La señora que usaba galera. Fabián Sevilla

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La señora que usaba galera - Fabián Sevilla

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la suerte decida

      a dónde mis pasos encaminaré…

      Abrió los ojos.

      La rosa estaba quieta, con uno de los pétalos señalándole el camino que iba hacia allá.

      Hacia allá se llegaba derechito a Cúcara Mácara.

      Y después de replantar la rosa en su maceta, la señora que usaba galera hacia Cúcara Mácara fue…

      Podría describirles Cúcara Mácara.

      Créanlo o no, anduve por ahí durante unas vacaciones. ¡Pueblo más aburrido que mirar una maratón de caracoles! Si no me lo creen, les sugiero que busquen un pájaro o cualquier cosa con alas, lo manden a pispear desde lo alto y vuelva a contarles lo que vio. Aunque para ahorrarles el trámite, mejor les muestro ese pueblo a vista de pájaro…

      ¿Qué les parece Cúcara Mácara?

      A mí me aburrió que todo estuviera pintado del mismo color, más claro o más oscuro, pero de un solo color.

      —Opino lo mismo —opinó la señora que usaba galera cuando entraba a Cúcara Mácara.

      Y podía opinar con conocimiento. Si algo hizo desde que había comenzado a andar por el camino, fue conocer villas y pueblos y ciudades que crecían en cada uno de los mil doscientos ocho puntos cardinales; de todos guardaba una fotografía...

      Si siguen fijándose bien y a vuelo de pájaro, notarán que a Cúcara Mácara le falta una plaza. Sí, una plaza como las que hay en muchas villas y pueblos, o como esas que también crecen en algunas ciudades.

      Aunque si se fijan mucho mejor, incluso a vuelo de dieciocho o más pájaros, no lograrán ver que también el lugar sufría una falta más, mucho más importante.

      Créanlo o no en ese pueblo sólo vivían hijos o hijas, nietas o nietos y uno que otro bisnieto o bisnieta.

      ¡Sí, les pido que lo crean!

      Cúcara Mácara no tenía abuelas o abuelos, tampoco uno que otro bisabuelo o bisabuela, ni siquiera en una foto o en figuritas o dibujado con tiza en el pizarrón de la escuela.

      —¿Y por qué pasa eso? —preguntó la engalerántica a medida que iba internándose por la calle central del pueblo.

      Hacía mucho que el abuelaje y el bisabuelaje se había mandado a cambiar en manada. Nadie sabía con certeza el motivo, pero se rumoreaba que pudieron haberse ido porque…

      De un día para el otro el hijerío, el nieterío y el bisnieterío se volvieron pocos solidarios y egoístas y tan desconfiados que parecían perros frente a huesos de goma (a los abuelos y abuelas, y uno que otro bisabuelo y bisabuela, eso les cayó para la mona).

      Una vez llegó un tipejo vestido con uniforme verde, birrete verde y botas verdes; dijo que todo debía ser pintado de un mismo color, más claro o más oscuro, pero de un único color. El intendente le hizo caso y nombró un encargado de cumplir la orden (nadie se quejó, salvo el abuelerío y el bisa­buelerío, a los que les pareció una porquería).

      Da la nada, al hijaje, al nietaje y al bisnietaje empezó a importarles más cómo eran sus vecinos y qué hacían o decían o pensaban los demás y el chisme corría igual de rápido que una liebre con ganas de ir al baño (a los abuelos y abuelas, y a uno que otro bisabuelo y bisabuela, eso les resultó espantoso).

      Una mañana, solo porque sí, hijos o hijas, nietas o nietos y cada bisnieto o bisnieta dejaron de manifestar sus sentimientos. No se les escapaba ni la sombra de una frase o actitud amable hacia los otros. Si alguno tenía ganas de reírse, escondía la carcajada en el ropero o en una cajita de fósforos. A quien le daba por llorar, antes pedía permiso y después de la lloradera a todos decía “perdón”. Al que se le ocurría cantar o silbar, metía la cabeza dentro de una pecera o un balde para que nadie lo escuchara (supongo que para ustedes también todo eso sería inaguantable).

      Lo que haya sido, ni unos ni otros se escribían o recibían cartas o mensajitos de texto o se comunicaban mediante grillos que alguna vez trasmitieron sus mensajes cantados al son de los violines de sus patas.

      Tal vez se lo estén preguntando, pero no se animan a preguntarlo. Déjenme entonces que yo lo haga por ustedes: si los cucaramaquenses eran considerados gente para la mona, una porquería, espantosa, inaguantable por el abuelerío y el bisabuelaje, ¿por qué la señora que usaba galera apostaba a que en Cúcara Mácara encontraría un sitio para quedarse quieta y poder mudar su casa y un rincón que al fin sintiera como su rincón?

      —Yo también me pregunto lo mismo, queridillo —contestó ella al llegar a una esquina del pueblo—. Pero quién sabe lo que no sabe hasta que lo sabe…

      Decía que cuando llegó a una esquina de Cúcara Mácara, por fin la engalerada dejó en paz sus pies. Su galera resopló aliviada, podría descansar un poco después de tanto andar por los caminos; aunque la viva siempre viajaba sobre una cabeza.

      Y recién ahí se dio cuenta.

      La señora que usaba galera se dio cuenta, no su galera.

      Aunque faltaban quince minutos y un alfiler para la hora de la siesta, los cucaramaquenses que la habían visto llegar comenzaron a seguirla y se acurrucaban en esa esquina.

      Ella los miró a todos y después hacia todos lados, diciendo:

      —Linda casihoradelasiesta… lindo pueblo… linda gente….

      La galera opinó lo mismo.

      Pero en realidad, igual que a la engalerada, no le parecía para nada lindo el pueblo.

      Tampoco le resultaba linda gente aquella así como estaban: mirando a la galera con ojos de calabazas.

      —¡Buena casihoradelasiesta! —les dijo de nuevo la señora que usaba galera.

      Eran ciento dos los que se

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