Almas Gemelas. Raimon Samsó

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Almas Gemelas - Raimon Samsó

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Él suele ir colgado de su teléfono móvil, de modo que no es fácil tener una conversación con él, a menos que lo llame por teléfono –rió–. A menudo organizan unas fiestas chirriantes, muy pasadas de vuelta. Creo que necesitan cometer todos esos excesos debido a un exceso de presión en el trabajo. Y bien, en el tercero vive Javier, bueno ¡ahora usted! Perdone, ¿le apetece otra cerveza, señor Víctor?

      Sam: afroamericano, divorciado, exboxeador retirado, es una magnífica persona con quien pronto trabé amistad. Me refiero a esa clase de complicidad exclusiva entre quienes vienen de recibir una cantidad abrumadora de golpes. Seguramente Sam tiene un cuerpo de gigante porque su corazón también lo es. Me dio mucha información acerca de la ciudad, y enseguida me puso al corriente. Después, en las sucesivas noches, solíamos conversar horas y horas frente a la puerta principal del edificio.

      Me contó cientos de veces su vida, una historia por desgracia demasiado frecuente en el mundo del boxeo. Llegué a conocerme todas sus victorias una por una. Y sólo una vez me contó el único «K.O.» que lo tumbó inconsciente en la lona. Años después una mala mujer le tumbó el corazón. De aquella relación inapropiada surgió Lorena, una muchacha encantadora que se abría camino como cantante de reparto para varias casas discográficas.

      —Lorena le ha hecho los coros a Mariah Carey y Toni Braxton. ¿Las conocen en España? Son muy buenas. Música soul y rhythm and blues, ¿sabe...? –preguntó Sam.

      Lorena me preguntó si un día le pintaría un retrato. Y yo contesté que «un día», porque ya no pintaba. Había dejado de considerarme pintor desde el mismo momento en que mi avión despegó del aeropuerto y Barcelona quedó atrás. Esto último no se lo dije, pero lo pensé. Y desde entonces, siempre que nos veíamos, Lorena me recordaba mi promesa. Y yo le confirmaba el compromiso: «un día».

      Subimos arriba, al tercer y último piso. El estudio me pareció ideal. Lo que llaman un loft: todo integrado en una pieza diáfana. Lo inundaba la luz que se colaba por las grandes cristaleras y por un techo abuhardillado en parte de cristal. Eché un vistazo a mi alrededor, mientras Sam cerraba la puerta a mis espaldas.

      Dos de las cuatro paredes estaban acristaladas y a través de ellas el cielo se precipitaba en el interior del estudio. Al amanecer los rayos del sol entraban tímidamente, pero a mediodía –y sobre todo por la tarde– la luz era tanta que las sombras resultaban imposibles. En medio de la estancia: un sofá blanco, el equipo de audio-vídeo y una lámpara halógena de pie, fría, vanguardista. El estudio estaba pintado en blanco inmaculado. El mobiliario, escaso, y el suelo de madera de cerezo.

      Todo resultaba –hasta el más leve detalle– muy minimalista. A un lado, junto a la cristalera, un caballete, un montón de cuadros, de pinturas, y de utensilios. Más allá, una pequeña cocina, integrada. Junto a la pared, una cama –azul como un mar en calma– que se aislaba del conjunto por medio de un biombo que representaba una biblioteca antigua.

      —Para cualquier cosa que necesite, ya sabe dónde encontrarnos. A veces uno se encuentra muy solo en una ciudad como ésta, en la que las distancias son enormes –se ofreció Sam.

      —Gracias, lo tendré en cuenta.

      Cerró la puerta tras de sí. Allí estaba yo, con mi escaso equipaje y el ánimo envuelto en un hatillo. Parecía como si volviera a nacer a un mundo nuevo, pero reencarnado en un cuerpo antiguo lleno de cicatrices. Envuelto en el silencio y en medio de aquella estancia, podía sentir cómo algo nuevo estaba abriéndose paso hasta mí. Me senté en el suelo, en medio de la sala, marqué un número en mi móvil y hablé con una amiga de Barcelona. Deseaba expresarlo: había llegado y seguía solo.

      Esa noche tuve un sueño.

      De ésos que se te quedan grabados y no se olvidan.

      Por tres veces oí mi nombre en la oscuridad, mi nombre entre dos pausas nítidas. Y yo, tan acostumbrado a hablar para mí, susurré: «Dime, amor».

      —He venido a decirte adiós –era la voz de Clara–. Me voy para siempre.

      —¿A dónde vas?

      —Al otro lado de tus sueños para no ser un estorbo en tu ánimo. Quiero dejar de ser un tropiezo en tus noches. No me llores más. La vida no está hecha para las lágrimas sino para volver al amor.

      Esa noche la percibí increíblemente real. Compartimos el silencio de la despedida como un anticipo de su definitiva ausencia. Cuánto tiempo estuvimos así, no lo sé. Y antes de irse para siempre –como se van del corazón los amores imposibles–, se dio media vuelta bajo el arco de la puerta para decirme:

      —Sabes, Víctor, la muerte no existe. Sólo existe el amor.

      Ésa fue la última vez que soñé con ella.

      Ya no volví a sentir su latido junto al mío cuando me despertaba sobresaltado en la madrugada. Ni en este, ni en el otro continente. «Sólo existe el amor», sus palabras quedaron grabadas en el recuerdo. Y esa noche se desvaneció para siempre de mi memoria el intenso perfume de las rosas que ella cuidó y que hicieron de nuestro balcón un jardín inapelable.

      Capítulo Tres

      Conocí a Jodie Wright un martes de marzo. Y si aún hoy, después de los años, me preguntaran cómo era ella, me resultaría difícil responder a esa pregunta. Sin duda, una mujer que resplandecía en todos los sentidos. Alguien que puede descubrirte a cada momento cosas nuevas –simples, importantes, tuyas– en las que no habías reparado antes.

      Recuerdo su aspecto: radiante. Llamaba la atención: esbelta, treinta y pocos, increíblemente atractiva. Contemplaba un cuadro en una pequeña galería de arte en Santa Mónica. La Donna Marie Gallery, en la tercera avenida. Bronceada, ojos color miel, labios perfectos. Vestía informalmente, lucía unos tejanos desgastados, una camiseta blanca y un jersey turquesa anudado al cuello. Contemplaba el cuadro con un aire tan ausente que más parecía estar mirando a través de una ventana. Y sus ojos parecían mantener una profunda conversación con lo contemplado, de tal modo que el silencio en ese instante era obligado.

      Después de iniciar mi segundo recorrido por la galería, tras un primer y rápido vistazo general, volví junto a ella. El cuadro que tanto llamaba su atención era un paisaje impresionista que representaba un salto de agua sobre un lago rodeado de una frondosidad vegetal. Jodie observaba el cuadro y yo la observaba a ella. Un instante después, nuestras miradas se cruzaron, una, dos veces. A pesar de que me pareció adivinar en sus ojos cierto aire de desaprobación porque interrumpiera aquel estado de suspensión ante el cuadro, la abordé:

      —Los colores del agua son acertados, pero carece de profundidad. Todo en él es superficie. ¿No te parece?

      No obtuve ninguna respuesta, no en ese momento. Sólo una mirada y una media sonrisa de cortesía. Únicamente intentaba ser amable. Así que continuamos contemplando la obra mientras yo retrocedía al silencio.

      Por encima de cierto umbral de calidad, es difícil hablar de buenos o malos trabajos. Una pintura termina por llegar o por no hacerlo en absoluto. Así de sencillo. Y según parecía, a ella le cautivaba, no cualquier otro, sino ese paisaje en concreto. Un segundo después, sin esperarlo, y cuando ya me retiraba, ella se dio media vuelta y dijo:

      —Una

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