De la noche al día. Arlene James

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De la noche al día - Arlene James Bianca

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esto.

      Salió con mucho más ánimo del que había entrado y Denise sintió una extraña sensación de pérdida.

      No tenía mucho sentido. Ken Walters no había sido nunca un amigo suyo. Había sido su superior. Y sólo en ese momento había empezado a considerarla humana y eso porque ella lo había puesto todo, así que, ¿por qué se sentía sola ahora que se había ido? Nada había cambiado realmente. Y nada cambiaría. Ella tenía su carrera y eso era todo lo que necesitaba, ¿verdad?

      Denise contempló por la ventana cómo Morgan lanzaba el Frisbi al aire riéndose cuando su perrazo, Reiver ponía sus cincuenta kilos de peso a volar y lo recogía entre sus poderosas zarpas. El perro aterrizó sobre sus cuatro patas y se lo devolvió con las orejas altas. Morgan abrió los brazos y el perro se lanzó a ellos tirándolo de espaldas soltando el disco para lamerlo con su larga lengua rosada. Morgan lanzó un aullido intentando librarse del animal y abrazarlo al mismo tiempo, pero demasiado debilitado por la risa como para conseguir ninguna de las dos cosas. Entonces se volvió y la vio, y la risa murió en sus labios. Denise sintió una punzada de culpabilidad por estropearle su buen humor. Morgan empujó al perro y se sentó mirando a su ventana. Ella intentó aparentar que no había estado espiando y dio un sorbo a su café mientras acariciaba al gato. Era evidente que él no podía soportar ni verla porque se levantó y se metió en su casa.

      Denise se dio la vuelta de la ventana con un suspiro. Debería alegrarse. No había querido sus atenciones ni las de ningún otro hombre, así que, ¿qué le pasaba? No era propio de ella sentirse tan… abandonada. Bueno, no lo había sido en mucho tiempo, desde que había reconstruido con dolor su vida, desde que…

      Se levantó del sillón tirando al gato de su regazo sin ceremonias y se acercó a la estantería, indecisa entre sacar el álbum de fotografías o pasar. Lo sacó, posó la taza y abrió la cubierta.

      Jeremy le sonreía, un bebé gordito con un mono de color azul y la diminuta ceja un poco enarcada. Volvió la página. Jeremy empujaba su andador vestido sólo con un pañal y la cara feliz. No pudo soportarlo más. Cerró al álbum y lo volvió a guardar en la estantería. Y lo que menos podía soportar era ver cómo las fotografías se detenían a la edad de ocho años. Nunca habría otra fotografía de Jeremy. Cerró los ojos contra el punzante dolor sin esperar ya que se suavizara o disminuyera. Los años le habían enseñado que la pérdida de un hijo no se superaba nunca.

      Agradeció la distracción de una llamada en la puerta. Cuando abrió, apareció Morgan Holt sonriente con una cacerola en la mano.

      –¿Tienes un minuto?

      –Apenas. Tengo trabajo que hacer esta noche y… –el gato intentó escaparse deslizándose entre sus piernas–. ¡Smithson, vuelve aquí!

      Consiguió agarrarlo por la cola gris azulada. Morgan entró con rapidez y cerró al puerta.

      El gato se enroscó al instante entre sus tobillos maullando.

      –¿Ruso azul?

      –Una mezcla, supongo –dijo Denise agachándose para recoger al gato. Era un macho arrogante y corpulento, completamente despreocupado de que le hubieran cortado las garras de delante y le hubiera esterilizado. Con casi siete kilos, se consideraba así mismo el emperador del mundo aunque apenas había salido del apartamento y cuando lo había hecho, había sido en un cesto de viaje. Ladeó la cabeza y cuando Denise intentó acariciarlo entre las orejas, empujándole el vientre con las patas traseras, saltó de su regazo para seguir con su inspección de los tobillos de Morgan.

      –¿Cómo dijiste que se llamaba?

      –Smithson.

      –Ya tenemos algo en común.

      –¿Y qué es?

      –El amor por los animales.

      Denise puso un gesto de duda.

      –Supongo que somos tan compatibles como los gatos y los perros.

      Él se rió.

      –Nunca se sabe. Ah, acerca de esto –alargó la cazuela humeante–. Es una disculpa. No debería haber dado tu nombre para usar el gimnasio sin tu permiso. Lo siento. O algo así.

      Ella no pudo evitar sonreír. ¿Qué tipo de disculpa era aquella?

      –Es curioso, no parece una disculpa. Parece y huele a un guiso.

      Morgan lanzó una carcajada.

      –Un guiso de disculpa. Pensé… Esperaba… bueno, digamos que me conformo con que seamos amigos. Amigos ocasionales.

      Denise no estaba preparada para la decepción que la asaltó, pero la apartó al instante aprovechando la oferta de paz.

      –¿Qué es?

      –Pollo; todo carne blanca con queso, arroz, brócoli y coliflor. Muy bajo en calorías.

       Olía de maravilla, pero ella alzó una ceja al escucharla última arte.

      –¿Queso bajo en calorías?

      Morgan dibujó una cruz sobre su corazón.

      –Palabra de boy scout.

      Ella lo miró dudosa. No tenía aspecto de tener que preocuparse por la grasa en su dieta. Recordó los músculos duros y bien definidos de su torso desnudo y sus piernas y por algún motivo, el recuerdo la incomodó. Hizo un gesto para que siguiera a la cocina.

      –¿Y se supone que debo creer que comes de forma tan sensata siempre?

      Morgan posó la cazuela con la base en la encimera y se tocó el plano vientre.

      –Eh, mantenerse en forma a los cuarenta y cinco no es tan fácil como crees. Lo descubrirás uno de estos días.

      –Eres mayor de lo que pensaba.

      –Gracias.

      Denise se lavó con rapidez las manos, sacó un plato del armario y después de una imperceptible vacilación sacó otro. ¡Qué diablos! Hasta los amigos ocasionales exigían cierta reciprocidad. Sacó los vasos, la cubertería y las servilletas y lo puso en la mesa.

      –¿Estoy invitado a cenar?

      –Los amigos cenan juntos en ocasiones.

      Morgan se rió.

      –En ocasiones. ¿Y qué hay de tu trabajo?

      Denise sintió vergüenza de repente de haber mentido.

      –Eh… puede esperar.

      Morgan se frotó las manos.

      –De acuerdo. ¿Tienes algo de pan? ¿Una ensalada quizá?

      Ella señaló la puerta de un armario antes de abrir la nevera y mirar dentro.

      –Tengo algunas verduras, pero nada con qué aliñarlas.

      Morgan sacó una botella de vino tinto de un armario junto con el pan.

      –Creo

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