A merced de la ira - Un acuerdo perfecto. Lori Foster
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¡Madre mía!
Aquel hombre parecía educado, amable y… sexy, no como aquellos dos neandertales. Se acercó a ellos con una cara de pocos amigos que no admitía discusión. Medía más de un metro ochenta, era musculoso pero no en exceso, y tenía un aspecto limpio y elegante, aunque no tan relamido como los hombres que aparecían en las portadas de GQ. Su pelo, muy rubio, liso y un poco demasiado largo, contrastaba vivamente con sus ojos de un castaño dorado, los más penetrantes que Priscilla había visto nunca. Vestía pantalones chinos y una camiseta negra de una marca muy cara. Priscilla notó el abultamiento de un chaleco antibalas bajo la camiseta. Llevaba una sobaquera de cuero negro con una sola pistola y un cinturón con dos cargadores de repuesto, un arma paralizante, una porra y un bote de spray antiagresión. Sus botas negras de cordones, con la puntera reforzada, podían ser mortíferas.
Aquel hombre estaba listo para cualquier cosa.
Pero tal vez no para ella.
Su brillante mirada de color caramelo se deslizó, desdeñosa, por encima de los dos matones.
–Yo me encargo de ella.
Los hombres se alejaron refunfuñando.
Él la agarró del brazo.
–Venga conmigo.
Priss intentó resistirse, pero él era mucho más persuasivo que los otros dos, aunque no le hizo daño.
–¿Adónde vamos?
–A un sitio donde podamos hablar tranquilamente.
–Ah. De acuerdo –caminó rápidamente a su lado. Con sus zapatos planos, se sintió muy bajita y, de pronto, muy insegura–. ¿Trabaja aquí?
Él no contestó, pero le hizo doblar la esquina. Allí nadie la vería. Él, en cambio, siguió en medio del pasillo, y Priscilla dedujo que no quería perder de vista a los otros.
Cauto y desconfiado, dos cualidades que Priscilla valoraba.
Él la miró lentamente, desde el pelo castaño rojizo, recogido en una coleta alta, a las manoletinas planas, pasando por la rígida blusa azul y la anticuada falda a media pierna que llevaba puestas.
–¿Qué está haciendo aquí?
–Pues… –se fingió azorada por su mirada directa. Y lo cierto era que lo estaba. Solo un poco. Aquello era muy importante para ella. No podía meter la pata.
Abrazó contra su pecho su gran bolso y dijo con el temblor justo en la voz:
–He venido a reunirme con Murray Coburn.
–¿Por qué?
Ella abrió los ojos de par en par.
–Bueno, eso es privado.
El guardaespaldas se quedó allí, esperando, mirándola sin inmutarse. ¡Ja! Si pensaba que iba a acobardarse por una mirada, estaba muy equivocado.
Priscilla lo miró pestañeando.
–Creo que debería presentarme –le tendió la mano–. Soy Priscilla Patterson.
Él miró su mano y su párpado izquierdo tembló ligeramente. No la tocó.
–Sí, bueno… –Priss apartó la mano–. ¿Sería tan amable de decirle al señor Coburn que estoy aquí?
–No –luego añadió–: ¿Para qué quiere verlo?
Al ver que ella empezaba a desviar la mirada, la asió de la barbilla y le levantó la cara:
–No tengo tiempo para esto, así que deje de actuar.
Esta vez, los ojos de Priscilla se ensancharon espontáneamente. ¿Aquel hombre sabía que estaba actuando? Pero ¿cómo?
Él sacudió la cabeza y la soltó.
–Está bien, les diré a los hombres que la echen.
–No, espere –lo agarró del brazo… y le sorprendió su fuerza. Era como agarrar una roca–. De acuerdo, se lo diré. Pero, por favor, no haga que me marche.
Él cruzó los brazos y Priss apartó la mano.
–La escucho.
–Murray es mi padre.
El hombre la miró fijamente, inmóvil como una estatua.
–No me jodas.
Los tacos ya no la escandalizaban. Tenía veinticuatro años y había pasado gran parte de su vida en lugares sórdidos, luchando por sobrevivir. Aun así, sofocó un grito de sorpresa.
–Señor, por favor –se abanicó la cara como si estuviera acalorada y arrugó el ceño–. Le aseguro que hablo en serio.
Se oyó un ruido y él miró hacia el vestíbulo. Tras echar una rápida ojeada, masculló una maldición. La agarró del brazo, tiró de ella hacia un lugar donde no pudieran verlos y se inclinó para decirle:
–Escúcheme, señorita. No sé qué ridículo plan se le ha ocurrido para acercarse a Coburn, pero más vale que lo olvide.
–Pero no puedo hacer eso –contestó con toda sinceridad.
Él gruñó y la zarandeó.
–Créame, este no es sitio para usted. No pinta nada en este edificio, y mucho menos cerca de Coburn. Sea lista, mueva su lindo trasero y lárguese si no quiere verse en peligro.
¿Su lindo trasero? Priscilla frunció el ceño y miró hacia atrás. Por lo que veía desde allí, su trasero parecía inexistente gracias al corte de la falda. Por eso precisamente la había elegido.
Pero como él parecía sinceramente preocupado, se encogió de hombros:
–Perdone, pero no he venido hasta aquí para marcharme así como así.
Se oyeron pasos tras ellos. Él tensó la mandíbula.
–Hay una salida trasera. Siga por este pasillo, tuerza a la izquierda y cruce la…
–Disculpe –Priss pasó a su lado en el instante en que un tipo enorme doblaba la esquina, seguido por los dos matones que le habían dado la bienvenida y por otro hombre de tan mala catadura como ellos.
Había visto muchas fotografías, así que supo enseguida a quién tenía delante.
Murray Coburn.
Gigantesco, con un cuello y una espalda enormes, era exactamente como esperaba Priscilla. Hasta la perilla recortada y la mirada calculadora eran las mismas.
–¿Qué está pasando aquí? –Murray la miró de arriba abajo y, aunque Priscilla pensaba que no iba a gustarle, su mirada se volvió lasciva–. ¿Quién eres tú?
Priss