Fantasmas de la ciudad. Aitor Romero Ortega

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Fantasmas de la ciudad - Aitor Romero Ortega страница 6

Fantasmas de la ciudad - Aitor Romero Ortega Candaya Narrativa

Скачать книгу

estando en Noruega, las autoridades le mantuvieron en arresto domiciliario con el plácet de Moscú. De España tal vez le atrajo su situación política y una amable forma de nostalgia por el país de sus estrambóticas peripecias antes de ser el Trotski que todos conocemos. La cosa no resultó y en noviembre de 1936 el gobierno mexicano de Lázaro Cárdenas, a instancias de Diego Rivera, le abrió los brazos y León Trotski partió hacia allí junto a su mujer, Natalia, a bordo de un petrolero noruego llamado Ruth (el segundo barco que cruza el Atlántico en esta historia). Como Cravan, podría añadirse, porque al final todos los caminos, de una u otra manera, conducen a México, con la diferencia de que al revolucionario lo recibieron con honores de Estado y el poeta-boxeador desapareció como un completo desconocido.

      Fue leyendo a Hans Magnus Enzensberger, en su libro El corto verano de la anarquía (Vida y muerte de Durruti), como descubrí que a Trotski le había interesado tanto la Guerra Civil española. La obra de Enzensberger, que uno nunca llega a saber si se trata de una novela de no ficción o de un libro de historia, está construida en gran parte por una colección de testimonios de los protagonistas de la época. Los testimonios de Trotski, análisis políticos a menudo muy severos con las fuerzas obreras españolas, salpican gran parte del libro. En la Guerra Civil hay una figura que brilla como una suerte de reflejo pobremente autóctono, quizá la versión catalana de Trotski. Alguien de quien, con la tramposa visión panorámica que da observar el pasado desde el presente, se puede decir que incluso anticipa su destino. Se trata de Andreu Nin. La edición de Mis peripecias en España que leo mientras escribo este texto está traducida por Andreu Nin. Cuando leemos el relato en español, por lo tanto, la voz que nos habla no es la de Trotski, sino la de Andreu Nin, que a través de su voz nos cuenta la historia de otro. Esa es la magia de la traducción. Esa es, si uno se detiene a pensarlo, la magia de la literatura. Un relato que se filtra a través de otra voz. Siempre hay algo que se pierde ahí. Es irremediable. Quizá también hay algo que se gana. Todo relato se construye de revelaciones, pero también de omisiones y de olvidos. Y cada nueva versión alumbra un texto nuevo.

      Es curiosa la vida de Andreu Nin, sobre todo si se superpone con la de Trotski. En 1921 fue elegido por la CNT como uno de los delegados que acudirían a la Unión Soviética con motivo de un congreso de la Internacional Sindical Roja. En 1922 la CNT abandonó la organización, pero Nin permaneció en Moscú. Se convirtió en un estrecho colaborador de Trotski, casi su secretario personal, y en 1926 pasó a formar parte de su Oposición de Izquierda para evitar el ascenso de Stalin en el partido. Aprendió ruso y volcó al catalán por primera vez a los grandes novelistas rusos del siglo XIX. Tradujo a Dostoievski y a Tolstoi. Tal vez Nin también soñaba en su infancia con ser escritor, quién sabe. Esas traducciones, según me cuenta un escritor catalán amigo mío, están hoy algo superadas. Es normal. El idioma literario envejece mucho más rápido que el idioma común, por eso es necesario volver traducir a los clásicos cada cierto tiempo. Sin embargo, se me ocurre ahora que esas traducciones ya prefiguraban entonces el destino vital de Nin. Es imposible no comparar a sus asesinos, oscuros funcionarios que cumplían con espeluznante diligencia la tarea que les había sido encomendada, con el Raskólnikov de Crimen y castigo cuya voz tradujo Nin, siempre tan inmerso en miedos y tribulaciones.

      En 1930 Andreu Nin fue expulsado de la Unión Soviética y tras romper con Trotski en 1934, que abogaba en España por infiltrar al PSOE, fundó el POUM en 1935. Al principio de la Guerra Civil ocupó puestos de responsabilidad en la Generalitat republicana, para ser detenido después de los sucesos de mayo de 1937. Fue trasladado a Valencia, luego a Madrid y finalmente a Alcalá de Henares donde fue torturado y ejecutado por agentes rusos. No obstante, la muerte de Nin estuvo cubierta por un halo de misterio durante mucho tiempo. Según la versión oficial se pasó al bando nacional. El propio Negrín sostuvo que había sido liberado por sus amigos de la Gestapo. A grandes rasgos, esa es la vida de Nin. Todas las vidas, en realidad, incluso las de los grandes aventureros, están compuestas por unos pocos movimientos y pueden resumirse en un párrafo.

      Durante una etapa de mi juventud, poco antes de entrar en la universidad, sentí cierta curiosidad por la figura de Nin. Ahora, con la distancia del tiempo, me da la impresión de que me interesaban más las circunstancias de su muerte que su propia vida. En mi cándido pensamiento de entonces creía que ese asesinato sin resolver tenía la facultad de ocultar un secreto providencial. Recuerdo la relación que establecí con el que en aquel entonces era mi profesor de historia. Yo tenía 17 años. De alguna manera, él percibió mi interés por la Guerra Civil, acontecimiento histórico que a él también le interesaba. A menudo nos quedábamos conversando después de clase sobre hechos que yo conocía vagamente de discusiones con mi madre, de los relatos de mi padre y de alguna lectura azarosa. Ahora me viene a la memoria como en un pasillo, tras terminar una clase, me explicó con todo lujo de detalles cómo habían matado a Andreu Nin. A veces piensa uno que en cuestión de crímenes, la sofisticación es más aterradora que la brutalidad. Aquello me pareció entonces una nueva forma de ingeniería del dolor. Creo que a partir de ahí, una vez resuelto el misterio, mi interés por Nin empezó a desfallecer. Apenas he pensado en él durante todos estos años. A veces he encontrado su rastro en artículos, en conversaciones con amigos, incluso en algún cartel, sin que me produjera grandes emociones. Podría decirse que lo había olvidado. O que había olvidado, al menos, el efecto de una curiosidad que se fue sin dejar huella. Sentí algo especial, sin embargo, cuando vi que era el traductor de Mis peripecias en España y a medida que iba avanzando en la construcción de este texto, se me fue apareciendo como una sombra latina, como una proyección meridional de Trotski, como si la historia fuese a veces una mera repetición de los mismos argumentos en distintas latitudes con ligeras variaciones. Un poco como la literatura. Y es que puede decirse que Nin fue el telonero de un destino trágico. Bien mirado, existe una simetría macabra entre ambas muertes. A Nin, que era catalán, lo mataron los rusos. Y a Trotski, que era ruso, lo mató un catalán.

      9

      Fue en Alicante, y yo debía de tener alrededor de quince años, cuando explorando en la colección de películas en formato VHS de mi tío Iñaki encontré una titulada El asesinato de Trotski. Mi tío Iñaki es uno de los más fieles coleccionistas que he conocido jamás de cualquier fascículo que entreguen con los periódicos, ya sean vólumenes de la literatura universal, del cine clásico o un montón de plásticos inservibles para montar el Titanic. Tenía en su habitación paredes repletas de libros y de películas. Explorando en esas colecciones populares encontré aquella película, de la que en primer lugar me extrañó el título, tan explícito, y después la carátula. La vimos aquella misma noche. Aquellos meses de agosto, en una Alicante canicular, Iñaki y yo veíamos una película cada noche, con todas las ventanas abiertas y un ejército de ventiladores. A menudo teníamos que hacer verdaderos esfuerzos para que la conversación familiar de mi abuela y mis tías no interfiriese en la propia trama.

      De la película solo conservo unas pocas escenas vagas. La casa mexicana de Trotski protegida por voluntarios. Su capacidad de trabajo. Un fallido intento de asesinato. Y ese extraño personaje, un belga, alto y moreno, que se introducía con facilidad en el círculo de confianza de Trotski. Se me quedó grabada en la memoria la escena del asesinato. En un alarde de originalidad, el asesino empleó un piolet para agujerear el cráneo de Trotski, algo que seguramente ha contribuido a hacer del crimen uno de los más famosos de la historia. Recuerdo la escena como algo más bien desagradable. Y sangriento. Trotski sentado en su despacho, leyendo unos papeles que le ha entregado ese nuevo amigo que aguarda de pie a su espalda, hasta que de pronto el belga, que esconde el piolet en la chaqueta, percute por detrás el cráneo de su víctima. Trotski se queda estupefacto durante unos segundos, doblemente estupefacto: por el dolor físico y por el dolor del asombro, que es siempre el dolor de la traición. Bracea, después grita y el belga se queda paralizado unos segundos. Recuerdo todavía el alarido de Trotski que espantó a su asesino y evitó que lo rematase en el suelo en ese mismo momento. Un grito sobrecogedor: el grito del siglo XX. Mucho tiempo después he leído que a Trotski lo que más le obsesionaba mientras se desangraba en el suelo de su despacho mexicano, era que su nieto, todavía un niño, no presenciara la escena.

Скачать книгу