El atajo. Mery Yolanda Sánchez

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El atajo - Mery Yolanda Sánchez

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única luz de mis ojos: la esperanza que invento.

      Guapi, aterrizaje sin contratiempo. A muchos los esperan. Otros hacen fila para ser espulgados. Siento un susurro de dudas en el viento que me toca. Algunos hombres están armados. En sus expresiones esconden algo, buscan el miedo de los recién llegados. El mundo empieza a ser una tela que se hunde en el fondo de una hoguera. Tomo un campero que va al puerto.

      Varias personas hacen círculo a mi alrededor y de nuevo las preguntas, la mirada que intimida: Hoy no saldrá transporte para El Charco. Un joven muestra sus ojos de odio y no entiendo por qué. Voy a una tienda, pido desayuno. El joven se ubica al otro lado de la calle sin dejar de mirarme. Después entra, se sienta con un policía, hablan. Pago y le pregunto al muchacho si me puede ayudar con el morral. Me deja en el muelle y se aleja, en seguida se acomoda en un montículo de tierra, insiste en no perderme de sus ojos. Varios hombres se organizan en contubernio. Mi pensamiento en la profundidad del agua. Reconozco a los hombres del interrogatorio en Palmira, ahora beben whisky y con tono áspero gritan que pronto viene el correo.

      Más que objetos personales, mi equipaje son materiales para los encuentros con la comunidad. Catálogos pesados y sin póliza de seguro, para cuidar más que mi crema dental en baño ajeno. Llevo el contrapeso a la fatalidad, quizás un tanto de pan para el equilibrio.

      Es mediodía. Se vislumbra una embarcación, los hombres ahora ríen y dicen que es el correo. Los de la parte alta: ¡Tiene que irse! Y les contesto que sí. Sí, es la lancha del correo. Su conductor baja, entrega unos paquetes y conversa en secreto con los hombres que siguen mi ruta desde el Valle del Cauca. Trato de negociar el valor del transporte. Con rabia, los del whisky en coro: ¡Súbase, váyase! Y sus gritos me lanzan a la lancha.

      Hemos recorrido diez minutos y pasa el transporte público. No digo nada. En ese momento un rencor podría incomodar al lanchero. Disfruto la naturaleza. El señor, que ahora tiene mi vida en sus manos, va inquieto, rápido. Huele mi miedo.

      Estamos en altamar. La lancha salta por el paso de las pirañas. Sus ocupantes, con trajes camuflados —muñecos articulados, pequeñitos—, reacomodan los cañones. Muerdo la prótesis; si no la llevara, mis dientes habrían caído. Este molesto pedazo de plástico no dejó escapar el miedo por mi boca.

      A lo lejos, un pueblito. El lanchero dice que es Santa Bárbara Iscuandé. Por la ruta que vamos no podemos llegar a su puerto; está custodiado por los hombres Infantes de la Marina.

      Primero nos miran, luego apuntan y se van contra nosotros. Las olas nos elevan, nos tiran de los vestidos. Adentro tomarán las coordenadas, guardarán en sus equipos de cómputo la copia de un rostro con las mandíbulas trabadas. Cierro los ojos y espero caer. No encuentro mis pies en el piso de lata. El corazón se queda arriba, en la ola. No debo mirar atrás, pueden abrir la ventana de sus vientres y comernos. Cruzan por el otro lado. El lanchero es más rápido y por el momento no se escuchó una orden, ni una sirena. Solo husmean.

      CUATRO

      Con ansiedad atravieso El Charco. Cada paso es andar en agua caliente. Saludo y nadie contesta. Sus rostros se mueven al compás de mis acciones. Hay viejos con torsos desnudos y vuelvo a papá. Y en las mujeres está mamá. Freno el pedal de su costura. Era un misterio que ella pudiera mover una rueda con sus pies para sacar los trajes que se lucían en celebraciones especiales. Un ligero dolor en la garganta. Nada se mueve y quienes caminan lo hacen con tal cansancio que es fácil medir su motricidad. Sí, es otra la velocidad, otro el sentido de la quietud.

      Extrañé el vaso de agua, mi familia y mis amigos. Ese tinto al ser acogidos en el goce de una conversación.

      Busco al alcalde. Aparece un señor grande cuidado por dos que llevan ametralladoras. Evitó recibirme en su despacho. Se mostró molesto por mi visita y exigió que las capacitaciones no fueran en San Andrés de Tumaco. Aclara que los municipios del litoral deben tener una atención especial e independiente. Miro a sus acompañantes y aparece un tic en mi ojo izquierdo. Jamás había tenido tan cerca personas armadas. Luego de la intervención del funcionario, quien sustentó de manera reiterada la pobreza de la zona, llamaron a sus amigos para conformar el comité de lectura.

      Al encuentro llegó una monja que nadie vio ni escuchó. Estaba tan enredada con Dios que no entendió nada. Tomó nota y revisó mi presentación. Pedí otra reunión, con maestros, con jóvenes, pero fue imposible. Empezaba a vivir en permanentes actos fallidos.

      El puerto se convierte en un patio para jugar. La embarcación se mueve y yo en su vaivén. Papá salta entre los peces muertos. Ahora se hunde, muestra las puntas de sus dedos. Flota su camisa aún con el cuello almidonado. Al otro lado, el señor A. juega en el trapecio. ¡No! Alguien lo cuelga hasta sacarle la lengua.

      CINCO

      Debía hacer un triángulo con base en El Charco para desplazarme a Santa Bárbara Iscuandé y La Tola. Aprendí que la logística para el transporte debía hacerse con mucha anticipación.

      Hombres en las puertas de las tiendas agotan, en voz baja, las últimas historias. Consulto la salida de las lanchas y otra vez las interpelaciones. No, yo vengo… y devolver la página para revisar el texto preparado según la locación. Un nudo en mi cuello repite el sentido de mi presencia y amenaza con ahorcarme. Esa esquina difiere de los principios de diversidad y pluralidad, corta con su filo el doblez de mi pierna derecha.

      Voy de un lado a otro en busca de salida. Nada. No responden y si lo hacen, contestan algo que no he preguntado. Concluía respuestas por su gestualidad. Esconden sus ojos de los míos. La desconfianza es el primer mandamiento. En varias oportunidades intenté sonreír. Quizás mi actitud se leía como un destello de terror.

      Pocas veces se interactúa cuando se viaja. La sospecha es mutua. Conocí a un señor de Misión Médica quien, después de mis lamentos: No se preocupe por el salvavidas que le han robado, solo sirve para encontrar los cadáveres, si no se sabe nadar con el mar, no hay nada que hacer.

      Me advirtió que tenía pinta de pertenecer a la guerrilla. ¿Por las botas? ¿Por el pantalón? ¿Por las gafas? ¿Por el cabello largo? No, porque en la guerrilla es que hay personas como usted, bueno, de su color.

      El médico quiso seguir su parlamento, pero en ese instante se nos vino encima una lancha como si fuera perseguida. Quedamos enterrados en el monte para evitar el choque. Incidentes como este eran tan frecuentes que terminé por acostumbrarme.

      El señor A. leyó en una hoja que cayó en sus pies sobre alguien que viajó en una máquina y cruzó el miedo entre la realidad y la ficción. Que en adelante no tuvo preocupaciones porque sabía que cualquier día quedaría en el fondo, con una ostra en el fuego del agua o en la lectura de nuevas rutas por la jungla.

      La provincia es de afrodescendientes y están a la derecha, de cara a algo entre río y mar, a manglares y esteros, a algo indefinido, no preciso. Están de cara a qué, no sé. Segunda advertencia: no preguntar.

      SEIS

      Entregaron la ruta y nadie preguntó si tenía dieta de vegetales, si sabía nadar o padecía alguna alergia. No tuve oportunidad de hablar con mamá. Ella contestaba por los hombres asesinados en su puerta. Hacía varios días acudía, apoyada en sus ochenta y ocho años, a la fiscalía para responder la misma pregunta: Señora, ¿qué escuchó? Y se limitaba a repetir: Un pum, pum, pum, que terminó por volverse un ritornelo. Ya no cantaba tangos como en otras épocas. Ahora solo coreaba los golpes secos que le dejaban al otro lado de su cama.

      Pedimos algún documento que nos acreditara como tutores, no fue posible. Se nos dijo que podía ser contraproducente decir que se iba de parte del Gobierno.

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