Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas. Lewis Carroll

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Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas - Lewis Carroll Clásicos

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hoy! Y ayer todo pasaba como de costumbre. Me pregunto si habré cambiado durante la noche. Veamos: ¿era yo la misma al levantarme esta mañana? Me parece que puedo recordar que me sentía un poco distinta. Pero, si no soy la misma, la siguiente pregunta es ¿quién demonios soy? ¡Ah, este es el gran enigma!

      Y se puso a pensar en todas las niñas que conocía y que tenían su misma edad, para ver si podía haberse transformado en una de ellas.

      —Estoy segura de no ser Ada —dijo—, porque su pelo cae en grandes rizos, y el mío no tiene ni medio rizo. Y estoy segura de que no puedo ser Mabel, porque yo sé muchísimas cosas, y ella, oh, ¡ella sabe tan poquito! Además, ella es ella, y yo soy yo, y... ¡Dios mío, qué rompecabezas! Voy a ver si sé todas las cosas que antes sabía. Veamos: cuatro por cinco doce, y cuatro por seis trece, y cuatro por siete... ¡Dios mío! ¡Así no llegaré nunca a veinte! De todos modos, la tabla de multiplicar no significa nada. Probemos con la geografía. Londres es la capital de París, y París es la capital de Roma, y Roma... No, lo he dicho todo mal, estoy segura. ¡Me debo haber convertido en Mabel! Probaré, por ejemplo, el de la industriosa abeja.

      Cruzó las manos sobre el regazo y notó que la voz le salía ronca y extraña y las palabras no eran las que deberían ser:

      ¡Ves como el industrioso cocodrilo

      Aprovecha su lustrosa cola

      Y derrama las aguas del Nilo

      ¡Con que alegría muestra sus dientes,

      Con que cuidado dispone sus uñas

      Y se dedica a invitar a los pececillos

      Para que entren en sus sonrientes mandíbulas!

      —¡Estoy segura que ésas no son las palabras! —Y a la pobre Alicia se le llenaron otra vez los ojos de lágrimas—. ¡Seguro que soy Mabel! Y tendré que ir a vivir a aquella casucha horrible, y casi no tendré juguetes para jugar, y ¡tantas lecciones que aprender! No, estoy completamente decidida: ¡si soy Mabel, me quedaré aquí! De nada servirá que asomen sus cabezas por el pozo y me digan: «¡Vuelve a salir, cariño!». Me limitaré a mirar hacia arriba y a decir: «¿Quién soy ahora, veamos? Díganme esto primero, y después, si me gusta ser esa persona, volveré a subir. Si no me gusta, me quedaré aquí abajo hasta que sea alguien distinto...» Pero, Dios mío —exclamó Alicia, hecha un mar de lágrimas—, ¡cómo me gustaría que asomaran de veras sus cabezas por el pozo! ¡Estoy tan cansada de estar sola aquí abajo!

      Al decir estas palabras, su mirada se fijó en sus manos, y vio con sorpresa que mientras hablaba se había puesto uno de los pequeños guantes blancos de cabritilla del Conejo.

      —¿Cómo he podido hacerlo? —se preguntó—. Tengo que haberme encogido otra vez.

      Se levantó y se acercó a la mesa para comprobar su medida. Y descubrió que, según sus conjeturas, ahora no medía más de sesenta centímetros, y seguía achicándose rápidamente. Se dio cuenta en seguida de que la causa de todo era el abanico que tenía en la mano, y lo soltó a toda prisa, justo a tiempo para no llegar a desaparecer del todo.

      —¡De buena me he librado ! —dijo Alicia, bastante asustada por aquel cambio inesperado, pero muy contenta de verse sana y salva—. ¡Y ahora al jardín!

      Y echó a correr hacia la puertecilla. Pero, ¡ay!, la puertecita volvía a estar cerrada y la llave de oro seguía como antes sobre la mesa de cristal. «¡Las cosas están peor que nunca!», pensó la pobre Alicia. «¡Porque nunca había sido tan pequeña como ahora, nunca!». Y declaro que la situación se está poniendo imposible.

      Mientras decía estas palabras, le resbaló un pie, y un segundo más tarde, ¡chap!, estaba hundida hasta el cuello en agua salada. Lo primero que se le ocurrió fue que se había caído de alguna manera en el mar.

      «Y en este caso podré volver a casa en tren», se dijo.

      Alicia había ido a la playa una sola vez en su vida, y había llegado a la conclusión general de que, fuera uno a donde fuera, la costa inglesa estaba siempre llena de casetas de baño, niños jugando con palas en la arena, después una hilera de casas y detrás una estación de ferrocarril. Sin embargo, pronto comprendió que estaba en el charco de lágrimas que había derramado cuando medía casi tres metros de estatura.

      —¡Ojalá no hubiera llorado tanto! —dijo Alicia, mientras nadaba a su alrededor, intentando encontrar la salida—. ¡Supongo que ahora recibiré el castigo y moriré ahogada en mis propias lágrimas! ¡Será de veras una cosa extraña! Pero todo es extraño hoy.

      En este momento oyó que alguien chapoteaba en el charco, no muy lejos de ella, y nadó hacia allí para ver quién era. Al principio creyó que se trataba de una morsa o un hipopótamo, pero después se acordó de lo pequeña que era ahora, y comprendió que sólo era un ratón que había caído en el charco como ella.

      —¿Servirá de algo ahora —se preguntó Alicia— dirigir la palabra a este ratón? Todo es tan extraordinario aquí abajo, que no me sorprendería nada que pudiera hablar. De todos modos, nada se pierde por intentarlo. —Así pues, Alicia empezó a decirle—: Oh, Ratón, ¿sabe usted cómo salir de este charco? ¡Estoy muy cansada de andar nadando de un lado a otro, oh, Ratón!

      Alicia pensó que éste sería el modo correcto de dirigirse a un ratón; nunca se había visto antes en una situación parecida, pero recordó haber leído en la Gramática Latina de su hermano «El ratón–del ratón–al ratón–para el ratón–¡oh, ratón!». El Ratón la miró atentamente, y a Alicia le pareció que le guiñaba uno de sus ojillos, pero no dijo nada. «Quizá no sepa hablar inglés», pensó Alicia, «Puede ser un ratón francés, que llegó hasta aquí con Guillermo el Conquistador.» (Porque a pesar de todos sus conocimientos de historia, Alicia no tenía una idea muy clara de cuánto tiempo atrás habían tenido lugar algunas cosas.) Siguió pues:

      —¿Où est ma chatte?

      Era la primera frase de su libro de francés. El Ratón dio un salto inesperado fuera del agua y empezó a temblar de pies a cabeza.

      —¡Oh, le ruego que me perdone! —gritó Alicia apresuradamente, temiendo haber herido los sentimientos del pobre animal—. Olvidé que a usted no le gustan los gatos.

      —¡No me gustan los gatos! —exclamó el Ratón en voz aguda y apasionada—. ¿Te gustarían a ti los gatos si tú fueras yo?

      —Bueno, puede que no —dijo Alicia en tono conciliador—. No se enfade por esto. Y, sin embargo, me gustaría poder enseñarle a nuestra gata Dina. Bastaría que usted la viera para que empezaran a gustarle los gatos. Es tan bonita y tan suave —siguió Alicia, hablando casi para sí misma, mientras nadaba perezosa por el charco—, y ronronea tan dulcemente junto al fuego, lamiéndose las patitas y lavándose la cara... y es tan agradable tenerla en brazos... y es tan hábil cazando ratones... ¡Oh, perdóneme, por favor! —gritó de nuevo Alicia, porque esta vez al Ratón se le habían puesto todos los pelos de punta y tenía que estar enfadado de veras—. No hablaremos más de Dina, si usted no quiere.

      —¡Hablaremos dices! —chilló el Ratón, que estaba temblando hasta la mismísima punta de la cola— ¡Como si yo fuera a hablar de semejante tema! Nuestra familia ha odiado siempre a los gatos: ¡bichos asquerosos, despreciables, vulgares! ¡Que no vuelva a oír yo esta palabra!

      —¡No la volveré a pronunciar! —dijo Alicia, apresurándose a cambiar el tema de la conversación—.¿Es

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