La condición perversa. Marcelo Barros

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la masturbación es algo que insiste. ¿Hay algo más insistente que lo idiota? En cuanto a la ex-sistencia, empecemos por considerar qué quiere decir Lacan cuando afirma que el goce fálico es un goce absoluto. Eso no implica que sea grandioso, o superlativo. “Absoluto” significa separado de. El goce fálico es, entonces, un goce separado del sistema del sujeto, que es lo que se postula en de De un Otro al otro. (6) Nuevamente, es algo que no se conecta con el Otro, sólo que esta vez se trata de la cadena de significantes. Se pone en juego un significante que no conecta con el significante que habría de seguir. Dicho de otra manera, es impar, y como tal, no hace pareja. Con nada. Por eso implica discontinuidad, corte. Se manifiesta como autónomo e inasimilable por el conjunto de los demás significantes. Así, en el mismo lugar (7) se dirá que el falo es el significante que agujerea al Otro.

      Por esta desconexión respecto del Otro –en todos sus niveles– este goce es el goce culpable. También lleva consigo el fracaso. La situación es la del que querría salir del pantano, y se hunde cada vez más con cada intento que repite. Con cada uno. Nadie se salva solo. Lo destacable es que si esto está presente en todos y todas, la prohibición no afecta de la misma manera a varones y mujeres. Será en Causa y consentimiento (8) que J.-A. Miller reconoce que la prohibición que exige al sujeto renunciar a su goce autoerótico y abrirse al Otro (en el amor, en la inserción social, y en la palabra), “recae de manera especial sobre el varón”. ¿Por qué? Esa función parasitaria que infecta los cuerpos tiene preferencia –por así decirlo– por el cuerpo masculino. Y esto no tiene que ver con la testosterona, sino con la función significante que recorta –anatémnein– los cuerpos de diferente manera según su configuración imaginaria, que servirá de material significante. Por eso en La angustia Lacan reconoce que, incluso a pesar de él mismo –de él, Lacan–, Freud no estuvo tan errado al decir que “la anatomía es el destino”. Ver en esa frase un esencialismo o un naturalismo cualquiera es no haber entendido nada.

      Los Ensayos de Montaigne muestran al varón de antaño tan preocupado como el de hoy por las malas pasadas del pene. El autor no se engaña –como la modernidad– con zonceras orgánicas, y no vacila en atribuir la impotencia a las tretas de la fantasía. Por eso el ensayo se titula “De la fuerza de la imaginación”. Ahí resalta la particular indocilidad del miembro, que rehúsa las solicitaciones mentales y manuales de su portador. Al contrario, se pone en actividad cuando éste lo halla inoportuno. La agudeza del ensayista reconoce que esa rebeldía puede ser común a muchas otras partes del cuerpo, y nos recuerda que a veces los cabellos se erizan a nuestro pesar, así como la cara enrojece en el mal momento. Todas las partes del cuerpo pueden traicionar al yo. Pero Montaigne juega con la ficción de que ellas, esas partes, le han echado la culpa al miembro viril de lo que es una falta común a todas. Es el símbolo de la desavenencia entre el yo y el cuerpo. Es por esta objeción a la soberanía del narcisismo que la masturbación es un intento por controlar lo que no se puede controlar. Por eso Lacan dirá en La transferencia que la tarea para el varoncito es tachar esa parte corporal de su imagen especular. Y lo vemos en la impotencia masculina. Cuanto más atento está él a la performance de su “cosa”, peor le va.

      Una novela de Alberto Moravia se titula Yo y él. El héroe mantiene discusiones con ese partenaire sintomático que es su miembro. Sostienen el conflicto entre lo que se quiere y lo que se desea. El sujeto quiere una cosa, pero las rebeldías de su pene muestran un deseo que apunta a otra. La transferencia (9) nos dice que el verdadero sentido del acceso del sujeto a la fase genital –fálica– no reside en una maduración natural, sino en llegar a tener la experiencia del deseo como algo que no se demanda, y que, como tal, apunta a lo que no se pide. El falo corta la cadena de significantes, de la que está hecha toda demanda. La neurosis obsesiva se resiste a esto con angustiada obstinación.

      La Epístola de Santiago, III, 2–10, no hace referencia al pene, sino a la lengua. La nombra como un pequeño miembro de nuestro cuerpo que sobresale por su carácter indomable. Nadie, nos dice Santiago, es capaz de domar su lengua. Agrega que tal persona, si existiese, sería un ser perfecto capaz de ejercer un control absoluto sobre su cuerpo. Pero la lengua nos hace caer, en el sentido teológico. En psicoanálisis nos referimos al tropiezo, y el “tropiezo” siempre es sexual. El apóstol apunta que de la lengua vienen los rezos, pero también las maldiciones proferidas contra Dios. Muchos hombres querrían hacerse un nudo en la lengua, y más abajo también. De ese órgano que supuestamente sería instrumento del lenguaje, el autor nos dice que no somos los amos, sino los esclavos. Esclavos del lenguaje. La lengua es elevada a la dignidad del significante falo, como ese punto en el que se revela la inadecuación, no ya entre el yo y el cuerpo, sino entre el cuerpo y el orden simbólico. Así, el autor nos habla del órgano del pecado, de la parte maldita del cuerpo cuyos usos están vinculados al mal. No es éste un pensamiento de curas. Lacan nos dice con toda claridad en Aún (10) que el goce fálico es el goce que no conviene, el inconveniente. Y recuerda que la etimología iguala lo inconveniente con lo indecente.

      Pese a lo que digan muchos lacanianos, la parte maldita del cuerpo es el falo. En De un discurso que no fuera del semblante, (11) se nos dice que es nuestro “lado vergonzoso”, el que “no se dice en lo que concierne a un hombre”. Vale también para la mujer. Si ella, o cualquiera, guarda un “secreto”, ahí está el falo. Lo maldijo la tradición judeocristiana y es maldito para el neopuritanismo progresista que prolonga ese rechazo. Sus metáforas idealizadas, sus exaltaciones, velan un origen de deshonra. Si la mujer ha sido y es objeto de escarnio, censura, y maldiciones, es en la medida en que su cuerpo es un avatar privilegiado de ese significante de lo indecente y lo inconveniente. Todo lo que a ella se le ha prohibido, tiene relación con el falo. No se apedrea a las místicas, sino a las putas, y esto va más allá de la que ejerce, voluntariamente o no, la prostitución. Se sigue hoy censurando a las mujeres que viven su sexualidad fálica como les da la gana, y con ganas. Sobre todo ganas de eso. Ni las feministas se lo perdonarán. Le arrojarán piedras de lástima. El falo es el significante de lo prohibido, y el miembro viril es, por decirlo así, la zona roja del cuerpo. ¿Qué le da ese ambiguo privilegio? Lacan lo dice, y es el poder ser excluido. Una zona roja es una zona diferenciable del todo. Por supuesto, hay muchas partes del cuerpo que pueden ser zonas rojas, “pudendas”, también la vagina. Cuando lo son, es porque dejaron de ser lo que son para ser tomadas por la función fálica. Toda vez que el sujeto se avergüenza de una parte de su cuerpo, cualquiera sea, ahí está el nudo entre el falo y la castración.

      Hay analistas que tienden a una versión reciclada de la “psicología del yo”, para no figurar en el abominario de la inquisición progresista. Ya Lacan en El deseo y su interpretación (12) observaba que el deseo sexual era objeto de un progresivo ocultamiento en el medio psicoanalítico. El punto fuerte del debate es el falo, tanto en el seno del psicoanálisis como en el del feminismo o cualquier otro discurso que considere las relaciones eróticas entre las personas. Un frenesí nominalista exige rechazar el anclaje corporal de nuestros conceptos. Como Freud ya lo anunciara en El malestar en la cultura, el sujeto moderno se cree un dios. Y un dios no puede estar sexuado. Por eso bajo la pretendida pluralidad de sexos, o de la no menos pretendida a-sexualidad, no domina otra cosa que el narcisismo, y la posición de ser el falo de la madre. El sexo, en cambio, es castración, según su etimología lo confirma. Proviene de secare, “cortar”. Por eso en El deseo y su interpretación (13) se nos dice que el falo es el objeto privilegiado para designar el corte. Es lo que castra, y por ello el progresismo emprende su cruzada contra el falo en tanto es lo real del sexo. Se promueve el significante género, y ya se sabe que el género es una “sexualidad” sin el falo. Vale decir, es la negación de lo sexual. Pero para Lacan el falo no instala ni naturalismos ni binarismos. El falo es lo que impide la bipolaridad, la complementariedad y sobre todo la relación sexual. Lacan lo explicita con todas las letras en el Seminario 16 (14) y en el Seminario 18 (15). La sexualidad de todos y todas se organiza en torno a lo que impide que dos –dos de lo que sea– puedan ser uno. Es la verdadera manzana de la discordia. Si eso que Lacan advierte es verificable en la clínica, la crítica progresista no deja de tener alguna razón al señalar que, con todo, hay dos lados de las fórmulas de la

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