Null Island. Javier Moreno

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Null Island - Javier Moreno Candaya Narrativa

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figurarse usando los materiales de la ficción.

      Podríamos catalogar, de hecho, los sucesos de nuestra vida en sucesos que se repiten (con leves diferencias) y sucesos que solo ocurren una vez. Hay verbos rotundos y definitivos como nacer o morir que no admiten segundas partes. Los sueños y la mayoría de nuestras lecturas resultan irrepetibles. Al igual que algunos amores. Lo que no se repite pareciera condenado al olvido pero, al mismo tiempo, es el material idóneo del que se abastece la ficción.

      Me doy cuenta de que los dos párrafos anteriores repiten su final y que en esa repetición encuentran precisamente su sentido.

      Imagino la historia de un hombre de una sensibilidad enfermiza en lo referente a la memoria. Ese hombre experimenta una melancolía infinita al rememorar escenas de su pasado en compañía de personas que ya no están, personas cuya amistad o cuyo amor se extinguió. Cree ese hombre que si consiguiera regresar a esos lugares donde fue dichoso en compañía de los nuevos amigos o los nuevos amores conseguiría mitigar ese dolor, como si la memoria pudiese reescribirse o, al menos, adecuar su naturaleza a la de un palimpsesto. Así se dedica a viajar por todos aquellos lugares que forman parte de su pasado. Se aloja en los mismos hoteles y apartamentos. Come en los mismos restaurantes. Visita los mismos museos. Posa en un fotomatón con la pose desconcertada de sus dieciocho años con la intención de confundir a aquel otro de su pasado y arrebatarle la soberanía estéril de su juventud. Solo cambian los amigos y amantes que le acompañan en su extraño periplo. Trata de vivir intensamente el presente y, a veces, lo consigue. Sin embargo ni siquiera en esos raros momentos logra eclipsar por completo el recuerdo. Más bien ocurre lo contrario: las impresiones del presente remueven el pasado, avivándolo. Es –piensa– como si a la actualidad le brotase una sombra para teñirla de ridículo, como si cada gesto interpretase la parodia de una intensidad ya extinguida. ¿Acaso regiría para la experiencia –se preguntaría ese hombre– una ley similar a la de la termodinámica? ¿Amenazaba a la experiencia un declive semejante al que afectaba al cuerpo físico? ¿Era imposible sentir como la vez primera? ¿Se acartonaban de consuno la piel, los sentidos y la memoria? ¿Y si no fuera así? No había que descartar la hipótesis de que la ausencia fuese en realidad un efecto de postproducción de la película del yo, un filtro que la hacía parecer más interesante, más emocionante y, desde luego, más lacrimógena. Pero, y esta era en definitiva la pregunta crucial, ¿era posible extirpar ese filtro o más bien venía incrustado en el código genético como las instrucciones para que nos creciesen dos ojos y dos manos con un pulgar oponible? ¿Era necesariamente la película de su vida, de todas las vidas, una historia condenada a la melancolía?

      Como solo. Luego me echo una siesta. El de la última noche fue un sueño inquieto, de los que no procuran verdadero descanso. Me tumbo en el sofá con Muerte de un apicultor entre las manos. La novela me gusta pero aun así el sueño me doblega antes de acabar la lectura de la página.

      Sueño con un camino en medio del bosque. La sensación que me envuelve es apacible. Cantan invisibles los pájaros mientras camino entre los árboles. El sonido de los pájaros es reemplazado por el entrechocar de las hojas de los árboles, o tal vez sea agua. Ambos ruidos se confunden, como si los árboles hubiesen decidido en algún momento de la evolución del planeta imitar el canto de las aguas, o quizás fuera a la inversa. La naturaleza tiende a deleitarnos por medio de una red de analogías de las que es posible extraer un puñado de leyes y, sobre todo, de belleza. El sendero se estrecha y ahora camino entre rocas. Atisbo sin embargo el final del recorrido que, en efecto, desemboca en una impresionante cascada. El fragor del agua es tan intenso que se confunde con el ruido blanco. Miro la cortina de agua como miraría una pantalla de televisión a la espera de que regrese la señal. Poco a poco centro mi atención en el agua y, resignado a la insignificancia, dejo de esperar nada más.

      Despierto con la convicción de que el significado está sobrevalorado. Esta certeza, lejos de incomodarme, me produce una enorme sensación de bienestar.

      El lenguaje resulta inútil para describir los sueños. Por eso nos aburren los sueños de los demás, como asistir al esfuerzo de alguien que intenta poner en órbita un cohete usando un tirachinas. En el sueño uno es al mismo tiempo el actor, el espectador, el director, el cámara, el guionista y el escenógrafo. Y cómo contar toda esa mezcla de tareas usando la mera posición de un narrador. Imposible. El lenguaje fracasa normalmente al describir la realidad. En el caso del sueño ese fracaso es doble o quíntuple.

      El de la cascada es un sueño recurrente, como las olas del mar. Es un sueño que, por tanto, quiere decirme algo.

      Paso la tarde frente al teclado, tratando de atraer a unas cuantas palabras que, sin embargo, me rehúyen.

      Bruno me dice que tal vez necesito probar con otras mujeres, que Marta está muy bien pero que posiblemente mi polla necesite más estimulación. He quedado con él en un bar de Malasaña aprovechando que Marta se había citado con unas amigas. Nuestros gin-tónics se vacían al unísono. Bebemos, hablamos, bebemos, hablamos, completamos un ciclo que se repite siguiendo una precisa y espontánea sincronía. Los ciclos y las repeticiones son el leitmotiv (valga la redundancia) del día. Su idea es que la polla es una especie de aparato que funciona solo a partir de cierto voltaje. Luego me pide que piense en mi polla como en un electrón atrapado en un orbital (el de la flaccidez), ansioso de recibir la suficiente energía como para pasar al siguiente (el de la erección). Bruno me obliga a imaginar mi miembro viril a través de oscuras metáforas científicas. Está claro (eso opina él) que Marta no me excita lo suficiente. Es normal, continúa, lleváis mucho tiempo juntos; os queréis pero habéis perdido tensión sexual; os conocéis demasiado bien, y para que haya atracción se necesita cierta distancia, diferencia de potencial, eso es; y lo dice como si en verdad estuviese convencido de ello y yo fuese un alumno de bachillerato que atiende las explicaciones de su profesor de física. Puede que en el fondo tenga razón. Fumo tabaco sin boquilla. Me gusta el picante y las especias. Necesito estímulos fuertes para reaccionar, para sacarme de la insensibilidad en la que a veces me adormezco. Si fuera un aparato eléctrico supongo que necesitaría una corriente de 400V. No sería un microondas sino una nevera industrial o un láser. Tal vez podríais recurrir a la lencería, prosigue Bruno, o echar mano de un juguete sexual, algo que rompa la monotonía de vuestros encuentros. O las páginas de contactos, añado yo de manera casi inconsciente, dejándome llevar por el lugar común, que es el responsable de las charlas de ascensor y de las malas novelas. Eso es. Puedo inscribirme en Ashley Madison o en Meetic. No es necesario consumar, aunque eso tampoco hay que descartarlo. A Bruno le brillan los ojos, en un claro efecto de transferencia emocional. Bruno piensa que el hecho de chatear y lanzar flechazos a mujeres que no conozco y muy probablemente indeseables será suficiente para elevar mi nivel de testosterona y recuperar la frescura y el cachondeo de los inicios. Yo no me siento con fuerzas de refutar su tesis que intuyo convencional y confusa, así que me dedico a asentir como si en realidad tuviese que meditar sobre el asunto y le invito a otra ronda como recompensa por sus esfuerzos. En realidad, insiste, no es distinto a entrar a un bar lleno de mujeres, más o menos guapas, más o menos listas. La única diferencia es que ahí todas quieren ligar, sobre todo las que tienen una lucecita verde prendida encima de la cabeza. La cosa, tal y como la cuenta Bruno, tiene su gracia. Lo cierto es que ya estuve abonado a uno de esos sitios antes de conocer a Marta, en parte por curiosidad y en parte para documentarme si en algún momento tenía que hablar del tema en alguna de mis novelas. Recuerdo las estériles sesiones de chat y los mensajes de preciosidades anglosajonas o eslavas, en realidad programas virtuales, robots diseñados para satisfacer nuestra infantil fantasía de hombres seductores. Éramos 31 millones de hombres en una dura competición para atraer a 5,5 millones de mujeres, de las cuales solo 12.000 eran reales. Intentaba contactar con mujeres muy jóvenes que se burlaban (con toda lógica) de mis pretensiones, y puedo decir que llegué a tomarle el gusto a aquel papel de cuarentón patético despreciado (no mames, huevón) por procaces bellezas de veinte años. El patetismo es un rasgo del carácter asequible para cualquiera. Le cuento todo eso a Bruno y sonríe y me dice que pasaba lo mismo en los scouts. El qué, indago. La desproporción de chicos y chicas,

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