Mientras respiramos (en la incertidumbre). Carlos Skliar

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Mientras respiramos (en la incertidumbre) - Carlos Skliar

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transformación –o la mutación– es impresionante y de por sí elocuente: esos dos estudiantes se han vuelto máquinas –una transformación que también muestra el artista japonés en los operarios de las fábricas, que mutan hacia un engranaje que no permite distinguir lo humano del artefacto o que los confunde de una vez–, transfigurando la idea de estudiar o de estudiante en una figura tortuosa y mortífera, despojada de cuerpo y, por así decirlo, de espíritu.

      La imagen del estudiar, del estudiante, del lector es, en cierto modo, reconocible, precisa pero, por cierto, ha sufrido un largo proceso de transformación y quedó desteñida durante el tortuoso pasaje reciente de la vida estudiosa y lectora a la vida expuesta a ambientes de aprendizaje solamente provechosos.

      Si se recuperara esa imagen, podría verse lo siguiente: alguien de edad incierta, alguien del común, alguien que es cualquiera, se encuentra en medio de una sala o de una habitación estrecha, con una iluminación acentuada, cuyo foco –una lámpara pequeña, una vela– que apunta hacia un escritorio, se disemina quizá hacia un libro y hacia un cuaderno, junto con lápices o tinta, agua o café o té humeantes, sin que nada o nadie parezca interrumpir, cerca de una ventana entrecerrada, más allá una biblioteca, algunas ropas desperdigadas, y el resto de la escena nulo o ausente.

      El así llamado o visto como estudiante, el individuo que estudia, está reconcentrado, absorto, suspendido en el tiempo, habitante de una interioridad que no se sabe bien qué es aunque existe, posada su mirada en detención sobre un fragmento de ardua comprensión, buscando alternativamente otros párrafos para dilucidar el anterior, o quizá con un gesto de estupor, intentando escudriñar si alguna palabra alrededor le ofrece los indicios necesarios para seguir adelante o debe volver atrás, una y otra vez, hasta que su contracción le indique que su cuerpo ya está de nuevo en el presente del texto.

      Quien estudia, aplicado en esa imagen, parece estar ausente y a la vez prestando una atención que desde fuera parece tensa, excesiva, como si el mundo o cierta parte del mismo hubiese dejado de existir y otro mundo o cierta porción de otro mundo se hiciera presente de un modo revelador o al menos esencial. Está preocupado solo por una razón a todas luces ínfima pero trascendental: dar una determinada forma a un asunto hasta aquí informe, alojarlo en su interior, saberlo en el sentido de su transformación en algún signo cuya intuición anterior era todavía parca o abismal, y envuelto en una atmósfera de lentitud, como si hubiera todo el tiempo por delante o el tiempo no existiese como tal, o fuese otro tiempo.

      La iconografía del estudio, del estudiar y de quien estudia es bien conocida, insistentemente repetida en la historia de la filosofía y en las representaciones de las artes, y hasta hace poco no tenía rivalidad a la vista. Difícilmente se puedan encontrar imágenes disímiles a las que eran habituales, por la sencilla razón de que su sentido era identificable en su misma apariencia, bajo la forma de la actividad o tarea e incluso, en cierto modo, celebratorio o virtuoso.

      Podría ser, sí, tildada de individualista, de cierto privilegio y hasta de ser una imagen de lo particular o de lo privado –confundiéndola tal vez con la privacidad–, pero incontestable en su fisonomía espacial y temporal: un individuo volcado corporalmente hacia un ejercicio –el de la lectura, de la escritura, de la atención, del pensamiento, de la voz baja– que se sustrae o se suspende o se distancia de otra ocupación inmediata, que desconoce las consecuencias utilitarias y futuras de su acto y que busca y rebusca una probable traslación hacia un mundo en principio ilimitado.

      Algunas sutilezas pueden hallarse en medio de esta repetición de la imagen en cuestión, si se aprecia con atención las pinturas que ilustran la gestualidad tipificada del gesto de estudiar; por ejemplo en Dama estudiando, de Ethel Leach (1913); en Tito estudiando, de Rembrandt (1655); en Agonía de la creación, de Leonid Pasternak (s/f, primera mitad del siglo XX) o en El lector en blanco, de Jean-Lois Meissonier (1857) –por mencionar solo algunos ejemplos–; allí se advierte que en el ejercicio del estudiar una mano sostiene la cabeza y otra mano se aferra al objeto portante del texto o la escritura; la circunspección es evidente, la tensión también lo es, y no hay ninguna diferencia en los elementos que componen la ejercitación: es la mesa como apoyo, es el cuerpo como sostén, son los libros en tanto presencia del mundo, es la escritura como registro particular o singular, y es alguien –a quien no se ve, no puede verse– que ha indicado, señalado, sugerido, invitado a la lectura. En una versión de esta misma escena, menos juvenil y más niña: “El niño sigue sus trazas ya medio borradas. Se tapa los oídos al leer; su libro descansa sobre la mesa, demasiado alta, y una de las manos está siempre encima de la página” (Benjamin, 2002).

      La escena, así tipificada, está aliada a la detención del tiempo y a una configuración del espacio como retiro o refugio; a un ambiente de silencio y de poca luminosidad; a la soledad, el esfuerzo o el devaneo, emparentando de una forma nítida la idea de estudio con la de lectura, en una cierta sincronía con aquello que Hugo de San Víctor (2014) pensó como los movimientos espirituales del ejercicio de lector: meditatio, circunspectio, soliloquium, ascentio (meditación, circunspección, soliloquio, ascensión).

      Didascalicon, de studio legendi —el tratado Del arte de leer— de Hugo de San Víctor (1096-1141) se configura como la primera didáctica de la lectura y el modo particular de hacerse práctica. Como bien se sabe, la expresión didascalicon proviene del griego y significa enseñanza o instrucción o, inclusio, educación en términos más generales. Allí la lectura encuentra tres modos de aproximación, intrínsecamente vinculados: como el estudio individual o personal, como la exposición a la lectura y, en fin, como el proceso de aprender de esa lectura o de su exposición.

      En el Libro III del Didascalicon hay varios fragmentos que vale la pena apreciar; de hecho, al recorrer sus apartados surge una idea de lectura enclavada en el centro de un entramado filosófico o bien de la ejercitación filosófica, como, por ejemplo, la meditación, la memoria, la disciplina, la humildad, la tranquilidad, el empeño por indagar, la parsimonia y el exilio.

      En este contexto de desmoronamiento corporal, están de parabienes los partidarios del vínculo unívoco y absoluto entre educación y nuevas tecnologías, como única forma válida de transmisión en el reinado de las sociedades del aprendizaje y del conocimiento utilitario.

      Las escuelas, los colegios y las universidades se han vaciado en sus espacios pero no en su febril actividad: todo se hace a distancia, como era de prever, sin olvidar que antes de la cuarentena buena parte de los sistemas educativos tendían a ello o deseaban hacerlo de una buena vez. La tecnoeducación ya había invadido las aulas en buena parte de las prácticas y el mercado había apostado decididamente por la creación de una posibilidad cierta de hacer de las instituciones de formación salas virtuales, salvo bellas y contadas excepciones.

      Cuánto lo humano ya era en sí tecnología es algo que puede y debe discutirse, pero la invasión en estos tiempos críticos de recursos, formas, estrategias, diseños, herramientas, buenas prácticas (todos ellos afiliados a la idea de virtualidad) es una preocupación que resulta insoslayable.

      ¿Qué queda de los espacios físicos –de roce, de fricción, de gestualidad, de corporalidad en fin– en donde el enseñar y el aprender se sostenían en vínculos de olor y sabor? ¿Qué queda del educador que toma la palabra y la democratiza a través de los sinuosos caminos de las miradas y las palabras de los estudiantes? ¿Qué queda de las formas conjuntas de hacer arte y artesanía, de tocar la tierra, de jugar, bajo la forma tiránica de la pantalla siempre-encendida?

      Y, junto a esto, hay también la sensación de que, durante la pandemia, de lo que se trata en educación es de hacer hacer, de mantener ocupados a los niños y los jóvenes, de replicar horarios y rutinas. Como si pudiéramos reconcentrarnos en un mundo que está en aislamiento y olvidarnos de lo que nos angustia y conmueve.

      Así vistas las cosas, así sintetizadas, es factible que la imagen de lo educativo quede completamente desdibujada, sea una

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