Un amor de juventud. Heidi Rice

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Un amor de juventud - Heidi Rice Bianca

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estaba demasiado cerca. El pulso se le aceleró. Y entonces, inesperadamente, Dominic le puso un dedo bajo la barbilla y se la alzó.

      –Eh, un momento… Yo te conozco –Dominic empequeñeció los ojos mientras la miraba fijamente. La intensidad de esa mirada la hizo temblar de pies a cabeza.

      Ally fue a ponerse el casco para evitar que él la reconociera, pero ya era demasiado tarde.

      –¿Monique? –murmuró él.

      –No, yo no soy Monica. Monica está muerta. Soy su hija.

      –¿Allycat? –Dominic parecía igual de confuso que como se sentía ella.

      Allycat.

      El apodo se abrió paso en su memoria. El apodo que él le había puesto todos esos años atrás. Un apodo del que, por aquel entonces, se había sentido orgullosa.

      De súbito, inesperadamente, la adrenalina que la había mantenido hasta ese momento la abandonó y solo sintió vergüenza y angustia. Y un sofoco inapropiado.

      Ally respiró hondo varias veces en una lucha por contener un sollozo.

      –Respira, respira, Allycat –murmuró Dominic.

      Ally se llenó los pulmones de aire y, con ello, una buena dosis del aroma de él, una mezcla de especias, pino y jabón.

      –¿Mal día?

      –De lo peor –contestó Ally, aún haciendo un ímprobo esfuerzo para no echarse a llorar.

      «¿Por qué estás tan disgustada? Dar pena a Dominic LeGrand no es lo peor que puede pasarte».

      –Te entiendo perfectamente –dijo él con una irónica sonrisa, lo que le hizo mucho más atractivo y totalmente inalcanzable.

      Ally forzó una sonrisa y agarró con fuerza el casco.

      –Ha sido un placer volverte a ver, Dominic. Y ahora… en fin, tengo que marcharme ya.

      Pero cuando echó a andar hacia la puerta, Dominic le salió al paso.

      –No te vayas, Allycat. Vamos, quédate un rato. Así te secarás y te curaremos esa herida.

      Ally alzó la cabeza y lo miró a los ojos. Y lo que vio en ellos no fue pena ni impaciencia, sino una intensidad pragmática, como si Dominic estuviera tratando de penetrarle el alma. Y vio otra cosa, algo que no pudo interpretar ni comprender, porque parecía… deseo. Pero no, eso no podía ser.

      –No puedo quedarme –repitió ella con voz temblorosa.

      –Sí, claro que puedes. Y como he dicho, pagaré por tu tiempo.

      –No, no es necesario que lo hagas. Además, estoy agotada. Voy a agarrar la bicicleta y me voy a ir directamente a casa.

      Tenía que marcharse inmediatamente si quería evitar sucumbir al deseo de quedarse y de que Dominic la cuidara.

      «¡Vaya, quién habría imaginado que la tímida y protegida hija de Monique iba a convertirse en una mujer extraordinaria y tan valiente como Juana de Arco!»

      –Entonces, ¿ya no tienes que hacer más repartos esta noche? –preguntó Dominic.

      La chica frunció el ceño. Pero, a pesar de saber que la habían pillado mintiendo, lo miró directamente a los ojos.

      –No, ya no tengo más repartos. Te he mentido.

      Dominic lanzó una queda carcajada.

      –Touché, Allycat.

      Dominic paseó la mirada por el juvenil y delgado cuerpo de ella que vibraba por la tensión. Los altos y firmes pechos, que el empapado tejido del impermeable dejaba ver, se agitaban al ritmo de la entrecortada respiración de ella. Llevaba el cabello, castaño y ondulado, recogido en una corta cola de caballo. Ally tenía el cutis muy pálido, casi transparente, y profundas ojeras. Eso, unido a la mancha de aceite en la barbilla, debería conferirle un aspecto desastroso. Sin embargo, parecía la doncella de Orleans, apasionada y decidida.

      Y, por ello, hermosa.

      No muy diferente a su madre, según lo que podía recordar de ella.

      Monica Jones había sido la amante de su padre durante ese corto verano en el que su padre le había admitido en su casa. Pero la verdad era que era la hija de Monica, la chica que tenía delante, de quien se acordaba con mayor claridad.

      Una niña aquel verano, quizá diez u once años, que le había seguido a todas partes como un perrillo faldero. Y le había defendido durante el altercado con su padre. Le había plantado cara a aquel sinvergüenza y, por ello, él había sentido una extraña conexión con la chica. Y, al parecer, esa conexión no había muerto. No del todo.

      Aunque se había transformado en algo mucho más potente, a juzgar por la descarga eléctrica que le había corrido por el brazo al tocarla.

      Era deslumbrante a la vez que natural. El súbito deseo de agarrarle el rostro y besarla le tomó por sorpresa.

      ¿Por qué la deseaba, teniendo en cuenta que carecía de toda sofisticación? ¿Qué más le daba a él que ella tuviera frío, que estuviera mojada y que tuviera una herida en la pantorrilla? No era asunto suyo.

      Quizá se debiera a la sorpresa de volver a verla y a los recuerdos que había evocado.

      –Cuando te hayas secado y hayamos curado tu herida pediré un taxi para que te lleve a tu casa, a ti y a tu bicicleta –de ninguna manera iba a permitir que fuera en bicicleta hasta su casa esa noche, en medio de una tormenta que más bien parecía un huracán.

      La vio temblar y después notó el pequeño charco a los pies de ella.

      –Hay un baño en el primer piso. Sécate. En el mueble, hay ropa seca, ponte lo que quieras. Entretanto yo iré a por el botiquín, después me reuniré contigo ahí.

      El rostro de ella enrojeció. Se la veía cansada y tensa, parecía un gatito asustado.

      –No tienes por qué molestarte –dijo ella.

      –Lo sé –respondió Dominic–. Venga, sube ya, antes de que me inundes el vestíbulo.

      Capítulo 3

      POR FIN he averiguado dónde tenía escondido el botiquín mi ama de llaves –anunció el anfitrión de Ally nada más entrar en el amplio estudio del primer piso, y dejó el botiquín encima de la mesa de caoba.

      Ally se tragó el nudo de la garganta producido por la angustia. ¿Cómo conseguía Dominic absorber todo el oxígeno de una estancia al entrar en ella? En fin, al menos ya había entrado en calor, estaba seca y limpia. Desgraciadamente, el enorme chándal que había encontrado en la habitación de invitados, contigua al estudio, olía a él. Se lo había puesto después de darse una ducha increíblemente rápida en el baño de la habitación.

      Ahora que iba descalza, Dominic aún le parecía

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