El viajero de los tiempos. Maryta Berenguer

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El viajero de los tiempos - Maryta Berenguer Serie amarilla

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la casa. Al menos, a mí, me tenía fascinado. Los jamones colgaban en la penumbra como si fueran seres extraterrestres listos para emprender un vuelo, sobre los platos que colgaban debajo de ellos y que, en realidad, eran para recoger la grasa que soltaban durante el tiempo de curado.

      También formaban fila los frascos de aceitunas negras y verdes, los morrones llamados por mi abuelo pimientos piquillos. Además, se alineaban los quesos con sus formas redondeadas ocupando estanterías de madera que iban de punta a punta de la despensa y las bolsas de galleta de campo que a medida que pasaban los días, se hacían más y más crujientes, ideales para embadurnarlas con manteca y dulce de leche. También colgaban, desde las vigas del techo, chorizos que los llamaban pecheras porque se parecían a un collar, bondiolas, salchichones y mortadelas.

      Las botellas de vino dormían acostadas apuntando con sus corchos a quien entrase a la despensa.

      Papá, como buen médico, vivía aconsejando a todos cómo se debe comer y lo que se debe evitar, pero aseguraba que un vaso de vino al mediodía y otro a la noche eran buenos para la salud, sobre todo, si el vino es tinto.

      Yo tomaba gaseosas porque todavía era chico para tomar vino. Mi comida preferida era el asado que preparaba mi abuelo los sábados al terminar de reunir la hacienda en el corral.

      La parrilla entonces parecía chirriar al ritmo de las brasas que lentamente iban dorando los chinchulines, las morcillas, los chorizos colorados y blancos, el vacío, las costillitas de ternera y el cordero que mi abuelo hacía siempre a la cruz.

      —Cordero, eso es lo que vamos a comer esta noche porque vienen los Larsson a cenar –dijo mi madre como si hubiera adivinado mis pensamientos–. Vas a traerme una bolsa de papas porque a ellos les gustan mucho las papas fritas como yo las preparo y veo que se están terminando.

      Me sonrojé pensando en Ingrid Larsson, la menor de la familia. Ingrid vivía con sus padres y su hermano en el campo vecino, lindero al Monte del Indio. Teníamos la misma edad y era hermosa. Era de mi estatura y a diferencia de mis cabellos lacios castaño oscuro, ella tenía su cabeza cubierta de rulos color oro, ojos muy celestes y dos hoyuelos que se le marcaban cada vez que sonreía. Nos veíamos solamente en el verano y, a veces, en las vacaciones de invierno. También coincidíamos en septiembre cuando se festejaba el día de la primavera. Este año Ingrid estaba muy cambiada. Me trataba con frialdad y se hacía la que no me veía.

      —Tu abuelo necesita que le compres un martillo y una pinza. Decile a don Antonio que lo anote en la cuenta. Juan, tratá de no olvidarte de nada porque cada vez estás más distraído.

      Miré a mamá y ella me miró. Luego de algunos segundos me contestó sin que yo le hubiera preguntado nada. Era su especialidad: contestarte antes de que le preguntes.

      —Juan, desde ya te digo que no podés manejar solo la camioneta. Te prometo que la semana que viene vas a conducirla si tenemos que ir por el camino que bordea el campo que tiene poco tráfico. Hoy vas a usar el sulky. Llevátelo a Max que ya lo escucho que está rascando la puerta para entrar.

       3. En camino

      Max era mi mascota, mi perro, mi amigo. Mi abuelo lo había encontrado de cachorro en el monte, medio muerto de hambre. Era el típico perro criollo, de pelaje marrón y con algunos manchones negros y blancos. Flaco, de mirada aparentemente mansa, incansable y muy ágil, era capaz de hacerle frente a cualquier animal. Yo lo había visto luchar con un enorme dogo argentino y si no hubiera sido porque los separaron, el dogo hubiera pasado a mejor vida. Era muy veloz para saltar y morder la yugular del enemigo, pero también era rápido para demostrar su cariño y su fidelidad.

      Cuando abrí la puerta, el viento y Max me hicieron tambalear.

      Afuera, el viento me despabiló completamente. Mi abuelo me esperaba con el sulky preparado y con Mancha, relinchando de alegría.

      Mancha era la yegua más viejita del campo. Desde siempre, había sido la encargada de llevar y traer a todo el mundo en el viejo carro de dos ruedas que llamábamos “sulky”, como si fuera uno de esos elegantes vehículos ingleses que se ven en las películas.

      Mi abuelo me tendió su mano reseca que parecía de cuero, ayudándome a subir al pescante.

      —Juan, tené cuidado que hoy parece que van a volar las piedras –me dijo con una expresión de preocupación.

      —Quédate tranquilo, abu, que apenas hay una legua que recorrer –le contesté usando su lenguaje campero para darle tranquilidad.

      Unos segundos después, Max, con su carita marrón y blanca de perro “poco aristocrático” se acomodaba a mi lado.

      Al grito de “¡Vamos, Mancha...!” los tres nos dirigimos hacia la salida en medio de un viento muy fuerte.

      El camino al pueblo era de tierra dura y seca porque en esa época del año, las lluvias eran escasas.

      A medida que nos alejábamos, el viento se tornaba más amenazante. Parecía como si de pronto el lugar se estuviese transformando en algo desconocido. La atmósfera se enturbiaba por el polvo y los pajonales comenzaban a rodar hacia nosotros, dificultando el galope de Mancha.

      Cuando llegué a la tranquera de los Larsson, sentí miedo. Un escalofrío me sacudió el cuerpo y Mancha no quiso seguir quedándose inmóvil en el medio del camino.

      Entonces pensé en mi papá, que había viajado a Bahía Blanca el día anterior, porque tenía que hacer una operación antes de cerrar su consultorio hasta febrero.

      —¡¿Por qué no estará mi viejo?! –dije en voz alta recibiendo un ladrido como respuesta.

      De pronto, algo comenzó a dibujarse en el fondo del camino mientras un ruido extraño comenzaba a aturdirme.

       4. El tornado

      A lo lejos una columna de polvo parecía llegar hasta el cielo.

      —¡Un tornado! –grité mientras Max, muerto de miedo, se enrollaba entre mis piernas y Mancha movía el sulky con sus temblores.

      Debido al viento las hierbas altas se enredaban en el alambrado y en los postes de la luz mientras la polvareda hacía imposible ver el campo de los Larsson situado a pocos metros de donde yo estaba.

      Por un momento me imaginé a Ingrid sonriendo burlonamente al verme tan asustado.

      Recordé las advertencias de mi abuelo al salir y su cara de preocupación, mientras el tornado se iba acercando a una velocidad cada vez mayor. Entonces cerré los ojos y me tiré en el fondo del sulky esperando lo peor. Pasaron los minutos y nada sucedió.

      Estábamos exactamente en el mismo lugar en medio del camino y no volando por el aire como me imaginé que nos iba a pasar. Desde el fondo del sulky, Max me miraba con una expresión de desconcierto. Parecía preguntarme qué había pasado. Si hubiera entendido le hubiera dicho que la columna de tierra había cambiado el rumbo en una curva de noventa grados y se dirigía como un torbellino hacia el Monte del Indio.

      De pronto se

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