Una historia de Rus. Argemino Barro

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Una historia de Rus - Argemino Barro

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exposición al mundo. Al oeste la ciñen los Cárpatos, que solo ocupan una franja de tierra escueta. El resto es una llanura fértil y bien conectada por el cruce de ríos navegables; un territorio que se expande, oceánico, hasta Siberia, y que ha servido de corredor eterno para los nómadas de Asia. Los escitas contuvieron la estepa durante varios siglos. Luego fueron vencidos, ellos también, por una nueva oleada.

      Con su buen talante y modales recios, dentadura sana y disposición a la honestidad y a la indolencia, los primeros eslavos moraban en chozas de madera hundidas un metro en el suelo. Practicaban un credo forjado en tiempos de caza. Idolatraban la luz y el fuego, y rezaban para conjurar la fuerza de la naturaleza, representada por el oso y el fantasma del mamut. De sus dioses, Perún era el jefe, y desde el cielo impartía justicia. Cuando un rayo de Perún caía sobre un árbol, este se volvía sagrado en el acto. Svarog era el Sol, que mantenía girando el ciclo de la cosecha, y Volos cuidaba de los rebaños.

      Azuzados, quizás, por la demografía o la promesa de aventura, los eslavos comenzaron a unirse a las expediciones nómadas que atravesaban Ucrania. Cada remesa de hunos, jázaros, ávaros u ostrogodos, abría camino a la suave expansión eslava. Su cultura sencilla penetró hasta el Elba, donde llenaron el vacío dejado por los pueblos germanos, que se habían derramado por el mundo latino. Los eslavos echaron raíces en Europa central y oriental; siglos después se escindirían de nuevo hacia el sur, hacia los Balcanes.

      Mientras, los eslavos que se quedaron en su zona original, el norte de Ucrania, los eslavos orientales, chocaban unos con otros y ninguna tribu se imponía sobre las demás. La leyenda dice que, para buscar la paz, los eslavos orientales buscaron un cetro extranjero que los unificara, y lo encontraron en los varegos. En el siglo IX, este pueblo escandinavo bajó por el Dniéper hasta la actual Kyiv. Tres hermanos, capitaneados por el mayor, Rurik, consolidaron su poder sobre las tribus eslavas, fundaron ciudades y bautizaron la región con el nombre de su estirpe, Rus.

      La dinastía ruríquida, que gobernó lo que hoy llamamos “Rus de Kyiv”, estuvo marcada por tres factores. El primer factor fue la guerra fraticida. Cuando moría el rey, su hijo mayor heredaba la jefatura en Kyiv; el resto, las otras ciudades importantes. Luego estallaba la guerra entre ellos y el hijo vencedor se imponía. El segundo factor era la estepa. Además de luchar para mantener unido su territorio, el rey tenía que protegerlo de los nómadas que seguían llegando del este. El tercer factor era Bizancio.

      Las migraciones germánicas y una larga decadencia interna habían acabado con el Imperio romano de Occidente en el año 476. Pero la otra mitad, la mitad oriental, seguía firme en la intersección de Europa y Asia. Con sede en Constantinopla, el Imperio bizantino se extendía desde el Danubio a la costa norteafricana, Egipto y una buena porción de Oriente Medio. Sus habitantes hablaban griego y eran cristianos, y el monarca, el César, recordaba a una araña sagrada en el fondo de un laberinto. Una deidad que apenas se dejaba ver, rodeada por eunucos y aparatos mágicos, pasillos interminables y jardines donde se confundían el Cielo y la Tierra. Su poder residía en un palacio fortificado: una red en cuyos vericutos florecía la conspiración. De ciento siete emperadores bizantinos, en mil años de historia, treinta y cuatro murieron de muerte natural y seis en la guerra. El resto, casi dos terceras partes, fueron asesinados.

      Dado que solo esta mitad del imperio seguía en pie, Constantinopla defendía su papel de “Nueva Roma”. Se consideraba la única civilización del mundo. Una roca de saberes antiguos, comercio y músculo militar, rodeada por oscuridad y barbarie.

      Conscientes de que estaban rodeados, al oeste, por los búlgaros, y en el Mediterráneo por los árabes sarracenos, los bizantinos decidieron absorber su flanco norte, los eslavos orientales. Sabían que el reino ruríquida estaba deshilachado por tribus y dioses paganos, y procedieron a civilizarlo. La primera misión evangelizadora se estableció en Crimea. Los monjes Cirilo y Metodio crearon un alfabeto basado en su griego natal, el alfabeto cirílico, en el que que tradujeron la Biblia al idioma eslavo. Una misión cristiana bizantina llegó a Kyiv en el año 860.

      Un siglo después, el rey Volodimer de Rus abrazó el credo.

      De Bizancio llegaban cada vez más misioneros, funcionarios y eruditos. Aparecieron iglesias y la sociedad fue asimilando los modos y costumbres griegos. Las multas reemplazaron al castigo corporal y los nobles de Rus comenzaron a vestir al modo lujoso del imperio, con sedas rojas y púrpuras sujetas con brocados brillantes. La primera arquitectura eslava oriental, los primeros textos, los iconos y la pintura nacieron como reflejo de la cultura bizantina.

      La Rus de Kyiv alcanzó su apogeo con el rey Yaroslav, que embelleció la capital y mandó reunir las leyes en un primer código eslavo. Además del arte y el derecho, los bizantinos plantaron en Rus la semilla del mesianismo, una vocación universal de poder. Kyiv, apodada “Nueva Jerusalén”, “la Ciudad de la Gloria”, predicaba el advenimiento de una edad fabulosa. Yaroslav mandó glosar la historia de Rus en crónicas que producían los monasterios.

      Pero fue un esplendor breve. A la muerte del rey, en 1054, estalló de nuevo la guerra entre los sucesores. El choque entre las ciudades las dejó desvalidas y otra invasión nómada arrasó el feudo. La Rus de Kyiv sucumbió a la pobreza y el caos. Por el trono pasaron dieciocho príncipes en una sola generación, y la siguiente incursión no pudo ser contenida.

      Los mongoles, o “tártaros”, como quedarían grabados en la conciencia eslava, desolaron el reino dividido. Los guerreros del Gran Jan habían engullido Eurasia en solo treinta años. Sus jinetes cabalgaban trescientos kilómetros al día y al entablar combate parecían un banco de peces. Avanzaban y retrocedían a placer, lanzando nubes de flechas. Algunos pueblos eran asimilados y otros destruidos. Los mongoles asaban vivos a los rebeldes, masacraban a la población. La juntaban a las afueras de la ciudad y la borraban descuartizaban. Sus orejas eran entregadas al general como prueba del castigo impuesto.

      El ariete mongol rompió el reino eslavo oriental en 1240. Doblegaron ciudad por ciudad, y Kyiv, a la que ofrecieron rendirse, dice la leyenda, por la belleza de sus cúpulas, fue puesta bajo asedio. El tronar de los tambores nómadas, el sonido de sus cuernos y de sus miles de caballos era tal que los kyivitas no podían escucharse entre ellos. Las catapultas tardaron seis días en abrir una brecha. La capital fue ocupada; sus habitantes, diezmados. Kyiv se fragmentó en asentamientos empobrecidos. Parte de los supervivientes huyeron hacia las ciudades más lejanas del reino.

      Hacia el oeste o hacia el norte, hacia la taiga.

      4

      Han pasado ochos siglos desde la caída de Kyiv y el profesor K entra en clase con lentitud. A veces tiene dificultades al afeitarse, o se olvida, y láminas de barba azul recogen las partículas de luz en su mentón. Estos días, los días malos, le cuesta encontrar palabras en inglés. Apoya los codos sobre la mesa, entrecierra los ojos, y frota suavemente los dedos como si fuesen las patas de un grillo. K está preocupado. El Gobierno de Yanukovych aún no ha liberado a la opositora, Yulia Tymoshenko, una de las condiciones más importantes que le ha puesto Bruselas para firmar el acuerdo. Su angustia se ha extendido por el departamento de estudios postsoviéticos de la universidad. El resto de profesores, algunos de origen ucraniano, lo comentan en clase y en los pasillos. No se habla de otra cosa. Las conferencias también han cambiado de tono. Hace unos días vinieron a hablar los embajadores de Ucrania y Lituania, que dirige las negociaciones en el lado europeo. Estaban entusiasmados, como antes de una cita, risueños y un poco nerviosos. El público también. Cuando el debate se volvía denso, alguien bromeaba y todo el mundo reía como un grupo de amigos.

      Ya no. Los pesimistas, que nunca perdieron su gesto adusto, siempre en un rincón de la sala de conferencias, llegando tarde y marchándose antes de tiempo, han ganado peso. Uno de ellos, un profesor de lengua y cultura ucraniana, nunca tuvo ninguna duda. «¿Tú qué piensas?», le pregunté en octubre, cuando era

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