El ataque de los zombis. Raquel Castro

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El ataque de los zombis - Raquel Castro Hilo de aracne

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me pasó el archivo con diez mil contactos y me dijo que teníamos un mes para confirmarlos, me pregunté si no sería mejor, de veras, que se acabara el mundo. Pero de inmediato me arrepentí. Tenía que sacrificarme por mi mamá, mi novio, mis amigos. Y también porque tenía el sueldo de varios meses acumulado en mi cuenta: a la fecha no había tenido tiempo de gastármelo en la ropa fina y los zapatos cucos que me habían profetizado.

      —Oye, Phil, ¿y no estaría bien contratar a alguien más? Digo, entre dos lo haríamos más rápido… —me atreví a sugerir.

      Me miró como si le hubiera mentado la madre.

      —¿Qué tan difícil es agarrar el teléfono y hacer una llamada? Si te aplicaras, podrías hacer treinta o cuarenta en una hora. ¡Trescientas en un día, y sin quedarte hasta muy tarde!

      Una matemática excelente, siempre y cuando cada vez me contestara de inmediato justo la persona a la que le tenía que llamar, que me escuchara con atención y no tuviera ninguna duda, que tuviera un lápiz y un papel a la mano y no me pidiera que le dictara más despacio la dirección de la sede de la reunión. También haría falta que nunca se me secara la garganta ni necesitara ir al baño ni estornudara…

      La verdad es que me ofendió por insensible. Supongo que se me notó, porque de inmediato cambió el tono para ser otra vez el jefe amable y comprensivo:

      —Mira, niña, te prometo que cuando salvemos el mundo todo va a cambiar. Lo haremos público y ganaremos un dineral. Claro, entonces habrá más trabajo, pero será mucho mejor pagado.

      —Phil, si salvamos el mundo…

      —¿Cómo que “si salvamos”? ¿No confías en mí? Di “cuando salvemos” —me interrumpió.

      —Bueno. Cuando salvemos. Cuando salvemos el mundo… yo voy a renunciar. No puedo seguir haciendo esto.

      Mi jefe soltó una carcajada larga.

      —¿Estás loca? ¿No te acuerdas del contrato que firmaste? Te comprometiste a trabajar de por vida en esto. Nuestra misión es demasiado delicada como para dejarte ir.

      Cuando llegué a mi casa leí por primera vez mi copia del contrato. Era verdad. Decía que yo trabajaría para siempre con Phil y que si algo me pasaba, él no sería responsable. Estaba redactado del mismo modo que los documentos que probaban el fin del mundo: quien lo leyera sabría que yo era, de hecho, propiedad de Phil, y no lo dudaría nunca. Yo no lo dudaba. Era una pesadilla.

      Pasé los siguientes días haciendo llamadas telefónicas como sonámbula. Casi lograba las trescientas diarias.

      Cuando llegaba a casa sólo quería dormir, pero al acostarme se me espantaba el sueño y pasaba horas mirando el techo, pensando en qué nuevos arranques habría que aguantarle a Phil al día siguiente. Mis ojeras ya eran imposibles de disfrazar con maquillaje.

      La noche antes de la reunión, Phil me llamó a su privado.

      —Querida, estamos a punto de hacer historia. Mañana a las cinco de la mañana crearemos una nube energética a través de la mente colectiva de todos los invitados. A las diez de la mañana seremos héroes. Te acabo de mandar un correo con nuestros contactos de prensa, para que en cuanto termine la reunión les llames y programes entrevistas…

      Yo ya estaba decidida. Hacía días que había armado mi plan, y también era perfecto. Asentí como si me encantara la idea y le serví un último café. Se lo tomó sin darse cuenta del refractil ofteno que vertí en la taza antes de dársela.

      Mientras él se quedaba dormido, tomé su celular, salí de su privado y cerré por fuera con doble llave. Bajé el switch de la electricidad y abandoné la oficina. También cerré la puerta de afuera con doble llave. No había forma de que él pudiera salir para estar a tiempo en la reunión, incluso si despertaba antes de lo previsto. Tiré el teléfono de Phil en un basurero afuera del metro. Luego fui al lugar que había conseguido para la reunión y pegué en las puertas los carteles que imprimí temprano en la oficina: HUBO UN ERROR EN LOS CÁLCULOS: SE POSPONE LA REUNIÓN.

      Ya que estuve lejos de ahí le llamé a Toño. Fuimos a un centro comercial, me compré un vestido de marca y unos zapatos cucos. Luego nos metimos al cine y lo invité a cenar en nuestro restaurante favorito. De ahí nos fuimos a su departamento. Reímos, vimos tele, hicimos el amor. Me quedé dormida en sus brazos.

      Desperté hace rato, cuando sonó mi celular. No tuve que mirar la pantalla para saber que era Phil. Tomé el aparato y vi la hora: 4:55.

      Lo puse en silencio y me volví a acomodar en los brazos de Toño.

      —¿No le vas a contestar al loco de tu jefe? ¡Se va a acabar el mundo!

      —Sí. Que se acabe —le respondí y le di un beso. Se quedó dormido de inmediato.

      Acaban de dar las cinco. Se me cierran los ojos y por primera vez en mucho tiempo, mientras todo empieza a disolverse, me siento tranquila.

      Típico: Despiertas en un hospital, conectado a mil máquinas, y no te acuerdas de cómo llegaste ahí. Gracias a la sabiduría que proporciona estar más de ocho horas diarias frente a la tele, supones que sufriste un accidente. Buscas el timbre para llamar a la enfermera, quien —te imaginas: es lo típico— será joven y guapa, amable y tierna. Llorará sólo de verte (se habrá enamorado de ti durante las largas noches de cuidados intensivos) y te contará del incidente que no recuerdas: de la niñita que rescataste de un ataque terrorista o del presidente al que no arrolló una hummer porque lo empujaste justo a tiempo.

      Pero —típico— la enfermera nunca llega.

      Sólo cuando te has cansado de esperar te das cuenta de que hay demasiado silencio. Así que te quitas los cables que te cubren y te levantas, muy despacio. Sales del cuarto, caminas por los pasillos desiertos, encuentras un cadáver y luego otro y otro y otro, todos con el cráneo destrozado, y sólo entonces intuyes que algo anda realmente mal. Típico.

      Así que buscas un pantalón y unos tenis, te los pones y sales a la calle que, típico, está llena de muertos redivivos, lentos y rígidos pero implacables, que no te quitan la mirada de encima y que comienzan a caminar directamente hacia ti.

      Sientes miedo. No es para menos: hay cadáveres con el rostro destrozado, con fracturas expuestas, con caudas de intestinos polvorientos. Pero te repones del susto y te dispones a huir de ellos, porque piensas que los dejarás atrás. La parte ardua no puede ser ahora. Será más bien cuando —típico— hayas encontrado a una jovencita viva y solitaria, necesitada de amor y compañía.

      Y corres.

      Y te siguen.

      Y te alcanzan.

      Mientras destrozan tu cuerpo sientes dolor pero es más fuerte el enojo, más la tristeza, y más (todavía) la desilusión.

      Típico, sólo ahora te das cuenta: todas las historias de zombis tienen miles de extras, y tú no eres más que uno

      de ellos.

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