Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas. Benito Pérez Galdós

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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - Benito Pérez Galdós

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aquel reinado fue cuando la casa empezó a trabajar en géneros de fuera, y la reforma arancelaria de 1849 lanzó a D. Baldomero II a mayores empresas. No sólo realizó contratos con las fábricas de Béjar y Alcoy para dar mejor salida a los productos nacionales, sino que introdujo los famosos Sedanes para levitas, y las telas que tanto se usaron del 45 al 55, aquellos patencures, anascotes, cúbicas y chinchillas que ilustran la gloriosa historia de la sastrería moderna. Pero de lo que más provecho sacó la casa fue del ramo de capotes y uniformes para el Ejército y la Milicia Nacional, no siendo tampoco despreciable el beneficio que obtuvo del artículo para capas, el abrigo propiamente español que resiste a todas las modas de vestir, como el garbanzo resiste a todas las modas de comer. Santa Cruz, Bringas y Arnaiz el gordo, monopolizaban toda la pañería de Madrid y surtían a los tenderos de la calle de Atocha, de la Cruz y Toledo.

      En las contratas de vestuario para el Ejército y Milicia Nacional, ni Santa Cruz, ni Arnaiz, ni tampoco Bringas daban la cara. Aparecía como contratista un tal Albert, de origen belga, que había empezado por introducir paños extranjeros con mala fortuna. Este Albert era hombre muy para el caso, activo, despabilado, seguro en sus tratos aunque no estuvieran escritos. Fue el auxiliar eficacísimo de Casarredonda en sus valiosas contratas de lienzos gallegos para la tropa. El pantalón blanco de los soldados de hace cuarenta años ha sido origen de grandísimas riquezas. Los fardos de Coruñas y Viveros dieron a Casarredonda y al tal Albert más dinero que a los Santa Cruz y a los Bringas los capotes y levitas militares de Béjar, aunque en rigor de verdad estos comerciantes no tenían por qué quejarse. Albert murió el 55, dejando una gran fortuna, que heredó su hija casada con el sucesor de Muñoz, el de la inmemorial ferretería de la calle de Tintoreros.

      En el reinado de D. Baldomero II, las prácticas y procedimientos comerciales se apartaron muy poco de la rutina heredada. Allí no se supo nunca lo que era un anuncio en el Diario, ni se emplearon viajantes para extender por las provincias limítrofes el negocio. El refrán de el buen paño en el arca se vende era verdad como un templo en aquel sólido y bien reputado comercio. Los detallistas no necesitaban que se les llamase a son de cencerro ni que se les embaucara con artes charlatánicas. Demasiado sabían todos el camino de la casa, y las metódicas y honradas costumbres de esta, la fijeza de los precios, los descuentos que se hacían por pronto pago, los plazos que se daban, y todo lo demás concerniente a la buena inteligencia entre vendedor y parroquiano. El escritorio no alteró jamás ciertas tradiciones venerandas del laborioso reinado de D. Baldomero I. Allí no se usaron nunca estos copiadores de cartas que son una aplicación de la imprenta a la caligrafía. La correspondencia se copiaba a pulso por un empleado que estuvo cuarenta años sentado en la misma silla delante del mismo atril, y que por efecto de la costumbre casi copiaba la carta matriz de su principal sin mirarla. Hasta que D. Baldomero realizó el traspaso, no se supo en aquella casa lo que era un metro, ni se quitaron a la vara de Burgos sus fueros seculares. Hasta pocos años antes del traspaso, no usó Santa Cruz los sobres para cartas, y estas se cerraban sobre sí mismas.

      No significaban tales rutinas terquedad y falta de luces. Por el contrario, la clara inteligencia del segundo Santa Cruz y su conocimiento de los negocios, sugeríanle la idea de que cada hombre pertenece a su época y a su esfera propias, y que dentro de ellas debe exclusivamente actuar. Demasiado comprendió que el comercio iba a sufrir profunda transformación, y que no era él el llamado a dirigirlo por los nuevos y más anchos caminos que se le abrían. Por eso, y porque ansiaba retirarse y descansar, traspasó su establecimiento a los Chicos que habían sido deudos y dependientes suyos durante veinte años. Ambos eran trabajadores y muy inteligentes. Alternaban en sus viajes al extranjero para buscar y traer las novedades, alma del tráfico de telas. La concurrencia crecía cada año, y era forzoso apelar al reclamo, recibir y expedir viajantes, mimar al público, contemporizar y abrir cuentas largas a los parroquianos, y singularmente a las parroquianas. Como los Chicos habían abarcado también el comercio de lanillas, merinos, telas ligeras para vestidos de señora, pañolería, confecciones y otros artículos de uso femenino, y además abrieron tienda al por menor y al vareo, tuvieron que pasar por el inconveniente de las morosidades e insolvencias que tanto quebrantan al comercio. Afortunadamente para ellos, la casa tenía un crédito inmenso.

      La casa del gordo Arnaiz era relativamente moderna. Se había hecho pañero porque tuvo que quedarse con las existencias de Albert, para indemnizarse de un préstamo que le hiciera en 1843. Trabajaba exclusivamente en género extranjero; pero cuando Santa Cruz hizo su traspaso a los Chicos, también Arnaiz se inclinaba a hacer lo mismo, porque estaba ya muy rico, muy obeso, bastante viejo y no quería trabajar. Daba y tomaba letras sobre Londres y representaba a dos Compañías de seguros. Con esto tenía lo bastante para no aburrirse. Era hombre que cuando se ponía a toser hacía temblar el edificio donde estaba; excelente persona, librecambista rabioso, anglómano y solterón. Entre las casas de Santa Cruz y Arnaiz no hubo nunca rivalidades; antes bien, se ayudaban cuanto podían. El gordo y D. Baldomero tratáronse siempre como hermanos en la vida social y como compañeros queridísimos en la comercial, salvo alguna discusión demasiado agria sobre temas arancelarios, porque Arnaiz había hecho la gracia de leer a Bastiat y concurría a los meetings de la Bolsa, no precisamente para oír y callar, sino para echar discursos que casi siempre acababan en sofocante tos. Trinaba contra todo arancel que no significara un simple recurso fiscal, mientras que D. Baldomero, que en todo era templado, pretendía que se conciliasen los intereses del comercio con los de la industria española. «Si esos catalanes no fabrican más que adefesios —decía Arnaiz entre tos y tos—, y reparten dividendos de sesenta por ciento a los accionistas...».

      —¡Dale!, ya pareció aquello—respondía don Baldomero—Pues yo te probaré...

      Solía no probar nada, ni el otro tampoco, quedándose cada cual con su opinión; pero con estas sabrosas peloteras pasaban el tiempo. También había entre estos dos respetables sujetos parentesco de afinidad, porque doña Bárbara, esposa de Santa Cruz, era prima del gordo, hija de Bonifacio Arnaiz, comerciante en pañolería de la China. Y escudriñando los troncos de estos linajes matritenses, sería fácil encontrar que los Arnaiz y los Santa Cruz tenían en sus diferentes ramas una savia común, la savia de los Trujillos. «Todos somos unos—dijo alguna vez el gordo en las expansiones de su humor festivo, inclinado a las sinceridades democráticas—, tú por tu madre y yo por mi abuela, somos Trujillos netos, de patente; descendemos de aquel Matías Trujillo que tuvo albardería en la calle de Toledo allá por los tiempos del motín de capas y sombreros. No lo invento yo; lo canta una escritura de juros que tengo en mi casa. Por eso le he dicho ayer a nuestro pariente Ramón Trujillo... ya sabéis que me le han hecho conde... le he dicho que adopte por escudo un frontil y una jáquima con un letrero que diga: Pertenecí a Babieca...».

       Índice

      Nació Barbarita Arnaiz en la calle de Postas, esquina al callejón de San Cristóbal, en uno de aquellos oprimidos edificios que parecen estuches o casas de muñecas. Los techos se cogían con la mano; las escaleras había que subirlas con el credo en la boca, y las habitaciones parecían destinadas a la premeditación de algún crimen. Había moradas de estas, a las cuales se entraba por la cocina. Otras tenían los pisos en declive, y en todas ellas oíase hasta el respirar de los vecinos. En algunas se veían mezquinos arcos de fábrica para sostener el entramado de las escaleras, y abundaba tanto el yeso en la construcción como escaseaban el hierro y la madera. Eran comunes las puertas de cuarterones, los baldosines polvorosos, los cerrojos imposibles de manejar y las vidrieras emplomadas. Mucho de esto ha desaparecido en las renovaciones de estos últimos veinte años; pero la estrechez de las viviendas subsiste.

      Creció Bárbara en una atmósfera saturada de olor de sándalo, y las fragancias orientales, juntamente con los vivos colores de la pañolería chinesca, dieron acento poderoso a las impresiones de su niñez. Como se recuerda a las personas más queridas de la familia, así vivieron y viven siempre con

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