Si quieres, te acompaño en el camino. Eduardo Meana Laporte

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Si quieres, te acompaño en el camino - Eduardo Meana Laporte Quién soy, quién eres

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      Haz primero lo primero. Cultiva de raíz lo que quieres que llegue a fruto. Sé discípulo siempre, como base permanente y nutriente del ser apóstol. Solo así acompañarás a otros desde un alma más sabia, paciente, sufrida y apoyada en Dios.

      ¿Cuáles son algunos peligros que he registrado del querer acompañar la intimidad de fe de otros sin tener, uno mismo —dentro de la propia pobreza y límites— vida discipular desde la Palabra, y vivencias sacramentales nutritivas y vivas de Reconciliación y Eucaristía, y oración mariana y contemplativa… y sin acompañamientos sólidos y frecuentes?

      Suelen verse estos signos no saludables: Repetir las mismas fórmulas indistintamente a muchos que son distintos… o seguir livianamente los clichés de cada teología o autor de moda… o ponerse a interpretar solo según la psicología… o solo plantear el “deber ser” moral… o alentar “entusiastamente” a “no desanimarse”, ir adelante, pero sin discernimiento de espíritus… o acabar generando un vínculo personal de interdependencia afectiva… o siempre despejar dudas y simplificar lo complejo “bajando línea” según el ideario institucional del caso… o llamar “acompañar”, a atender al círculo de la propia vida social, con temas y detalles personales excesivos… o acompañar para controlar y blindar la pertenencia del acompañado a un grupo o movimiento.

      Esta lista, chequeando cada punto, quizás te sirva para mirar el camino andado, y también revisarte.

      Hazlo con mucha confianza: pues todos, siempre, estamos aprendiendo a acompañar. Todos necesitamos corregirnos. Y volver a las fuentes, a la simplicidad, el desapego, el Evangelio, y lo esencial.

      Para formarte como compañero, deja tu seguridad, deja la arrogancia, y vuelve al camino. Asume su intemperie. Verás que el hijo que confía descubre que la intemperie se llama providencia. Vuelve a ser Abraham. Que tu tesoro sean tus pasos, no los grandes proyectos.

      En esa escuela de los pasitos “estilo Abraham”, el Dios Amor, callado y fiel, te enseñará cómo acompaña Él.

      En la escuela del silencio contemplativo y “marial”

      No podría confiarme a alguien palabrero. Necesito sentir la concavidad de los silencios.

      La serenidad de la espera sin tiempo del que escucha y sabe que la palabra tiene su parto difícil.

      Hay personas que hacen confortable el estar callados.

      Esas personas no necesitan presentarse invadiendo el quieto momento con avanzadas de chistes (que, en otros, iluminados por la gracia del buen humor, brotan naturales y abren puertas); ni despliegan tácticas de búsquedas de complicidad, ni intentos de conquista de la simpatía o la atención.

      Los de Dios habitan el silencio habitualmente, y por eso se llevan con el silencio tan naturalmente como uno se lleva con un suéter amoldado al propio cuerpo.

      Nada hay de incómodo allí, nada tironea, nada aprieta, todo encaja, todo abriga.

      En esos silencios, me he sentido recibido, incluido, y pude aparcar mi propio silencio, para que se fuera desprotegiendo, bajando sus defensas, entregando a la paz.

      Me sentí incluido, pues esos de los que hablo, esos acompañantes del alma que saben escuchar desde el alma, son habitantes del universo sacro del silencio, pues saben que allí habita la palabra.

      No es de ninguna manera un silencio aislado, enojado, hachado del árbol de la alegría vital, incomunicado.

      Al contrario, es un silencio que habita en el humus por donde corre la napa de toda comunicación.

      El silencio creacional, el silencio fértil, el silencio de la Presencia, el silencio no de la nada sino del Todo.

      (Todo del misterio divino que… claro, es la Nada de las naderías mundanas. Es silenciarse a la mundanidad).

      Como en la cumbre, en el encuentro con los silenciosos de Dios no escuchas los bocinazos ni los gritos de peleas, sino la brisa entre las rocas.

      Como entre las olas al nadar en el mar, no oyes atronar la música del “tema del verano” de los balnearios costeros, ni los vendedores de la playa y su vociferar, ni el runrún de los chismes y las frivolidades, sino solo la espuma, el viento, y el clamar de las aguas.

      Como en el abrazo íntimo, solo en el silencio cabe el amor, quedan fuera los discursos.

      Por eso, de ellos supe que el que acompaña debe entrar en la escuela del silencio.

      Debe hacerse cóncavo, con la concavidad de María.

      Hacernos cóncavos, receptivos, mariales… Abandonar toda pretensión, toda posesión, toda egoproyección (cálculos y proyectos racionalizados según el control, la ambición y las dimensiones acotadas a sus propias necesidades mundanas del ego adámico).

      Y situarnos, como acompañantes, en el fértil valle del silencio.

      La ascesis del silencio receptivo requiere una conversión

      Pero no es un silencio táctico sino existencial y atento, en la espera desinteresada y amigable, en la actitud hospedera del hospedero de la parábola del buen samaritano… Sabiendo que siempre, siempre, el Señor está haciendo su tarea de rescate del otro. Y que uno —humilde, simplemente— es un hermano que recibe al otro como encargo, como misión recibida de Él; y le hace compañía en su nombre, y es mediación de su fidelidad, y colabora con su sanación, y ayuda a que se abra paso y se consolide su vida.

      Por eso, no se trata de un silencio como simple postura externa, o como técnica para hacer hablar, o como práctica de “no-directividad”, por más que esos rasgos fueran pertinentes. Se trata de algo más teologal y existencial: una decisión personal de habitar habitualmente en el silencio, la decisión de ser un cristiano marial, contemplativo, “rumiante” de la presencia de Dios.

      Alguien que primero escucha. Primero contempla. O sea, mira como quien se deja alcanzar por una Presencia, mira como quien recibe un don de Amor misericordioso que —desde el Padre en Jesucristo pascual y por su Espíritu— se está derramando y actuando en la historia… mira como quien capta el misterio. Y por eso, lo capta en el acompañado y en el acompañar.

      Alguien que se pregunta. Se asombra. Y es capaz de dudar. Alguien que vive discerniendo.

      Pero… imaginemos lo contrario: el caso de un acompañante que no vive en este silencio contemplativo, sino que tiene su corazón dominado por su mente, y su mente llena de sus propias palabras.

      Es alguien muy seguro de lo que sabe que, además, juega a “calar enseguida” a quien tiene delante: lo clasifica, lo compara con “casos anteriores” —pues las personas pueden terminar siendo “casos” o “tipos de personas”, para él o ella—.

      Es alguien que se hace fuerte en sus opiniones: sin tiempos reales y fuertes de vacío silencioso en su agenda, no experimenta una interlocución que lo cuestione a nivel espiritual y psicológico.

      Es alguien pragmático más que discernidor, y por eso existencialmente afirmado en su acción y sus logros: en el “vivir en el pragma” halla la fuente de su confianza y su afirmación ante

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