El ecosistema del silencio fértil. Eduardo Meana Laporte

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El ecosistema del silencio fértil - Eduardo Meana Laporte Sagradamente humano

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debe hablar’; no buscamos un silencio de miedo, timidez, complicidad criminal, falso recato, ocultamiento de lo difícil u oscuro, de ninguna manera.

       Pero… ambas cosas, palabra humana y silencio humano, van juntas: la palabra significativa nace del humus fértil de un silencio personal introspectivo, que sufre, medita, escucha, y así se hace capaz de su más propia palabra, dicha en su cantar, gritar y dialogar.

       Por eso, en el caminar de estas páginas, buscamos recuperar el lugar maravillosamente fecundo de tu silencio. Que es tu saber estar contigo mismo, con los demás y con Dios, desde la fuente silenciosa de tu libertad e identidad.

       Fuente silenciosa, lugar íntimo, a recuperar… en medio de tantas, tantas palabras que te vocean sus productos, que te dicen sus opiniones, que quieren formatearte desde afuera.

       Sí: esa palabra inflacionada es la expresión devenida en palabrería. Es el falso compartir de lo trivial, un excesivo y abrumador compartir de voces, corrompido en palabrerío.

       Si el silencio hostil o el silencio del miedo están en un extremo del ecosistema humano del encuentro con sentido, la palabrería ocupa el otro extremo. Y en realidad, da su tono al entorno habitual de la mayoría de la gente y las culturas. Ese palabrerío banaliza las cosas con su trivialidad, su vacío de sustancia, su superficialidad. Manipula al otro porque no lo deja al otro ser otro -ni siquiera a Dios lo deja ser Dios.

       Porque discursear en exceso sobre el otro es presumir abarcarlo, es un acto de permanente invasión. El palabrerío mantiene en un lugar funcional la vida: hablo desde opiniones en boga que funcionan como automatismos no discutidos, hablo desde lo prejuzgado y preconcebido que diré siempre en tales y cuales situaciones y ante tal tipo de personas; es la respuesta que ya tengo, la frase que ya sirve, que cae bien o graciosa o utilitaria o que ya funcionó… No me vuelvo a hacer cargo de un emitir palabra más personal y reflexiva, sino que la palabra está en función de un mecanismo inercial, el soltar palabras parece que funciona solo.

       A veces, así se dicen oraciones hasta de la Misa. Y se repiten consejos a los hijos, como formando parte de una inercia ciega que ha tomado posesión de su libertad, el lenguaje despliega su tejido, sus formas… y las personas deben entrar en su lógica, en su cosmovisión. Lenguajes que se meten en vidas ajenas, o que exhiben en demasía lo íntimo, o lenguajes obscenos, o de horizonte sólo materialista, o que dan por sentado que en el mundo “el hombre es lobo para el hombre” y todo se trata de competir y vencerse y supervivir el más despiadado; o lenguajes románticos que se generalizan como único modo de expresar sentimientos… así, subiéndose a formas de hablar que otros diseñan y exportan en sus productos culturales -canciones, series, reality shows, modas de celebridades, ideas de ideólogos, etc.- es posible transcurrir repitiendo palabras ajenas, vivir entretejido en un idioma que no nace de la propia identidad y del propio corazón sapiencial, sino que es parte de una superestructura cultural, comercial, ideológica.

       Y así, se puede vivir como formando parte -siempre conectados, siempre con auriculares, casi como sonámbulos, o pendientes de la televisión y sus figuras y sus chismes- de una matrix.

       Otras veces, este palabrerío superabundante y que acomete a toda hora desde diversos frentes, genera la sensación de pérdida de valor la palabra; esa desvalorización que acompaña a toda devaluación de algo sobre-expandido: pues tanto se multiplica el palabreo, tanto se abusa de declaraciones, frasecitas, opiniones, “posteos”, etc., y es tal el chismorreo y el barullo, que de a poco cada palabra, cada expresarse pierde su valor, como moneda sobre emitida.

       Así lo vemos por ejemplo en la sobreexposición y el sobre habitar en las redes sociales: hay quien gasta su tiempo en comentar cada foto, en escribir acerca de cada nimiedad del acontecer y comentarlo, derramándose en un expresarse acerca de las opiniones… de sí mismo -un opinar que es reactivo ante lo de los demás. Aconteceres nimios y opiniones que, al día o mes siguiente, ya fueron superados por la marea del día a día: fragmentos de intervenciones que se pierden al instante, devorados en redes que enredan, una calidad perdida a cambio de cantidad, pues a veces la búsqueda es la demagógica: la de cantidad de aprobaciones logradas.

       A veces, parece que este tipo de personas está sintiéndose casi en la obligación de comentar cada suceso, como un nuevo tipo humano de comentador universal, que opina sobre todo, aprueba o condena todo como juez universal instantáneo, frente a frases o fotos, generando además la ola absorbente de una dinámica imparable, abrumadora: la de tener que atender esta catarata de espacios, la de vivir desde el personaje que postea, o desde el personaje de las imágenes, o desde esos avatares que ‘somos’; identidades digitales actuando y haciendo y pretendiendo más y diverso de lo que teologalmente somos ante Dios.

       Y paradójicamente, esta espesura donde se promulga una superabundancia de fórmulas de vida y de felicidad es crecientemente un ámbito donde abundan cloacas de odios, de ‘odiadores’, de conspiraciones, y de noticias falsas.

       Y pienso: Qué distinto es el legado de quien se ahorrase esa fragmentación, de quien se retirase prudentemente de estos espacios contaminados… y escribiese un libro, uno solo, sólido y testimonial, creíble y perdurable, pensado y propio, conteniendo su semilla de aporte de vida y sabiduría para el mundo, o al menos para sus hijos y nietos…

       Como decía una vieja canción italiana, traducida a varios idiomas: “Parole, parole, parole…”. Esa canción ironizaba acerca de un presunto amador, que se iba en discursos. Así es la palabrería; pero ¿acaso no es lo que a veces te enmaraña la cotidianidad, amigo que lees? ¿Cuántas veces te reclama una red de palabras, mensajes, avisos, anuncios, que percibes que te sacan de tu eje, te quitan tiempo vital, y te ubican fuera de lo que importa y te concierne de verdad?

       ¿Quién será capaz de reaccionar?

       ¿Quién reconocerá la nostalgia de un logos, de una palabra con sentido, y desconectará todo el palabreo y la vocinglería que aturde?

       ¿Quién reconocerá la Palabra, entre tanta falsificación?

       ¿Quién buscará y atesorará esa moneda de oro, si la fábrica de palabrerío impunemente genera tanta inflación?

       ¿Quién podrá creer que es Testigo y Voz, aquel que vive enredado en su discurso y enredando con palabras que no salvan?

       Y tú… ¿Te atreves a recuperar-te?

       “La vida es un cuento de ruido y de furia, narrado por un protagonista loco”, decía uno de los personajes de Shakespeare.

       Sin llegar a eso… ¿cuánto de tu vida es ‘relato’? Sólo el silencio verifica nuestros discursos, slogans, lemas.

       Cuando hemos perdido el rumbo del silencio, también perdemos la Palabra. Y la reemplazamos por muchas ‘palabritas’. Y nos alienamos en el discurso, relato que es ruido, furia, locura o puro cuento. O a veces, bellas frases, proyectos, evocación del pasado, uniformidad ‘bajada de arriba’ disfrazada de comunión real.

       Alienación, pero convincente, marketineramente disfrazada de comunicación real y necesaria, de socialización, actividad intensa, productiva, comunitaria. Tan, tan lejana de la escucha, del arrepentimiento, del difícil discernimiento que lleva a la conversión; y tan alejada del real encuentro entre personas.

       La alienación deforma: Algunos, como patéticos ‘guasones’ contemporáneos, exhibiéndose en fotos autocomplacientes adonde el alma dolorida de la vida no tiene espesor, siempre autosatisfechos, exitosos y sonrientes, aunque se les ve desde lejos el maquillaje de la felicidad sin inviernos exterior e impostada.

       Otros como fieras bien trajeadas y formas impecables,

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