Movido por la venganza. Lee Wilkinson

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Movido por la venganza - Lee Wilkinson Julia

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      —No me había dado cuenta —dijo él, sorprendido.

      —Aunque nunca había venido a Estados Unidos hasta que se presentó la oportunidad de pasar un año en la filial que mi empresa tiene en Wall Street.

      —¿Dónde trabajas?

      —En Anglo American Finance.

      —La conozco —dijo él—. Es más, he hecho negocios con Martin Rothwell, el hombre que se podría decir es el dueño de Anglo American… ¿a qué te dedicas?

      —Soy la secretaria ejecutiva de Cheryl Rothwell, la hermana del señor Rothwell. Me la presentaron cuando fue a la oficina de Londres y cuando se enteró de que yo era medio americana, me ofreció esta oportunidad.

      —Ya. ¿Cuál de tus padres es el americano?

      —Mi madre. Nació en Boston.

      —¡Mira qué casualidad! La mía también.

      —Entonces… ¿tú también eres americano? No se diría por tu acento.

      —Lo que pasa es que, al igual que tú, yo soy mitad y mitad. Nací y me criaron en Nueva York, pero estudié en Oxford.

      Una naranja rodó escaleras abajo.

      —Por más divertido que sea quedarme aquí sujetándote, creo que será mejor que recoja tu compra, antes de que acabe llegando hasta la puerta de entrada.

      Mientras lo observaba juntar la fruta y el resto de la comida, Sera supo que ese encuentro había sido algo especial que marcaría su vida.

      —Aquí no ha pasado nada —dijo él, volviendo a meter todo en la bolsa marrón—. Excepto los huevos, por supuesto —le mostró la caja de huevos aplastados—. Espero que no pensases comértelos esta noche.

      —Para serte sincera, sí.

      —¿Ibas a comer sola? —le preguntó, sin retirar la vista de la mano izquierda de ella, en la que no llevaba alianza.

      —Sí.

      —¿Un viernes por la noche?

      —¡Solo llevo unos días en Nueva York! —se defendió ella—. No he tenido tiempo de conocer a nadie.

      —Pues lo menos que puedo hacer, después de tropezarme contigo y dejarte sin cena, es invitarte a una pizza. Soy Keir Sutherlands, mucho gusto —dijo él, tendiéndole la mano.

      —Encantada. Me llamo Sera Reynolds —respondió Sera. Su primer impulso fue aceptar, pero luego recordó lo que siempre le decía su abuela.

      —Si no te gusta, podemos comer pasta.

      —Me encanta la pizza —dijo ella, negando con la cabeza.

      —¿Pero te han dicho que tengas cuidado con los extraños? —dijo él, al verle la expresión.

      Su sonrojo fue respuesta suficiente.

      —Puede que yo sea un poco peculiar en ciertos aspectos, pero no creo que llegue a tanto como para que se me considere extraño. Permíteme que te tranquilice con respecto a mis intenciones, ya que no quiero aprovecharme de ti. Estoy soltero y sin compromiso y, que yo sepa, nunca he tenido ni cuernos ni rabo. Tampoco he cometido asesinatos en serie sin previo aviso. Ahora, si prefieres un enfoque más positivo, ambos somos angloamericanos, y lo de que yo vivo en el mismo edificio es cierto, lo cual significa que soy tu vecino.

      —No sé si eso debería tranquilizarme o no —bromeó ella—. Supongo que hasta el estrangulador de Boston habrá tenido vecinos.

      —¿Y si te dijera que me harías muy feliz compartiendo una pizza conmigo? —preguntó él, mirando los ojos claros y almendrados, la nariz recta, la boca amplia y generosa y la suave curva de la barbilla.

      —Siento que estoy comenzando a ceder.

      —¡Gracias a Dios! —exclamó él con fervor—. ¿Qué te parece si subimos la compra a tu casa antes de desfallecer de hambre? ¿En qué piso vives?

      —El último piso letra B. Tengo un estudio.

      —Yo vivo en el último letra A —sonrió él, mientras comenzaban a subir las escaleras—. Así que lo de ser vecinos es cierto.

      —Qué raro que no hayamos coincidido hasta ahora —se sorprendió ella.

      —Lo raro es que hayamos coincidido —negó él con la cabeza—. Dices que hace unos días que estás. Yo tampoco hace mucho que he llegado. En este tipo de edificio la gente puede vivir puerta con puerta y no conocerse nunca, a menos que tengan los mismos horarios. Normalmente yo no estaría por aquí a estas horas, pero el cliente con quien iba a cenar canceló la cita en el último momento, así que decidí venir a casa a cambiarme antes de ir a comer algo —esbozó una sonrisa—. Ahora me alegro de haberlo hecho.

      Las primeras semanas de estar enamorada, porque se enamoró locamente de él, fueron las más maravillosas de su vida.

      Descubrió que Keir tenía más que lo que ella siempre había deseado en un hombre. Además de ser interesante y atractivo, resultó ser de carácter agradable, inteligente, sensible y compasivo, con sentido del humor y un contagioso amor por la vida.

      También era adicto al trabajo y se quedaba hasta pasadas las nueve en su oficina de Wall Street, además de trabajar buena parte del fin de semana.

      A pesar de estar tan ocupado, se las ingeniaba para verla un rato casi todos los días. Unas veces por la mañana temprano cuando salían a andar por un pequeño parque del barrio, otras para tomar un café por la noche en la casa de uno o el otro. Los fines de semana, si él disponía de tiempo, compartían una sencilla comida y una botella de vino.

      —¿Por qué trabajas tanto? —protestó ella en una ocasión en que tuvieron que cancelar planes de fin de semana por sus obligaciones.

      —El negocio de las propiedades exige mucha dedicación —respondió él con cautela.

      —Pero, ¿todo el mundo trabaja por la noche y los fines de semana?

      —Gran parte de mi trabajo se realiza más en restaurantes y bares que en el despacho, y los futuros clientes pretenden que esté disponible a a cualquier hora del día —dijo, apretándole la mano con cariño—. No será siempre así, te lo prometo. Pero por ahora no tengo elección.

      —Habrá que resignarse, entonces —suspiró ella, aceptando lo inevitable.

      El sábado por la mañana él apareció de improviso ante su puerta.

      —¿Sabías que estaba negociando un contrato con tu jefe?

      Sera asintió con la cabeza.

      —Pues bien, Martin Rothwell ha accedido a financiar el proyecto que tenemos en Brodway, así que he decidido hacer pellas por una vez. ¡Vamos a divertirnos! —exclamó, tomándola de la mano.

      —Pe… pero tengo que arreglarme el pelo y ponerme algo decente —tartamudeó ella.

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