Famosas últimas palabras. M.B. Brozon

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Famosas últimas palabras - M.B. Brozon Hilo de aracne

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cruz. Y no podíamos ignorar la constante y última voluntad del abuelo, que se mantuvo siempre tan firme en sus convicciones. Así pues, tuvimos que mandar a los confundidos empleados de la funeraria a cambiarlo por otro que no tuviera motivos religiosos.

      Entre biólogos viejitos y en general desconocidos para mí, se iba llenando la biblioteca con todas las coronas y arreglos de flores que llegaban. De pronto, en algún momento de la mañana del segundo día, tocaron el timbre. Al abrir vi una inmensa cruz de flores blancas, rodeada por una banda morada en la que se leía: ESCUELA NACIONAL PREPARATORIA. Dudé por un momento, pero decidí que al fin y al cabo eran flores, y que si llegaba a presentarse algún representante de la citada escuela, quizá se ofendería al ver el arreglo afuera. De modo que lo acomodé en un rincón poco visible de la biblioteca, justo donde estaban las interminables historias de protozoología.

      Esa tarde transcurrió igual que en todos los velorios, un poco más solemne y menos concurrida que la tarde anterior. A las diez de la noche ya todos se habían ido, sólo quedábamos mis padres, mis hermanos y yo, que continuaríamos con el velatorio distribuidos en las diferentes camas de la casa, luego de comentar el evento. De pronto mi madre, levantando la nariz y poniendo cara de terror, dijo: “Oigan, como que huele raro, ¿no?” Todos estuvimos de acuerdo y emitimos al unísono una variedad de improperios dirigidos a los empleados de la funeraria, según nosotros culpables del peculiar olor al no haber embalsamado bien el cuerpo. Pero nadie quiso abrir el féretro; después de todo, ya habían pasado más de 48 horas de la muerte del abuelo. Mientras pensábamos qué hacer, mi hermana apareció en la biblioteca con una caja de pastillitas de aromatizante, que empezó a pegar a los lados de la caja mientras se apretaba la nariz con los dedos, en uno de los cuadros familiares más grotescos que han quedado grabados en mi mente. Quizá porque en ese momento estaba susceptible, pero me pareció indignante. Le di la espalda a la escena y me fui a parar en un rincón de la biblioteca. Ahí el olor era más intenso, casi insoportable. Levanté la vista y encontré la cruz de flores que unas horas antes yo misma había puesto ahí. Interrumpí a mi padre, que se encontraba en el teléfono echando culpas.

      —El abuelo no está descompuesto, está enojado.

      Cargué el arreglo y lo llevé afuera. El olor desapareció al instante. Recorrí la biblioteca olfateando los demás arreglos, pero no había ningún otro en mal estado. Todos mis familiares tomaron el hecho con una incomprensible naturalidad y nadie comentó nada al respecto. Mi padre colgó el teléfono después de pedir disculpas a los inocentes funerarios, y todos se fueron a dormir. Yo también estaba cansada, pero tenía todavía un asunto pendiente en la biblioteca.

      No sé cuánto tiempo estuve allí, sentada junto al féretro, no sé si orgullosa, confundida o espantada. O algo de las tres.

      ¿Qué concluí? No mucho. Quizá sólo que cuando alguien vive con una identidad de ese tamaño, producto de la coherencia entre los pensamientos y los hechos, entonces la muerte se vuelve muy pequeña. Aun después de ella, el abuelo nos comunicó que ése era su velorio y se iba a hacer como él lo había dispuesto.

      Cuando mis ojos empezaban a cerrarse, salí de puntas y apagué la luz. Antes de cerrar la puerta de la biblioteca me sorprendí diciéndole a mi abuelo:

      —¡Bien hecho, viejo!

      Después me fui a dormir y soñé con la maestra de quinto de primaria.

      Con el peor entripado de su vida.

      Cuentititito

      Mi madre, en su lecho de muerte, me pidió que renunciara a mi ateísmo. Respondí que estaría esperando una señal suya para hacerlo. Han pasado veinte años y esta mañana mi hijo y yo repetimos aquella conversación.

      Mi madre y yo estamos furiosos: desde aquí no hay modo de comunicarse.

      El Loco

      Rogelia nos tenía prohibido pasar por enfrente de la casa del Loco. No porque mi mamá le dijera nada, ella solita decidía que Juan y yo no podíamos pasar por allí y basta.

      —¿Qué no han visto que no tiene buena cabeza?

      Rogelia decía que, por eso, el Loco se asomaba por la ventana de herrerías rojas y se robaba los pensamientos de los que pasaban por ahí, para hacer una colección y no tener su cerebro tan vacío.

      Entonces lo que hacíamos era cruzar la calle y pasar mejor por la casa de la vecina de enfrente, que no tenía nada de malo excepto el olor a comida que siempre nos hacía sonar las tripas, si es que pasábamos al medio día con hambre.

      A veces, como por curiosidad, desobedecíamos a Rogelia y de todos modos nos pasábamos corriendo bajo la ventana. Ahí no olía a comida. Olía a algo que no sé cómo se llama, pero era parecido al olor de la covacha de la casa. Como a barniz y a húmedo. A veces ahí estaba asomado el Loco, y Juan y yo nos poníamos a temblar y en vez de correr, andábamos despacito, despacito. Al llegar a la esquina, volvíamos a respirar y nos decíamos riendo que era imposible que el Loco nos robara nuestros pensamientos.

      Seguido, como para hacer un concurso conmigo mismo, en la esquina pensaba algo. Caminaba despacio frente a la ventana del Loco y al llegar a la esquina siguiente, me preguntaba a mí mismo si ese pensamiento seguía en mi cabeza. Siempre lo estaba, aunque a veces no igualito.

      De todos modos, el Loco casi nunca se dejaba ver si no era por la ventana. La mayoría del tiempo estaba encerrado en su casa, y las pocas veces que salía, lo llevaba su mamá de la mano. Y eso que el Loco era mucho, mucho más alto que su mamá, y más gordo también. Tenía un cuerpo grande, pero cara de niño: sonrosado y cachetón. En cambio la mamá era bien flaquita, tenía el pelo blanco y unos lentes que la hacían parecer enojada. Pero siempre le hablaba al Loco muy despacito, casi con cariño. Será porque era su hijo y ella era la única de la colonia que lo quería.

      Un día iba yo regresando de la escuela. La mochila me pesaba y hacía calor. Era viernes y me dio flojera cruzarme la calle para evitar la ventana del Loco. Aunque vi la punta de su nariz asomada por ahí, la flojera le ganó al miedo que ya casi no sentía porque había terminado por creer que Rogelia no era más que una mentirosa. Y aunque también tenía flojera de pensar, mi cabeza sola, sin querer, iba pensando que hacía mucho calor. Ya hasta se me había olvidado que estaba pasando por la casa del Loco. Hasta que, justo abajo de la ventana de las herrerías rojas oí por primera vez su voz.

      —Ha-ce mu-cho ca-lo-r.

      Así lo dijo de despacio, con una voz que parecía de adulto por el sonido, pero de niño por la forma de decir cosas. Igual que la diferencia de su cuerpo y su cara. Y la forma de decir no era de niño como yo, ni como Juan que tenía siete años. De niño como el primo Diego, que tenía dos y medio.

      El Loco dijo que hacía mucho calor, y yo sudé frío toda la cuadra hasta que llegué a la esquina. Me senté en la banqueta y dije en voz alta:

      —Hace mucho calor.

      Ya estaba. El Loco sólo había tomado prestado mi pensamiento, pero seguía siendo mío.

      Por mala suerte le conté a Rogelia, y esa noche me pasó un huevo muchas veces por todo el cuerpo y luego lo rompió en un vasito. No tenía nada de raro, pero Rogelia se puso a mirar el vaso como si fuera algo muy interesante y espantoso.

      —¡Nunca

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