El hijo del viento blanco. Derzu Kazak

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El hijo del viento blanco - Derzu Kazak

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más sombras que luz.

      Sombras y luz. La vida. Un suspiro entre dos muertes.

      Su madre no emitió un solo lamento. En plena Cordillera de los Andes se debía parir como los animales. En silencio. El dolor lo delataban sus ojos fuertemente cerrados y las gruesas perlas de su frente, que nacían de la nada en la tersa piel morena y escurrían por las palpitantes sienes para esconderse en su pelo en rápida secuencia, escarchándose como costras de cera en la rústica estameña de la almohada.

      La pátina de grasa que cubría su cuerpecito se blanqueaba vertiginosamente. Congelándose. Afuera, por lo menos, rondarían los veinticinco grados bajo cero. Y dentro del rancho de gruesos adobes, un poco menos.

      El niño llegó tan callado como la aurora. Ni un solo berrido. Nació en silencio y nadie le reclamó que llorara. Se metió el pulgar derecho en la boca y empezó a succionarlo mientras su arrugado cuerpecito se amorataba en las manos temblorosas de una vieja que apenas veía. La vieja restregaba como yesca unos ojos que se apagaban, buscando iluminarlos con una chispa de luz. Pero era inútil.

      La improvisada matrona, una anciana vecina que “había visto” otros nacimientos, lucía su cara cuarteada por profundas arrugas que escribían su historia mejor que mil poemas. Un semblante de mujer que a lo mejor alguna vez fue bella, que en la vida conoció el maquillaje, era la cambiante efigie que día a día repujaba un duende de los cerros con ínfulas de artista.

      Y cada día, la talla estropeaba.

      Ató con un hilo de lana roja el cordón umbilical. Dos nudos apretados y un tironcito para estar segura. Lo cortó limpiamente a unos centímetros de la pancita con unas tijeras que hervían en la negra olla de hierro, cubriendo la punta seccionada con grasa de cordero entibiada, que también se endureció rápidamente.

      Humm… Resopló satisfecha y cansada. Con un toque propio de mujer, recortó nuevamente las puntas del improlijo nudo.

      Las plomizas trenzas dobles que caían por su espalda, asomando debajo del pañuelo atado a su barbilla, seguían el compás de sus meneos, y las amplias polleras superpuestas engrosaban las caderas de por sí exuberantes, como apergaminada pintura de Botero.

      Raspando sus ojotas en el suelo de tierra con sus curtidos pies agrisados, sin medias, giró anadeando con el crío desnudo entre sus manos y se lo entregó al padre, que permanecía parado y ausente en un rincón del rancho. Dejó las tijeras en la mesa y se secó la ilusoria transpiración de su anciana frente con la manga del abrigo de llama, que poco serviría para esos menesteres.

      Humm… Repitió mientras separaba nuevamente las piernas de la madre y miraba con esfuerzo la penumbra. Seguidamente, guiándose más por el instinto que por ciencia, procedió a lavar la parturienta por afuera y por dentro con la delicadeza de un gladiador romano, retirando sin miramientos los paños ensangrentados, que a la luz mortecina lucían más negros que rojos. Al acabarse la poca agua caliente, también se acabó la limpieza.

      Agarrando con su mano temblorosa un puñado de coágulos y un flácido colgajo que sacudió sin fuerza, olfateó como un Pointer la placenta casi rozándola con la nariz, metiendo en su cerebro los datos del efluvio viscoso, que llegaba a su memoria con el pegajoso olor a sangre fresca y líquidos amnióticos. Cerró los ojos un instante y aprobó el sensitivo examen sacudiendo la cabeza.

      – Humm… Masculló la vieja. Y eso fue todo.

      Al chico lo atendía el padre, tan toscamente que parecía no saber por dónde sujetarlo. En su rostro curtido podía intuirse un bosquejo de sonrisa.

      Acercó la criatura a la madre que, desabrochándose el abrigo y una blusa, lo incorporó a la tibieza de sus desnudos pechos, tapándolo amorosamente. El padre, extendió un grueso puyo de llama sobre ambos, remetiéndolo en las piernas. Tocó el brazo de su mujer y la tapada cabecita de su hijo, asintió con la cabeza y la miró profundamente a los ojos con una mirada que lo dijo todo.

      Luego, se fue al rincón del cuarto para festejar el nacimiento.

      Llenó dos jarros de hojalata con vino tinto de una damajuana, uno para la vieja, que se lo tiró temblando por el cuello y el gargüero como si fuese té tibio, eructando ruidosamente y relamiéndose los resecos labios con una pastosa lengua blanquecina, y otro para él, que tomó a sorbitos en un rincón del rancho, derramando un chorrito sobre el piso de tierra para convidar a la Pachamama.

      Ningún comentario. Todo era tan natural como el enloquecido ulular del viento.

      La vieja, quizás por el efecto del vino, se tiró al suelo a roncar sobre un pellejo de llama, cubriendo sus resecas carnes con el mejor abrigo de la casa, un espeso quillango que le ofreció el padre en señal de respeto y gratitud.

      Él no durmió esa noche. Velaba en silencio.

      Al amanecer, la tormenta seguía arañando la puerta, pero ya no arañaba sus almas.

      Le pusieron un gorro de llama tan grande que casi ocultó su cabeza por completo, y fue envuelto en un rústico trozo de tela roja, confeccionado en telar de palos con lana de llama blanca hilada a mano, que lo abrigó hasta que aprendió a caminar.

      Durante más de un año vivió en las espaldas de su madre, sujeto por un aguayo multicolor y resistente atado por delante, creciendo rollizo y sano, mamando glotonamente de unos dorados pechos que dejaba goteando.

      Capítulo 2

      Condorhuasi - Intihuasi

      Un hilo de agua cristalina escurría oculta por una capa de hielo, dibujando un arroyito que rajaba por el medio la esponjosa alfombra aceitunada de pasto puna, segada a ras por los tenaces dientes de las llamas, ovejas y alpacas que, día a día, recortaban su alimento; una franja de tundra de unos cien pasos de ancho por dos leguas de largo, era el único signo de vida vegetal que apretaba sus ceñidas riberas en el páramo. Condorhuasi, con unos cuantos ranchos de greda dispersos a lo largo de un barranco, arrullado por el minúsculo arroyuelo sinuoso y cantarín casi siempre cubierto de hielo, era apenas un caserío arrinconado en una bahía de arena y basalto encerrada entre lomadas y cráteres.

      El deshielo de un gigantesco volcán dormido por centurias, el sagrado Huayna, con más de seis mil quinientos metros de altura, de piel basáltica negra y agrietada, coralino en sus cicatrices antediluvianas, alimentaba gota a gota la escurridiza culebrilla de azogue que huía hacia una muerte segura en el salar.

      El disperso caserío se asentaba por encima de los cuatro mil metros de un invisible Océano Pacífico no tan lejano hacia el poniente. El aire enrarecido era su elemento en un mundo ocre, no había otros matices salvo en la ropa multicolor. Todo era tonalizado por la greda, hasta las caras y manos de sus habitantes, encallecidas y cuarteadas por el frío y la sequedad extrema.

      Ranchos de gruesos adobes sin pintar con los techos de barro y paja brava, sujetos por cortos tirantes de madera de cardón, traída desde lejos, debajo de los tres mil metros de altura. Los maderos primorosamente calados por la naturaleza, se ataban con tientos de cuero crudo remojado, cruzado en varias vueltas y anudado. A lo alto, una capa de cañas dejaba un cielorraso desvaído, y en seguida, barro con más paja. Una techumbre eficiente. Aislante de fríos.

      Pequeñas chabolas achaparradas creadas de la madre tierra afirmando sus espaldas a los riscos formaban un poblado resguardado de los brutales vendavales. Casi todas se mostraban con una mínima ventana y con una sola puerta achaparrada a sotavento. Hogares de progenies que se unieron por lazos de cariño o de azar, por la ventura de toparse

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