Viaje al mar. Andrea Braverman

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Viaje al mar - Andrea Braverman Serie verde

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style="font-size:15px;">      —Quedate por hoy, mañana hablamos. Lo primero es darle sepultura a tu mamá y después vemos. María, se lo encargo por esta noche y mañana lo acompaña al cementerio, ¿está bien?

      —Sí, claro, cuente con eso. Dios lo bendiga.

      Al Petiso esa noche le costó dormir, pero cuando lo invadió el sueño profundo volvió a ver el mar. Esta vez no se hundía, remaba en un bote de madera bajo el rayo crudo del sol. De repente, vio un barco pesquero, colorido, como de juguete, que se acercaba hacia él. Un hombre sin cara lo saludaba cariñoso desde la proa. “Soy tu papá. No me morí”, gritaba.

      El cielo de la mañana siguiente reventaba de nubes. Tan nublado estaba, que ni rastros del sol hubo en el entierro.

      Durante el rato que duró la ceremonia, el Petiso se aguantó las lágrimas porque no quería llorar delante de toda la gente que había ido al cementerio. Hasta Blas y su mamá estaban. Hasta Martincito con corbata, que lo miraba de lejos. Tampoco quiso decir unas palabras, ni tirar flores ni nada. Por suerte para él, un aguacero apuró las despedidas. “A lo hecho, pecho, y lo pasado, pisado”, decía su mamá. Y él pensaba lo mismo. Solo quería volver a la pieza para buscar su changuito e irse a cartonear, como todos los veranos, y seguir pagando la pieza hasta que decidiera qué hacer.

      En esos pensamientos andaba cuando el curita le pidió:

      —Andá con María, buscá tus documentos y poné tus cositas en un bolso. Te venís conmigo a la iglesia por unos días hasta que manden a una asistente social.

      Y ahí nomás fue que el Petiso se acordó de María Laura, una compañera que en cuarto perdió a sus papás en un accidente y en el colegio rumorearon que había ido derechito a un orfanato. Ese recuerdo lo decidió: dijo que sí con la cabeza y por dentro pidió perdón por la mentira, pero él no pensaba dejarse encerrar por nadie, ni siquiera por el curita.

      Apenas se quedó solo en la pieza, rebuscó papeles en la cajita bordada donde su mamá guardaba las cosas importantes. Encontró su documento y la partida de nacimiento. Acarició el nombre de su mamá en el papel amarillento: Azucena Díaz. Leer el nombre lo transportó a la tarde en que su mamá se enojó fiero porque había faltado a la escuela sin avisar. La familia de Martincito les había regalado una televisión que ya no usaban, y él se había quedado embobado mirando dibujitos. “Qué te hacés la mala si tenés nombre de flor”, bromeó el Petiso cuando la madre le pidió explicaciones por el faltazo y él no tenía excusas. Y entonces el chiste hizo magia: ella aflojó la boca fruncida y se rió.

      —Cómo te reíste ese día, má –le dijo al nombre escrito en el papel.

      El Petiso se quedó un rato en pausa, mirándose las manos, pensando en nada, pero de pronto, como si se hubiera despertado de golpe, abrió el armario, sacó la poca ropa que tenía y la metió en un bolso. Buscó la cartera de cuero donde su mamá tenía ahorros y tiró todos los billetes en la cama, para contarlos.

      —Para un pasaje a Mar del Plata me debe alcanzar –reflexionó en voz alta.

      Un frío helado le corrió por la espalda. ¿Y si el curita llegaba antes de que se fuera? ¿Y si se lo encontraba por el camino? No podía perder más tiempo. Guardó en el bolso los documentos, la plata, un vaso de plástico, un plato de metal, un tenedor, los útiles del colegio, el pan que había dejado el curita, dos mandarinas, unas latas de lentejas que encontró en la alacena y el abrelatas. Cargó una botella con agua y desenchufó la heladera. Antes de cerrar el bolso, dio un vistazo a la pieza. En la mesita de luz, encontró una libretita donde su mamá anotaba los teléfonos con letra de nena. Volvió a leer su partida de nacimiento y memorizó el nombre de su papá: Ramón Abel Villalba. Lo había escuchado nombrar tan poco que no significaba nada para él. Tomó con suavidad la libreta, como si fuera a romperse, y en una ceremonia íntima pasó las hojas hasta llegar a la letra V. Allí había estado siempre el nombre de su papá; no había número de teléfono, pero sí una dirección entre signos de pregunta: “¿Amaya 1505?”.

      Se metió la libreta en el bolsillo, como para tenerla a mano, y en una hoja de cuaderno escribió:

      Perdón, curita. Sé que quiere ayudarme pero yo no soy un huérfano porque tengo padre. Me voy a buscarlo. Ojalá lo encuentre y me explique por qué nunca volvió. No se preocupe por mí, que ya estoy grande.

      Nos vemos,

      Sergio.

      Cuando estuvo listo, casi como un ladrón, el Petiso salió de la pieza tan sigiloso que ni su sombra se hubiera dado cuenta de que estaba huyendo.

      Antes de atravesar la puerta de la pensión, miró a su alrededor. No había un alma a esa hora, porque el calor invitaba a la siesta larga, profunda, y seguro que todos andaban en eso. Se imaginó volviendo triunfante, de la mano de su papá, y a todos los vecinos festejando con aplausos. “Si seré pavo”, se dijo el Petiso avergonzado por sus fantasías de héroe.

      Sin pensarlo dos veces cerró el portón. Y sin pensarlo ni una vez, rumbeó para la ruta a hacer dedo con todas las pertenencias que tenía en esta vida metidas en un bolso.

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