Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas. Benito Pérez Galdós
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - Benito Pérez Galdós страница 60
—Soy pobre, señora —refunfuñó Izquierdo con la sequedad de siempre—. No me quieren colocar... por decente...
Iba a seguir espetando el relato de sus cuitas políticas; pero Jacinta no le hizo caso. Juanín, cuya audacia crecía por momentos, atrevíase ya nada menos que a posarle la mano en la cara, con muchísimo respeto, eso sí.
«Te voy a traer unas botas muy bonitas» le dijo la que quería ser madre adoptiva, echándole las palabras con un beso en su oído sucio.
El muchacho levantó un pie. ¡Y qué pie! Más valía que ningún cristiano lo viera. Era una masa de informe esparto y de trapo asqueroso, llena de lodo y con un gran agujero, por el cual asomaba la fila de deditos rosados.
«¡Bendito Dios! —exclamó Rafaela rompiendo a reír—. ¿Pero Sr. Izquierdo, tan pobre es usted que no tiene para...?».
—Solutamente... —¡Te voy a poner más majo...!, verás. Te voy a poner un vestido muy precioso, tu sombrero, tus botas de charol.
Comprendiendo aquello, el muy tuno ¡abría cada ojo...! De todas las flaquezas humanas, la primera que apunta en el niño, anunciando el hombre, es la presunción. Juanín entendió que le iban a poner guapo y soltó una carcajada. Pero las ideas y las sensaciones cambian rápidamente en esta edad, y de improviso el Pituso dio una palmada y echó un gran suspiro. Es una manera especial que tienen los chicos de decir: «Esto me aburre; de buena gana me marcharía». Jacinta le retuvo a la fuerza.
—Vamos a ver, Sr. de Izquierdo—dijo la dama, planteando decididamente la cuestión—. Ya sé por su vecino de usted quién es la mamá de este niño. Está visto que usted no lo puede criar ni educar. Yo me lo llevo.
Izquierdo se preparó a la respuesta.
—Diré a la señora... yo... verídicamente, le tengo ley. Le quiero, si a mano viene, como hijo... Socórrale la señora, por ser de la casta que es; colóqueme a mí, y yo lo criaré.
—No, estos tratos no me convienen. Seremos amigos; pero con la condición de que me llevo este pobre ángel a mi casa. ¿Para qué le quiere usted? ¿Para que se críe en esos patios malsanos entre pilletes?... Yo le protegeré a usted, ¿qué quiere?, ¿un destino?, ¿una cantidad?
—Si la señora—insinuó Izquierdo torvamente, soltando las palabras después de rumiarlas mucho—, me logra una cosa...
—A ver qué cosa... —La señora se aboca con Castelar... que me tiene tanta tirria... o con el Sr. de Pi.
—Déjeme usted a mí de pi y de pa... Yo no le puedo dar a usted ningún destino.
—Pues si no me dan la ministración del Pardo, el hijo se queda aquí... ¡hostia! —declaró Izquierdo con la mayor aspereza, levantándose. Parecía responder con la exhibición de su gallarda estatura más que con las palabras.
—La administración del Pardo nada menos. Sí, para usted estaba. Hablaré a mi esposo, el cual reconocerá a Juanín y le reclamará por la justicia, puesto que su madre le ha abandonado.
Rafaela cuenta que al oír esto, se desconcertó un tanto Platón. Pero no se dio a partido, y cogiendo en brazos al niño le hizo caricias a su modo: «¿Quién te quiere a ti, churumbé?... ¿A quién quieres tú, piojín mío?».
El chico le echó los brazos al cuello.
«Yo no le impido ni le impediré a usted que le siga queriendo, ni aun que le vea alguna vez —dijo la señora, contemplando a Juanín como una tonta—. Volveré mañana y espero convencerle... y en cuanto a la administración del Pardo, no crea usted que digo que no. Podría ser... no sé...».
Izquierdo se dulcificó un poco.
«Nada, nada—pensó Jacinta—, este hombre es un chalán. No sé tratar con esta clase de gente. Mañana vuelvo con Guillermina y entonces... aquí te quiero ver. Para usted—dijo luego en voz alta—, lo mejor sería una cantidad. Me parece que está la patria oprimida».
Izquierdo dio un suspiro y puso al chico en el suelo. «Un endivido, que se pasó su santísima vida bregando porque los españoles sean libres...».
—Pero, hombre de Dios, ¿todavía les quiere usted más libres?
—No... es la que se dice... cría cuervos... Sepa usté que Bicerra, Castelar y otros mequetrefes, todo lo que son me lo deben a mí.
—Cosa más particular. El ruido de la guitarra y de los cantos de los ciegos arreció considerablemente, uniéndose al estrépito de tambores de Navidad.
«¿Y tú no tienes tambor?» preguntó Jacinta al pequeñuelo, que apenas oída la pregunta ya estaba diciendo que no con la cabeza.
—¡Que barbaridad! ¡Miren que no tener tú un tambor...! Te lo voy a comprar hoy mismo, ahora mismo. ¿Me das un beso?
No se hacía de rogar el Pituso. Empezaba a ser descarado. Jacinta sacó un paquetito de caramelos, y él, con ese instinto de los golosos, se abalanzó a ver lo que la señora sacaba de aquellos papeles. Cuando Jacinta le puso un caramelo dentro de la boca, Juanín se reía de gusto.
«¿Cómo se dice?» le preguntó Izquierdo.
Inútil pregunta, porque él no sabía que cuando se recibe algo se dan las gracias.
Jacinta le volvió a coger en brazos y a mirarle. Otra vez le pareció que el parecido se borraba. ¡Si no sería...! Era conveniente averiguarlo y no proceder con precipitación. Guillermina se encargaría de esto. De repente el muy pillo la miró, y sacándose el caramelo de la boca, se lo ofreció para que chupase ella.
«No, tonto, si tengo más».
Después, viendo que su galantería no era estimada, le enseñó la lengua.
«¡Grandísimo tuno, me haces burla, a mí!...».
Y él, entusiasmándose, volvió a sacar la lengua, y habló por primera vez en aquella conferencia, diciendo muy claro: «Putona».
Ama y criada rompieron a reír, y Juanín lanzó una carcajada graciosísima, repitiendo la expresión, y dando palmadas como para aplaudirse.
—¡Qué cosas le enseña usted!...
—Vaya, hijo, no digas exprisiones...
—¿Me quieres?—le dijo la Delfina apretándole contra sí.
El chico clavó sus ojos en Izquierdo.
«Dile que sí pero a cuenta que no te vas con ella... ¿sabes?... que no te vas con ella, porque quieres más a tu papá Pepe, piojín..., y que a tu papá le tien que dar la ministración».
Volvió el bárbaro a cogerle, y Jacinta se despidió, haciendo propósito firme de volver con el refuerzo de su amiga.
«Adiós, adiós, Juanín. Hasta mañana»; y le besó la mano, pues la cara era imposible por tenerla toda untada de caramelo.
—Adiós,