Más que nada. Raúl Tamargo
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—¿Y qué te ha despertado a vos?— le pregunta a su compañera.
Ella tiene los ojos bien abiertos, grandes. Seguro lleva mucho tiempo despierta. Se mantiene quieta hasta que el muchacho se despereza y se levanta. Entonces, en un solo movimiento, deja de mirarlo y se para sobre las cuatro patas. Corre unos metros, se detiene, gira, y vuelve a mirar a su amo. Algo quiere decirme, piensa él.
—¿Es tarde?— le pregunta.
Es tarde. Sin embargo, el sol todavía no ha llegado a lo alto. Solo ilumina hacia el oeste. Esta falda del cerro continúa en las sombras. Hace frío. Bartolina siente hambre. Come. Julián siente hambre. No tiene qué comer. Piensa que el animal le lleva ventaja en eso. Bajan una pequeña cuesta. Suben otra, siempre en la dirección del oeste. Hacen la misma ruta que hace el sol. También el sol sube y baja, pero con menos esfuerzo. Llegan al punto más alto, desde donde es posible ver el pueblo, pero también escaparse, si es necesario. Julián se sienta y obliga a Bartolina a hacer lo mismo. El animal es dócil. El muchacho piensa que su hermana, la otra Bartolina, seguro saldrá rebelde. ¿O no protesta a cada rato?
Así sentados, como están, si alguien los viera, los confundiría con una tola o una roca. Pero en el pueblo no hay nadie que pueda verlos. En el pueblo no hay nadie. Al menos, eso parece si es que el humo que lo envuelve no engaña la vista de Julián. Hacia el norte, hay varios campos chamuscados. Salen hilos de humo que el viento trae para este lado y desparrama sobre las casas. Hacia el sur, al otro lado del río, un sembradío está en llamas. Un hombre corre. El humo lo tapa ahora, pero un minuto más tarde, vuelve a verse su paso ligero por el camino grande y otra vez el fuego alto. Julián está muy lejos de la escena. Sin embargo, le parece sentir el calor de las llamaradas. Es raro, piensa, pero ha de ser verdad. Es que ahora que el humo ha vuelto a cubrir todo, siente frío.
El viento trata a la humareda como si fuera un animal arisco. Lo golpea. Puro empujón para que se encamine hacia Jujuy. Entre empujón y empujón, se ven el fuego, el hombre que ahora se junta, en el camino, con otros más, y el pedazo de algún techo que no se llega a reconocer. Julián busca, con la mirada, su casa, el patio trasero, el corral. Sabe que no será capaz de ver hasta que el viento arriero no abandone su trabajo. También sabe que seguirá soplando todavía después de que los campos hayan consumido su pasto y sus sembrados.
Ya no hay fuego en el norte. Solamente campos negros. Hilos de humo cada vez más pequeños. Ya no tapan por completo la vista del pueblo. Puede verse la plaza desierta. El boliche de Tomás. La casa del tío Lucio. Un granero convertido en chimenea. Más arriba, hacia el oeste, una familia entera trepando como cabras, con las espaldas cargadas de bultos. De este otro lado, camino de Coctaca, doce llamas adelante, seis personas atrás. Pronto se pierden detrás de una curva.
Julián no necesita relojes para saber que ha pasado mucho tiempo. El hambre que sentía al despertarse se fue apagando para encenderse, ahora, con más furia. ¿Qué ha hecho Bartolina en todas estas horas? Comer, andar, mirar al muchacho, de vez en cuando, para medir la distancia que los separa.
—¡Lina!
Y Lina corre hacia él y se deja acariciar. Entonces, Julián oye el último eco de su grito y se arrepiente. Tal vez lo escuche alguien allá abajo y le vaya con el cuento a Ciriaco, si es que aun no se ha ido. Puede sentir la soledad en el silencio del valle, pero hay cosas que se sienten con más fuerza. El miedo de resultar descubierto y de que su amiga se convierta en carne para el guiso. Eso se siente con tanta fuerza como la que ahora empeña Julián para voltear al animal y hacerlo rodar unos metros abajo, hacia el este, donde ya no es posible que lo vean desde el pueblo. Ella lo mira sorprendida, se reincorpora y corre más abajo todavía. Desde esa distancia, vuelve a mirarlo. Julián no sabe si es juego o desafío.
El hambre se siente con más fuerza. Ataca por la panza, luego se va y vuelve a aparecer hasta morder en la garganta. Habrá que pensar un plan. Habrá que bajar hasta los bordes del pueblo y esperar, como un gato, el momento justo para asaltar una despensa, una cocina. Será mejor la hora del atardecer, cuando las sombras se asemejan todas entre sí. Aunque si el pueblo está, como parece, abandonado, da lo mismo bajar más tarde o más temprano.
Julián retoma la posición del mirador. El humo ha desaparecido. Nadie en las calles ni en el camino grande. Tampoco en los senderos de los cerros. Es hora de bajar.
.9.
A mitad de la bajada, media legua hacia el sur, están los restos de la casa del Chuña. Julián usará las ruinas como corral para Bartolina. Son dos piezas con paredes de adobe, ya sin techo. La gente dice que tienen más de cien años. Todavía están de pie y eso es raro para tanto tiempo. Por eso los chicos de Humahuaca tienen prohibido acercarse al lugar. Algunos, sin embargo, han desobedecido a los mayores y cuentan que no hay nada que temer. La prima Cata ha estado allí y ha dicho lo siguiente:
—Dos veces fui y las dos veces me aburrí. No hay nada para ver, nada que meta miedo ni otras cosas. Después de la primera vez, se me dobló un tobillo en la bajada. Después de la segunda, me caí sobre un cardón nuevo. Dicen que es el castigo. Es poca cosa. Valió la pena pagarlo. Dicen, también, que por la noche es diferente. Dicen que el Chuña sale con el viento en una mano y con el fuego en la otra.
Julián recuerda los dichos de su prima. Recuerda que le dijo, igual que ayer:
—¿Y vos por qué no vas? ¿Sos hombre o qué?
Cata le lleva dos años de edad y mucha ventaja en valentía. Eso es lo que piensa Julián. Ciriaco dijo, alguna vez:
—Esa muchacha tiene coraje de hombre.
—Será medio cobarde, entonces —le respondió Lorenza.
Recuerda que sus padres se rieron y ese recuerdo le parece viejo. Como si hiciera mucho tiempo que sus padres no se ríen. Será por el asunto de la guerra.
Ahora comprueba que la casa del Chuña no tiene nada raro. Es tapera, como cualquier otra. Le falta puerta. Tendrá que construir una si no quiere que Bartolina se le escape o lo siga. Unos pasos hacia el sur, encuentra unos listones de cardón, medio podridos. Piensa que igual van a servir. Se equivoca, son demasiado cortos. Entonces, con mucho esfuerzo, arranca el marco de una ventana y obtiene cuatro palos que atraviesa en el vano de la puerta. Los acuña a patadas. Bartolina lo mira desde adentro. Cuando Julián toma el camino del pueblo, ella asoma la cabeza entre los palos que acaban de cerrarle la salida. Berrea. Julián levanta la mano y le dice que volverá enseguida.
Sin embargo, le llevará varias horas regresar. En la casa del tío Lucio no encontrará alimentos. En la cocina no hay cuchillos, ollas ni vasijas. No hay catres en la casa, leña en la leñera ni granos en el granero. Hay plumas de gallina sobre el piso del patio. En un rincón, contra un muro de piedra, carbones apagados y cenizas que el viento va levantando para llevar hacia el sur. La expedición de Julián debe continuar hacia el corazón del pueblo. Atraviesa el puente y se interna en las calles vacías. Puede escuchar el sonido de sus pasos y nada más. No se oyen voces, otros pasos, animales. El silencio, arriba de los cerros, es un abrazo de paz. Aquí abajo, tan cerca del mercado, donde el barullo solía dominar las mañanas, es un poncho de miedo. Donde no hay nada crece el miedo.
Llega hasta la tienda. Espía por un hueco de un postigo torcido. La claridad sobre el muro deja en sombras el interior del negocio. Intenta abrir la puerta, pero han echado trabas desde adentro. Los ojos se acostumbran a lo oscuro. Entonces ve que los estantes de la tienda están vacíos. No hay prendas, paños, comestibles ni herramientas. No hay balanza ni botellas. En los canastos solo se ve la tierra de las papas que no están y restos secos de verduras.