importante de mi vida. Se han criado conmigo y con su padre, y los quiero como si los hubiera parido yo. Y sé que ellos a mí también.

      Dejé mi piso de alquiler y me fui a vivir con Sisco y los niños en Montcada i Reixac. Trabajaba en Castellar y me pillaba algo lejos, pero no me importaba.

      Cuando sientes que la persona que has elegido como pareja es la correcta haces planes de futuro con ella. Uno de mis sueños era ser madre. Ya ejercía como tal con Shauny y Nery, pero quería saber lo que se siente estando embarazada. Al año y medio de estar juntos me quedé en estado. El principio del embarazo iba bien, pero empecé a tener subidas de tensión algo anormales y me costaba subir de peso. No tenía nauseas ni vómitos, ni me encontraba mal. Solo se me hinchó un poco la cara, pero los médicos no le daban importancia.

      Cuando estaba de 33 semanas todavía daba clases de aeróbic y me lo pasaba muy bien. El médico solo me prohibió hacer abdominales, pero mi cuerpo respondía muy bien.

      A las 34 semanas de gestación pasé una noche de fuerte dolor de cabeza y fuimos al Hospital de Terrassa. No parecía nada grave, y ni siquiera me atendieron de Urgencia, aunque a los 20 minutos ya estaban por mí. Entonces todo se precipitó y mi estado era muy grave. Los recuerdos se agolpan en mi cabeza: gente moviéndose, ruidos y unas sombras. Las voces ya me sonaban lejanas. Estaba sufriendo un ictus y caí en coma. La situación era límite y los médicos iban de un lado a otro. Fue entonces cuando decidieron hacerme la cesárea para intentar salvar a la niña. Fueron unos minutos de los que yo ya no tengo recuerdos, claro, pero fueron los más trágicos de mi vida, los más complicados. Mi hija nació con un paro cardíaco y, durante unos segundos, le faltó oxígeno en el cerebro. Pero nació. Y vivió, a pesar de que le quedaron algunas secuelas.

      Sisco no sabía dónde acudir. Su mujer se debatía entre la vida y la muerte. Pero otra vida, la de la niña, tampoco era segura. Las dos pendíamos de un hilo, pero tuvieron que separarnos y me llevaron al hospital de Sant Pau, en Barcelona, para que me atendieran especialistas.

      No daba señales de vida. Parecía que no iba a despertar del coma. La información que le trasladaban a mi marido sobre mí no era nada positiva y no se confiaba demasiado en que saldría de ese estado. Pero el quinto día moví un dedo estando presente Sisco, que se lo contó al médico, aunque éste no le creyó. Pero moví el dedo otra vez. En esta ocasión también estaba presente mi madre y, entonces, el doctor incrédulo decidió quedarse y esperar a que volviera a ocurrir. Y ocurrió. Vaya si ocurrió.

      Al abrir los ojos no era consciente de nada. Solo recuerdo estar tumbada en una cama que se encontraba en una habitación muy pequeña y desconocida para mí. Tenía tubos por todo el cuerpo, pero lo más triste es que no recordaba haber estado embarazada e ignoraba que había tenido una niña.

      Fueron 20 días los que estuve en la UCI y allí me dieron la noticia: había sido madre y mi hija Nayeli se encontraba en el Hospital de Terrassa por ser prematura y tener los problemas ya citados.

      La situación se complicaba por momentos y Sisco peleó para que trasladaran a Nayeli y pudiera estar cerca de mí. También propuso que me dejaran ver a la niña una vez al día porque él sabía que sería una gran motivación para seguir adelante. Los médicos accedieron, aunque el tiempo que podían dejarme a Nayeli era muy escaso por su deli­cada salud.

      Me sentía como en una cárcel. Estaba en una habitación pequeña y con horarios para las visitas, que podían quedarse muy poco rato. Era como estar en el rodaje de una película de ciencia-ficción, ya que solo podían entrar dos personas y con unos uniformes verdes, mientras los demás debían conformarse con verme a través de una ventana.

      Estaba todo el día en la cama, mi cuerpo no se mantenía sentado y, mucho menos, de pie. Recuerdo que tanto Sisco como Fernando González, mi amigo y profesor de taekwondo, me daban masajes en las piernas y en los pies. Me sentía muy querida y cuidada, a pesar de que mi cuerpo estaba muy, muy lejos de allí. Una vez al día entraban dos enfermeros y, con una grúa, me levantaban y me sentaban en una silla. Para mí era como estar observando mi cuerpo, pero sin que este aceptara mis órdenes. Mi cabeza funcionaba, iba muy rápida y no entendía qué pasaba.

      El diagnóstico que daban los médicos en ese momento era horrible, ya que hablaban del riesgo de que nunca llegara a mover nada más que mis ojos. Me enteré de esto mucho más tarde, claro, ya que no me lo contaron ni los médicos ni mi marido. Sisco sabía que soy una persona luchadora y que tenía que pasar algo más de tiempo para dar un pronóstico definitivo. Y acertó.

      Gracias a mi amigo Fernando pude ingresar en el Instituto Guttmann, hospital especializado en la rehabilitación de personas con lesión medular o daño cerebral. Había mucha lista de espera, pero otro de los milagros que sucedió

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