Historias de amor en el tiempo. Claudia Martínez
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—Buenos días, signorina, ¿qué necesita?
—Una habitación y un baño privado, si puede ser, y algo para comer.
—Llega usted al lugar indicado. ¿Su nombre, signorina?
—Me llamo Francesca Rizzo. Soy del sur, de América del Sur, y vengo a especializarme y conseguir un sueño: tocar en la filarmónica de Florencia. Soy violinista
—¡¡¡Qué hermoso!!! —contestó mi regordeta posadeña—, pero es muy raro que una mujer toque ópera, eso es cosa de hombres.
—Voy a intentarlo. Mis padres son de origen italiano y siempre quise triunfar en Italia.
En ese momento entró un niño que se hizo cargo de mi equipaje. Doña Carlotta me anotó en un gran libro de recepción, me preguntó cuántos días me quedaría y le respondí que en principio dos meses.
Terminó de anotarme, le pagué adelantado 100 liras y el niño me acompañó a mi habitación. Entré, era sencilla: una cama, mesa de luz, sábanas limpias y cobertor; un gran ropero con espejos y un baño limpio con azulejos en tonos rosados. Todo muy pulcro. Me bañé, descansé un rato y me fui al comedor.
Doña Carlotta me dio un menú antipasti de entrada, que son pastas con pan con aceite de oliva y jamón de la Toscana, y Panzanella que es tomate picado, un poco de pan duro, cebolla, albahaca, aceite de oliva y vinagre, es básicamente la versión “ensalada de Pappa al pomodoro”, servido con un vino tinto de la región de la Toscana.
Doña Carlotta fue muy amable, preguntando siempre si me hacía falta algo más. Sacié mi hambre y mi sed, agradecí y me fui a dormir una siesta, ya que el viaje me había cansado mucho.
Dormí tanto que me desperté casi al anochecer; me levanté y me puse una blusa blanca, una pollera clarita color beige y un saquito del mismo color. Saludé a doña Carlotta y a las demás personas que degustaban un café y las delicias que allí se hacían. Salí a la calle. Qué belleza sus casas rodeadas de jardines, de majestuosas enredaderas; el clima se prestaba para caminar. Me detuve en una plaza, allí había una pequeña iglesia de estilo gótico de la orden de los franciscanos, muy hermosa. Una gran fuente bautismal estaba casi en la entrada. Me acerqué al altar. Había pocas personas. Me senté y ahí estaba: una bella donna, una mujer cautivante. Sus ojos eran azules y su cabellera rubia, que cubría con una mantilla bordada delicadamente. Llevaba un vestido color lavanda muy hermoso, entallado. Su figura me hacía estremecer. Me arrodillé y recé por mi familia y amigos que había dejado en mi terruño. Ella no notó mi presencia; yo sí, me levanté, me dispuse a salir y me persigné en la pila bautismal. Cuando la vi acercarse a la fuente, me miró y una sonrisa me regaló. A lo que yo respondí con un saludo en mi italiano ¡¡¡buona notte!!! Ella respondió grazzie y partió. Ese acontecimiento cambiaría mi destino para siempre. La iglesia se llamaba Santa Crottse de Florencia. Volví a la posada, comí algo liviano y me dispuse a dormir, pensando en ella.
Al otro día desperté temprano, desayuné tranquila y me fui a la Academia de música de Florencia. Caminé varias cuadras, pregunté a un caballero dónde quedaba. «Una cuadra más, señorita, y ahí queda».
Me apresuré y llegué. Una escalinata larga me esperaba. La puerta grande estaba adornada con bellas flores talladas en la madera lustrada y hermosa. Me dirigí a la recepción y me atendió una señorita.
—¡¡¡Buongiorno, signorina!!!
—Buenos días —contesté en mi italiano escaso.
—¿Qué deseaba usted?
—Saber si puedo anotarme para tomar clases con la filarmónica, ya que soy violinista.
A lo que la joven se rio con una inocente sonrisa.
—Signorina, las mujeres están vedadas para tocar en la filarmónica.
Fue tal mi decepción que me alejé apresuradamente del lugar. Pero mis fuerzas aumentaron al caminar por las calles; me dije «no descansaré hasta lograr lo que me trajo a la bella Italia». Llegué a la Posada. Doña Carlotta me vio, me saludó y me preguntó:
—Hija, ¿cómo te ha ido?
—Doña Carlotta, no aceptan mujeres —y largué mi llanto contenido—. ¿Qué puedo hacer?
—Si usted me lo permite, tengo una idea que quizás ayude. Hace mucho tiempo había aquí un joven que trabajaba en un circo y en forma de pago me dejó toda su ropa: bigotes falsos, barba y sombreros que usaba en el circo. Lo tengo guardado en una bohardilla arriba.
Mis ojos se iluminaron y contesté:
—¡¡¡Sí!!! Magnífica idea, señora mía.
Me llevó al ático, había un espejo amplio.
—Ahí en el baúl está todo.
Se acercó y abrió el baúl. Había camisas, chaquetas, corbatas, bigotes. Todo lo que necesitaba para mi disfraz de hombre. Me probé varios trajes y por suerte era de mi medida aquel joven circense.
Doña Carlotta miraba y me decía:
—¡Signorina, su atuendo de hombre le queda fantástico! Nadie notará que es mujer, excepto por su cabello
—Lo cortaré, ¡¡¡porque vale más la posibilidad de mi sueño que mi cabello!!!
Preparé todo lo necesario y al otro día regresé a la Academia. La noche anterior doña Carlotta me preguntó cómo me llamaría. Francesco Rizzo, le respondí.
Al llegar a la Academia con mi perfil falso, la recepcionista ni se percató que la mujer del día anterior era ese atractivo hombre. Me presenté como Francesco Rizzo y pedí hablar con el director de la filarmónica. A lo que la joven contestó:
—Está en un ensayo, pero después lo atenderá. Si usted quiere, señor, puede pasar a ver el ensayo.
Entré al salón donde se ensayaba y me quedé perpleja con la ópera que estaban ensayando: La Traviata. Los acordes dulces, suaves, la melodía de los violines, me hicieron emocionar.
El director terminó de ensayar y se bajó del escenario. Me levanté del sillón y lo saludé:
—Señor director, ¿podría hablar con usted? Mi nombre es Francesco Rizzo y vengo desde muy lejos a especializarme en su filarmónica
—Vaya, jovencito, cuánta pretensión —se presentó—: Domenico Di Benedetto. Joven, se necesita talento, dedicación, tiempo y mucho trabajo para pertenecer a la más renombrada filarmónica de La Toscana, y me atrevo a decir de toda Italia. Pero debido a su entusiasmo, véame mañana para una prueba. Sea puntual: 9 de la mañana. Lo espero, joven.
Nos dimos un apretón de manos y él prestó atención a mis manos “¡suaves para ser hombre!”. Retiré mi mano y me fui rápido. Caminé velozmente hasta la posada. Doña Carlotta me esperaba impaciente. Entré y me preguntó:
—Hija, ¿cómo te ha ido?
—Por favor, doña Carlotta, Francesco para los demás.
—Está