El brindis de Margarita. Ana Alcolea

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El brindis de Margarita - Ana Alcolea Narrativa

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sustituido al rojo, al verde, y al marrón de escay, que había sido el primero y mi favorito. Los cuadros que había pintado papá en los años de su depresión. Las decoraciones que había hecho mamá en los cursos del barrio para amas de casa. La orla de mi fin de carrera con las fotos de mis compañeros en blanco y negro. Y la mía, una imagen en la que no me reconocía, seria, grave, convencida de que había hecho algo muy importante al ser la primera de la familia que había conseguido ser universitaria. Recuerdo que hasta me hice unas tarjetas de visita inútiles en aquel momento con mi nombre y con la leyenda Filóloga, que casi nadie sabía lo que quería decir. Pero como todo el mundo estaba orgulloso de que por fin alguien de la familia hubiera ido a la universidad, la orla llena de caras más o menos sonrientes, más o menos antipáticas, ocupó siempre la pared principal del salón.

      Me siento en uno de los sillones, el que está más cerca de la librería. La librería. Nunca supe por qué ese mueble tiene un nombre tan pretencioso, cuando en realidad es un armario con estanterías, aparador, televisión, vitrina, mueble bar y generalmente con muy pocos libros.

      La contemplo y pienso que ahí está una parte de la historia de mi vida. Abro la puerta de la parte inferior. Ahí tenía mamá la vajilla de los días de fiesta. Y la botella de la quina Santa Catalina. La vajilla sigue en su sitio, ordenada por el tamaño de los platos y las fuentes. Y hay una botella de quina. La debió de comprar mi padre poco antes de enfermar. La abro. La huelo. Me la llevo a la boca y bebo un trago.

      —Por vuestra memoria, ya que no puedo brindar por vuestra salud.

      De repente, regresan los días en los que el cuarto de estar no estaba habitado por las sombras y el silencio. Los vinilos de 45 y los LP sonaban los fines de semana. Algún domingo incluso comíamos allí y no en la cocina como el resto de los días. Mi padre montaba el tren eléctrico, mamá cocinaba la paella cuyo olor llegaba hasta el salón, y la abuela tejía con aquellas largas agujas de acero con las que se podía cometer un homicidio con gran facilidad. Yo hacía los deberes al ritmo de la música de Los Brincos y de Los Tamara. A veces hasta venían a comer o a merendar mis tíos y mis primos.

      5

      —Mamá, ¿quién era José Antonio Primo de Rivera?

      Mi madre palideció. Había otras madres alrededor esperando a sus hijas a la salida del colegio, e incluso una de las monjas que nos acompañaban hasta la puerta principal. Mamá no contestaba, así que insistí.

      —Mami, que quién era José Antonio Primo de Rivera.

      —Pues —titubeó por fin—, era el fundador de la Falange. Lo mataron en la guerra.

      —¿Y qué es la Falange? ¿Y por qué lo mataron en la guerra?

      Y ya esas preguntas se quedaron sin respuesta porque mi madre no sabía qué contestar. La Falange era un partido, pero no había otros partidos, porque estaban prohibidos. Si la palabra «partido» viene de «parte» y no había otras «partes» era muy complicado de explicar, sobre todo a una niña de seis años, y por una mujer que había vivido toda su vida inmersa en una realidad única, que no permitía que nadie preguntara ni se preguntara más de la cuenta.

      Hicimos el camino a casa en silencio. Mi madre, seguramente, iba buscando una posible respuesta que no encontró. Y yo iba pensando que por primera vez me había quedado sin estampa de la Virgen porque la monja había hecho una pregunta que yo no había sabido contestar. Estábamos empatadas.

      Cuando llegamos a casa, me fui directamente a mi cuarto. Oí que mi madre cuchicheaba algo con mi abuela. Probablemente le estaba hablando de mi pregunta. No entendí las palabras que intercambiaron porque hablaban en voz muy baja, como hacían siempre que no querían que yo, o las paredes, escucháramos su conversación. Mamá me había comprado una breva rellena de crema en la pastelería de la señora Nati, que estaba a medio camino entre la escuela y nuestra casa. No lo hacía todas las tardes, las brevas costaban dinero, pero sí de vez en cuando. Normalmente me la comía en la calle, antes de llegar al piso. Pero ese día masticaba tan despacio que la acabé en mi habitación, sentada en la silla que me había hecho mi padre para que pudiera hacer los deberes en el escritorio que había comprado para mí. Era un mueble articulado, con módulos que se podían subir y bajar a diversas alturas. La mesa para escribir estaba entonces a unos ochenta centímetros del suelo, y fue subiendo de posición conforme yo iba creciendo y sabiendo un poco más acerca de José Antonio, de la Falange y del abuelo en blanco y negro que salía mucho en la televisión.

      6

      Papá llegó a casa a las diez, como cada noche, después de trabajar por horas y en negro en el taller de enfrente. Se aseaba en el lavabo del taller para que no le viéramos las manos sucias de grasa. Luego en casa, se las volvía a lavar con unos polvos blancos con los que se las frotaba y frotaba hasta que no quedaba rastro de las seis horas en las que había estado dando martillazos a la chapa de algún coche accidentado. Nunca le vi las manos sucias a mi padre. Tenía la piel fina y las uñas siempre arregladas. Cualquiera que lo viera podía pensar que trabajaba en un banco o en una oficina, a pesar de que nunca ocultaba que era chapista, que arreglaba coches, por la mañana en el Parque Móvil Ministerial, y por la tarde en el taller de Soto, el mejor jefe que se podía tener: le pagaba bien, y además le daba un aguinaldo espectacular por Navidad.

      Esa noche mi madre le contó algo mientras cenaban porque, cuando entró papá en mi habitación para darme las buenas noches, se sentó en mi cama, me removió el pelo y me dijo:

      —Así que en el colegio os enseñan cosas de mayores.

      —¿Cosas de mayores? —pregunté.

      —Lo de la Falange y José Antonio son cosas de mayores.

      —Sor Josefina preguntó y yo no sabía la respuesta. —En el fondo, lo único que me preocupaba era que por primera vez no había sido la más lista de la clase.

      —No deberían hablaros de esas cosas. No —dijo, mientras movía la cabeza.

      Yo sabía que a mi padre no le gustaba el colegio, pero ante el empeño de mi madre, que había sido alumna feliz allí durante la mayoría de sus años escolares, sus ideas y sus deseos no tenían nada que hacer. Mamá se había empecinado en que la niña tenía que ir al mismo colegio que ella. Estaba convencida de que allí me enseñarían a ser una buena chica, además de a bordar, a coser todos los puntos, la vainica, la sencilla y la doble, el nido de abeja y todas esas cosas que nunca aprendí, pero en las que ella era muy hábil. Mi padre hubiera preferido que me educara en un colegio diferente. Pero, según mi madre, no había muchas opciones: la única escuela pública del barrio no tenía buena fama porque a ella iban los niños más pobres y no llevaban uniforme. El otro colegio era del obispado y a él iban muchos gitanos. Y el único laico y con buena fama era el que estaba en medio del Parque, y eso estaba demasiado lejos para hacer cuatro viajes al día. No obstante, la razón principal era que mi padre no quería discutir con mi madre. Si ella deseaba llevarme a su colegio de monjas, mi padre aceptaba sin más. Ponía mala cara, pero callaba. Hacía años que había aprendido que no le quedaba más remedio que aceptar y aguantar: en el trabajo, en casa y en la vida en general.

      —¿Por qué no deberían hablarnos de esas cosas? —le pregunté desde mi curiosidad infantil.

      —Porque estáis en la edad de jugar.

      —Pero al colegio vamos a aprender. Tú quieres que yo aprenda muchas cosas. Siempre me lo dices.

      —Todo

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