El viaje de César. Emelyn J. Domínguez

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El viaje de César - Emelyn J. Domínguez

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abrupta llegada al mundo puso a prueba la fe y el amor de mi familia. Nací el doce de enero del 2019, en medio de la incertidumbre de la vida y la muerte. Una lección que cambiaría la vida de los que me rodeaban, para siempre.

      “¿Realmente existe Dios? ¿Era esta otra prueba más de fe? ¿Qué hice mal? ¿Por qué nació antes de tiempo? ¿Fue mi culpa?” Mamá estaba enojada, dolida, desilusionada de lo que estaba pasando. Ambos teníamos tantas preguntas y tan pocas respuestas.

      El tiempo pasaba lento. Nuestro mundo se detuvo. Los minutos parecieron horas y las horas, días. Su luz se apagó; y es que nadie espera tener un parto prematuro, cuando debería estar preparando un baby shower, o al menos eso es lo que se acostumbra antes de la llegada de un bebé.

      Según datos de la Organización Mundial de la Salud, en el mundo nacen alrededor de quince millones de niños prematuros (antes de que cumplan la semana treinta y siete de gestación) y la cifra va en aumento. Yo estoy dentro de esas estadísticas. Mis papás me llamaron “guerrero”. Las personas cercanas a mis padres dicen que soy un milagro. Yo todavía no sé si esa definición sea lo más conveniente para mí.

      Antes de mí

      Para llegar a mi alumbramiento, Julio y Emelyn, mis padres, se casaron el nueve de diciembre de 2011. Seis años de novios; como todas las historias de amor, con encuentros y desencuentros. Al final, lograron consolidar una familia.

      No son personas entregadas a la iglesia o a la religión, si bien es cierto que son católicos de nacimiento, pero creen en Dios por convicción. Van de vez en cuando a la misa.

      Tengo un hermano arcoíris, Julem Pilar. Tiene cuatro años. Llegó después de la pérdida de un embarazo previo de mi madre; y es que, de verdad, la vida los ha puesto a prueba muchas veces. Coloquialmente, en mi pequeña familia “están salados”.

      Pero, entre todas esas pruebas que han enfrentado juntos, dos han sido las más difíciles, las que han transformado su forma de ver la vida. La primera, la pérdida del primer hijo. En este punto, para la ciencia, los niños no tienen nombre, no existen. Para dos jóvenes recién casados, era una ilusión, la consolidación de su matrimonio.

      Y para una madre, un hijo deseado existe desde el primer día de la concepción y, cuando los planes se distorsionan, para ella su duelo es como caer a un precipicio sin fondo; de donde solo ella, si así lo decide, puede salir.

      Este episodio me recordó que en la Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales (UCIN) yo era, para algunos, el número de un cunero: “el 306”. Es entendible: nadie se quiere encariñar con un bebé prematuro y grave. En el primer caso, menos les importa un embrión de pocas semanas de gestación, pero a mi madre y a mi padre los marcó para siempre.

      Y la segunda batalla: cuando tuve que dejar el útero de mi madre de manera prematura y sin previo aviso. Después de una visita rutinaria al hospital, mi mamá fue diagnosticada con preeclampsia severa, desprendimiento y descalcificación de placenta; y yo, con síndrome de distrés respiratorio neonatal. Fueron las primeras batallas. Yo no nací: un día, sin aviso, fui arrancado del vientre de mi madre.

      Preeclampsia severa

      Pasaron las horas sin que mamá me viera. Yo sabía que estaba grave. Sentía pesada la mirada. No podía abrir por completo mis ojos. ¿Moriría de un instante a otro?, me pregunté. ¿Así de corta sería mi vida?

      Aún sin saberlo, emprendí mi viaje. Dejé mi cuerpo en la Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales, donde médicos y enfermeras me cuidaban; y acompañé a mamá mientras estaba en recuperación. No podía dejarla sola. Estaba acostada en la cama de hospital unos metros tan cerca, a la vez tan lejos de mí. La melancolía la invadía. Estaba en incertidumbre.

      Aunque de alguna manera podía verla desde un plano distinto, ella a mí no podía verme. Extrañaba su voz y la de papá hablándome de los planes a futuro. Eran como suaves melodías cuando aún estaba en su vientre.

      Quería volver a sentir cómo se emocionaban mis padres cuando me movía en los ultrasonidos. Quería volver a escuchar las canciones en inglés que cantaba mi hermano para mamá. Quería tener la oportunidad de sentir su calor en mis mejillas; que nuestros ojos se encontraran, que no hubiera más tristezas, consolarla con mis frágiles y pequeñas manos. Necesitaba urgentemente esa primera cita pendiente después de nuestra abrupta separación.

      El tercer día en el hospital, mamá presentó un episodio de estrés. La desesperación por no poder conocerme, abrazarme y hablarme provocó que la presión en su cuerpo se elevara. La preeclampsia severa no había desaparecido; una enfermedad silenciosa pero latente. Al sacarme de su cuerpo antes de tiempo, salvaron su vida.

      Una presión de 190/100 no es muy normal. Estaba hinchada de sus manos. Sus tobillos habían desaparecido de la manera exorbitante en que crecieron sus pies.

      A pesar de sus presentimientos, nadie la escuchó. En cada cita en Ginecología, a cada enfermera que la revisaba, le cuestionaba si la hinchazón era un signo de alarma, pero para todos, siempre, estar hinchada era “normal”.

      La preeclampsia es un síndrome que se presenta desde la vigésima semana del embarazo en adelante, durante el parto o el puerperio, caracterizado por hipertensión arterial (niveles normales en presión sistólica es de 140 mmHg y presión diastólica de 90 mmHg) y proteinuria. Esto, según datos de la Secretaría de Salud en México.

      Otros signos de alarma los representan los dolores de cabeza intensos, vómitos después de las veintiocho semanas de embarazo, zumbido de oídos y ver lucecitas. Todos los signos de alarma estaban presentes, pero nadie la previno.

      En el cuarto, la enfermera solo se limitaba a ver el monitor: 140, 150, 170 marcaba la pantalla. Ella iba y venía afligida, tanto o más preocupada que mi abuela materna, sentada a un lado de mi madre y sin saber qué hacer. Después de canalizarla y medicarla, llegó la representante de Trabajo Social, la psicóloga y hasta la pediatra para tranquilizarla.

      Fue entonces cuando entendí realmente la gravedad de una preeclampsia severa.

      –Puedes morir –le dijeron–: un paro cardiaco, crisis convulsiva, un derrame cerebral. ¿Quieres eso? ¿Tienes otro hijo? ¿Qué va a pasar con ellos? –le reprochaban, la regañaban.

      Algo similar había escuchado antes cuando, en la cita de control prenatal, le dijeron que no debería tener más hijos o podía morir. Sé de buena fuente que ella deseaba con todo su corazón tener tres descendientes; pero la vida y los antecedentes de mis hermanos no la ayudaban; y eso que yo aún estaba por nacer.

      Conmigo se fueron las esperanzas de un nuevo bebé. La oclusión tubaria bilateral (salpingoclasia) no era una opción: era una necesidad.

      Entonces, pensé: ellos me querían, me necesitaban. Sería el segundo hijo y, naturalmente, el último. Ahora, ¿qué debía hacer? ¿Vivir o morir?

      Mamá debía estar tranquila. Reflexioné, en mi corto tiempo de haber llegado a la tierra, cómo podemos luchar con nuestras dolencias o nuestros problemas si nos cegamos, si queremos resolver las cosas rápidamente, y entonces, en nuestra desesperación, terminamos solo empeorando la situación.

      Cuando algo no está en nuestras manos, no queda más que tener la capacidad de sufrir y tolerar desgracias, sortear adversidades o cosas molestas u ofensivas, con fortaleza, sin quejarse, ni rebelarse. Eso es la paciencia.

      ¿Qué pasaría con Julem y conmigo si mamá no estaba? Papá nos ama con todo su corazón y nosotros

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