Otro dios ha muerto. María Casiraghi
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Viajamos a Buenos Aires. Después, en tierra, un solo destino conocido se convertirá en trescientos destinos inciertos.
Ahí está mamá; vino sola, como le pedí. Me abraza y enseguida me dice, estás irreconocible.Habla mientras maneja, sin pausas, me cuenta de mis hermanos, mis sobrinos, del Alzheimer de mi abuela.Yo la escucho enternecida pero sin prestarle mucha atención, como si su voz fuera apenas un acorde de una melodía insípida, que creía olvidada. Miro por la ventanilla un paisaje gris, neblinoso, la costanera está vacía; todavía no han llegado los pescadores de siempre, ni los dueños de los carritos a vender el choripán de los domingos. Todo parece inamovible, salvo el agua extraviándose en la niebla, y dentro de ella, los bagres hambrientos.
Están todos en la casa cuando llegamos. Mi hermano mayor y su mujer, mis dos hermanas con sus maridos y sus hijos, mi abuela, la enfermera que la cuida, y mi tío, el hermano de papá. Desde que papá murió siempre viene en su lugar.A todos les parece normal, pero yo no puedo acostumbrarme. Tal vez porque estuve ausente el último año siento que todavía está vivo.
Mis hermanos se muestran felices de verme y yo intento responder con la misma felicidad. Cuando me acerco a mi abuela, aparta la cara y me mira con desdén, sin preguntar ni siquiera quién soy, por qué estoy acá. Acostumbrados a su enfermedad, todos se ríen intentando aliviar la situación, pero a mí me incomoda y no puedo disimularlo.
-Soy yo, abuela-, le digo. -Tu nieta preferida, la que tiene tus ojos.
Pero ella no hace caso, está vacía. Al verla así pienso en ese síncope de la muerte que es el olvido. ¿Si mi origen puede ser olvidado por alguien de mi sangre, ¿existe entonces tal origen? ¿O acaso todo es un fantasma que pasa por las neuronas, y todas las dinastías, todos los linajes son simplemente ficciones reemplazables?
Nos sentamos en el living a la espera del almuerzo. Aquí, todo sigue intacto, los sillones de terciopelo azul que papá compró en remate cuando yo tenía diez años, las alfombras verdes con búlgaros incombinables, las cortinas tristes como siempre, de un amarillo transparente y desolado, que deja ver a trasluz aquel jardín donde la infancia y la adolescencia no tenían frontera. Finalmente, en las paredes, los mismos cuadros anodinos, malas réplicas de pinturas europeas a las que nunca nadie vio en su original.
Como si yo no estuviera acá, miro a cada uno de mis hermanos, y repito callada sus nombres: Esteban, Mercedes, Belén, y así, de pronto, me parecen todos nombres sin historia, solitarios, y pienso que el desamparo de sus nombres responde a otro vacío, más profundo e invisible, irremediable.
Para almorzar hay ravioles. Nadie se anima a hacer el asado ahora que papá no está, como si en algo se mantuviera todavía una perdida memoria tribal alrededor del fuego, o alrededor de la víctima propiciatoria del sacrificio. Sólo que ahora la víctima ya no es la carne vacuna sino el propio sacerdote, mi padre; el que hacía el fuego, ahora es ceniza. Pienso que era ese fuego tal vez el que hacía circular el diálogo. Sin él, la conversación es forzada, hablamos planos, como adheridos cada uno a su lugar en una fotografía familiar que ha comenzado a ponerse amarillenta y en la que aún no entra la infancia: mis sobrinos bulliciosos, ajenos al paso del tiempo, tapan con sus gritos nuestra desintegración.
De Petrona, no saben nada. De los mapuches tampoco. Mamá pregunta si voy a buscar un empleo fijo. Lo único que quiero es empezar mi tesis, buscaré algún trabajo temporal, contesto. Mamá quiere que me instale allí porque la casa es muy grande. Soy la única hija soltera, las más chica de los cuatro. Me da pena decirle que no, si estuviera papá sería más fácil, pero la verdad es que no quisiera quedarme.
Mis sobrinos me buscan para jugar en el jardín. Armaron una casa con cuatro sillas y unas sábanas viejas. Dicen que yo soy la mamá y ellos los hijos. Tenés que darle la teta al bebé, me dice Sabrina, la menor, y me trae el muñeco que dormía conmigo cuando era chica. Tomo al muñeco entre mis brazos, y pongo su boca en mi pecho, olvidando otra vez el límite entre el juego y la realidad. El muñeco está frío, no se pega a mi piel, no hay leche en mis senos para amamantar.
Quedamos solas, mamá y yo. Te extrañé mucho, Gabriela, me dice. La abrazo en silencio y me quedo así, un rato largo, queriendo reavivar un calor enterrado.Pero me es imposible; estoy fría, rígida, como el muñeco de mi infancia. Y, paradójicamente, esta impavidez afectiva me quiebra.Seco unas lágrimas en su camisa para que no se dé cuenta.
Me refugio en la ducha. Como quien ve irse a un país, me siento a mirar cómo decanta toda esa tierra que llevaba encima. Estoy tan cansada que me acuesto sin cenar.Doy vueltas sobre mí misma y sin hallar una posición para dormirme, desisto. ¡Trepelaimiduam!, me diría Petrona, si estuviera conmigo. “Debes tener tu mente despierta”, traduciría enseguida.
A veces me tuteaba, otras me trataba de usted. Cuando esto último ocurría yo sentía que Petrona se alejaba a una eminencia de su propia persona, más antigua que ella.
La mañana en que me fui, le prometí que volvería. Me tomó las manos y afirmó, con una serenidad desconcertante: usted no va a volver, Gabriela; los huincas nunca cumplen su palabra.
No tenía que irme, como se lo hice entender a Petrona, sino que quise hacerlo, todavía no puedo responderme por qué. En mis veintiséis años nunca me había sentido tan igual a mí misma, así y todo me fui. La vi tejer durante ciento ochenta noches enteras, sin interrupciones, algunas veces hasta con veinte grados bajo cero, no claudicaba nunca.
Una noche, mientras la miraba, le pedí que me enseñara. La verdad es que nunca me había interesado aprender un oficio manual; un poco por mi falta de habilidad y otro tanto por pereza. Pero se lo pedí, así, casi sin querer. Ella estaba deshaciendo una faja que decía le había salido mal y me hizo señas para que la ayude. Mientras la deshilábamos, vi todas estas piezas colgadas, mantas, alfombras, cintos, todos minuciosamente terminados y distribuidos en el espacio con absoluta prolijidad. Cuando terminamos, se sentó en su banquito de madera y empezó a rehacer la faja sobre el telar. “Trabajo mejor en compañía que sola”, me dijo, “además, si quiere tejer, primero debe aprender a mirar”. Me asombró la radicalidad de su entrega, como si el tejido fuera la materialización de algún ser perdido al que estuviera devolviéndole la vida. Cautivada por su perfil, desparejo, abismal, como esos altos acantilados de mar cuyas formas infinitas prueban que el tiempo devasta la intemperie, comprendí por fin lo que me seducía de ella; no me recordaba a nadie.
Mamá toca la puerta. Es Marcela al teléfono. ¿Cuándo llegaste? ¿Por qué no avisaste? ¿Te olvidaste que queríamos ir al aeropuerto? ¿Estás bien? Respondo a cada pregunta con una mentira y después le digo que podemos vernos mañana a la tarde, si tiene ganas. La mentira es mi llave, no se saca uno las malas costumbres tan fácilmente, primero hay que poder decirlas en voz alta, repetirlas hasta sentir asco de uno mismo.
En este caso, lo que le contesté a mi amiga es lo que se dice cuando uno vuelve de un viaje. Hay dos tipos de viajeros, los que miran el mapa y los que miran el espejo: los primeros están viajando, los segundos, sólo están volviendo a casa.
Siempre pasa lo mismo cuando uno se va. Al principio disfruta, aprende, se siente libre. Después, pasado el primer momento, generalmente hacia la mitad del camino, empieza a cansarse, ya no tiene tantos deseos de conocer lugares nuevos, comienza a experimentar el anonimato como una verdad insoportable, y crece en uno el miedo de que la distancia sólo ayude para que los otros nos olviden. Si decidimos seguir andando,