Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano. Andrea Laurence

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Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano - Andrea Laurence Ómnibus Deseo

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sujetaba en la palma.

      –Ponte el anillo –ordenó él.

      Con el pecho encogido, Annie pensó que prefería ponerse una soga alrededor del cuello. Al menos, eso mismo había sentido cuando se había despertado a la mañana siguiente de su boda. Entonces, había creído que habían sido los nervios típicos de una recién casada, pero se había equivocado. Enseguida, había comprendido que había cometido un gran error.

      Annie intentó encontrar alguna excusa para no obedecer.

      –Prefiero esperar a que lo limpien. Haz que lo pulan un poco.

      Era una excusa tonta y ella lo sabía. ¿Qué más le daba ponerse un estúpido anillo? Sin embargo, cada vez se sentía con menos aire en los pulmones, más asfixiada.

      Nate frunció el ceño y se acercó ella. Sin decir palabra, la agarró de la mano y, uno por uno, le fue separando los dedos que se cerraban sobre el anillo. Con firmeza, tomó la alianza y se dispuso a colocársela.

      –¿Me permite, señora Reed?

      Annie se quedó paralizada al escuchar su nombre de casada y ver cómo él le deslizaba el anillo en el dedo. El contacto cálido de su mano contrastaba con la frialdad de la joya. Aunque era de su tamaño, le apretaba demasiado. De pronto, sintió que la ropa también le apretaba. La habitación parecía estar quedándose sin aire…

      Comenzó a darle vueltas la cabeza, mientras la visión se le nublaba. Quiso decirle a Nate que necesitaba sentarse, pero fue demasiado tarde.

      Nate disfrutó al ver cómo Annie sufría hasta que se le quedaron los ojos en blanco. Al instante, él la recogió en sus brazos, impidiendo que cayera al suelo. La llevó al dormitorio y la dejó en la cama, con la cabeza en la almohada. Y se sentó a su lado.

      No había podido quitarse a Annie de la cabeza desde el día en que lo había dejado. Si conseguía doblegarla antes de darle el divorcio, tal vez, podría sacarla de sus pensamientos para siempre. Si también lo ayudaba a capturar a los tramposos y catapultar el buen nombre del hotel, mejor que mejor. Además, resultaba tan fácil hacerla sufrir… Él sabía bien cuáles eran sus puntos débiles y había disfrutado presionándolos.

      Al menos, hasta que se había desmayado.

      Nate se inclinó para comprobar que respiraba con normalidad. Tenía los labios entreabiertos y su expresión de ansiedad se había relajado.

      Sin poder evitarlo, le recorrió la mejilla con la punta del dedo. Su piel era tan suave como la recordaba, igual que la seda. Ella suspiró mientras la acariciaba.

      Annie siempre daba una imagen fría ante el público. Ante los demás, parecía inmutable, muy distinta de la mujer apasionada que había compartido su cama, y de la que acababa de desmayarse solo por tener que ponerse el anillo.

      Por otra parte, ella era capaz de despertar todo tipo de sentimientos en Nate. Rabia, celos, excitación, resentimiento, ansiedad… Estar con ella era como subirse a una montaña rusa emocional. Ninguna mujer le había afectado nunca tanto. Solo esperaba poder ocultar sus sentimientos delante de ella.

      Cuando Annie lo dejó, su primera reacción fue sentirse confuso y furioso. Sus peores miedos se habían hecho realidad. Fue como si su madre hubiera vuelto a abandonarlo. Él había sido testigo de cómo su padre se había hundido por el dolor. Para no dejar que Annie hiciera lo mismo con él, había canalizado su rabia en construir el mejor casino de Las Vegas y en diseñar un plan maestro para vengarse.

      Sí, tal vez, se habían casado de forma apresurada. Sí, quizá solo habían tenido una química fabulosa en común. Pero su matrimonio terminaría cuando él lo decidiera y no antes. Ella había violado sus votos cuando lo había abandonado. Y, ya que la tenía bajo su poder, le haría pagar por ello.

      Sin embargo, cuando Nate posó los ojos en aquella mujer hermosa y excitante… su mujer, empezó a preguntarse si su plan había sido un error. Su deseo de venganza había cedido, dejando paso a otro deseo mayor, el de poseerla.

      Con un gemido, Annie abrió los ojos poco a poco. Miró a su alrededor con gesto confuso, antes de cruzar su mirada con la de él.

      –¿Qué ha pasado?

      –Te has desmayado. Parece que solo pensar en que la gente sepa que estás casada conmigo te resulta insoportable –comentó él.

      –¿Qué estoy…? –balbució ella, mirando de nuevo a su alrededor con el ceño fruncido–. ¿Por qué estoy tumbada en tu dormitorio?

      Nate sonrió.

      –Nuestro dormitorio, cariño. Como un caballero, te he traído aquí cuando te has desmayado.

      Annie se incorporó. Despacio, se sentó y sacó los pies de la cama. Se puso la falda y la blusa. En cuestión de segundos, recuperó la fachada impasible y la mirada dura, adoptando su pose de jugadora de póquer.

      Acto seguido, salió del dormitorio y regresó con sus dos maletas.

      –¿Dónde pongo mis cosas?

      –Puedes colgarlas aquí –indicó él, abriendo la puerta del armario. Si necesitas más sitio, aparta mis cosas a un lado.

      Tensa, Annie pasó de largo hacia el armario. Abrió las maletas y fue sacando sus prendas una por una con movimientos metódicos.

      –Si no te hace falta nada más, estaré abajo. Nos vemos para cenar en el Carolina a las ocho y media. Prepárate para nuestra primera aparición pública como marido y mujer.

      Una vez abajo, se dirigió a uno de los salones del casino, donde había quedado con Gabe y Jerry Moore, el encargado de la sala de juegos, para que le informaran de las actividades del día.

      Cuando llegó, sus empleados lo estaban esperando. Gabe le informó de todos los incidentes que debía conocer, le dio los últimos códigos de seguridad y la llave para Annie. Jerry se tomó su tiempo en contarle los últimos preparativos del torneo.

      El torneo de póquer no era un evento fácil de organizar. Agradecido por tener en qué entretenerse, Nate se concentró en los detalles, mientras le daba un trago a su gin tonic. Una parte del casino ya estaba lista con las mesas para las partidas. El cóctel de bienvenida también estaba bajo control. Patricia, la encargada de relaciones públicas, estaba en contacto con los patrocinadores. Todo parecía en orden.

      Sus esfuerzos estaban dando fruto, pensó Nate, satisfecho. Había luchado mucho para sacar el hotel adelante y los empleados que había contratado parecían inspirados para hacer del Desert Sapphire el hotel y casino de más éxito de Las Vegas. Su abuelo estaría orgulloso de lo que había logrado.

      –¿Qué tal va el acuerdo con Annie? –preguntó Gabe, sacando a Nate de sus pensamientos. Por su tono de voz, era obvio que no aprobaba el plan.

      –Creo que, con su ayuda, tenemos muchas probabilidades de cazar a los tramposos y asegurarnos el torneo durante diez años.

      Jerry asintió con aprobación. Llevaba treinta años trabajando en el casino, desde que el abuelo de Nate lo había fundado. Después de haber sufrido un ataque al corazón y haberse pasado diez años de baja, había regresado para ayudar al nieto de su mejor amigo.

      –Recuérdame

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