Amor por accidente. Marion Lennox

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Amor por accidente - Marion Lennox Jazmín

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que sea usted ningún maleante –respondió ella–. Además, tampoco hay mucho que robar ahí dentro y no creo que le apetezca a nadie violarme en este estado –la mujer trató de sonreír y Tom se fijó en que aquella mujer era verdaderamente encantadora.

      El rostro se le contrajo de nuevo por el dolor.

      –Y no –añadió la mujer cuando pudo hablar de nuevo–, no hay nadie en la casa –hizo una pausa y luego le tendió la mano–. Por cierto, creo que ya es hora de que nos presentemos. Me llamo Rose. Rose Allen.

      Tom le dio la mano, descubriendo que la de ella era fuerte y cálida.

      –Yo soy Tom Bradley.

      –Ella parece que no se puede presentar –dijo Rose, señalando a la perra, que estaba medio inconsciente.

      El animal seguía tumbado sobre las rodillas de Tom y llevaba un collar de cuero alrededor del cuello. De él colgaba un trozo de plástico, sorprendentemente en muy buen estado. Tom lo levantó.

      –Aquí dice que se llama Yoghurt.

      –¡Yoghurt! ¡Menudo nombre para una perra! No creo que ese sea su nombre ¿No será que es lo que come?

      –Si es así, no creo que lo haya comido desde hace mucho, porque parece hambrienta.

      –Bueno… –Rose consiguió sonreír mientras abría la puerta de la camioneta– vamos a ver si podemos encontrar algo de comida para ella. Y para nosotros también. Bienvenido a mi casa.

      La granja era enorme. Tom entró a la casa con la perra en brazos, siguiendo a la mujer. Había sugerido dejar al animal fuera, pero la respuesta fue muy clara.

      –Es una casa de campo –le dijo ella–, estamos acostumbrados a los perros.

      El hombre se quedó pensando en el plural empleado. No tenía sentido. No sabía por qué decía «estamos». Allí no había nadie, ni siquiera perros.

      Rose lo condujo hacia el pasillo al tiempo que se tocaba la espalda, mostrando así que seguía dolorida. El lugar olía a cerrado. Había habitaciones a cada lado. Quizá diez habitaciones o más antes de llegar a la otra parte, pero parecían cerradas hacía tiempo.

      –Lo siento. Normalmente entro por la entrada principal, pero he pensado que la camioneta no iba a llegar, y por aquí tenemos que atravesar toda la casa –explicó, abriendo una puerta y haciéndose a un lado para que entraran Tom y el animal.

      Allí era, pues, donde vivía ella. Era un amplio salón con cocina, cuyo suelo de piedra estaba cubierto por alfombras antiguas. Uno de los fogones estaba encendido, calentando así la habitación. Había una mesa de pino báltico y grandes sillas alrededor, además de un sofá de aspecto cómodo, también muy grande.

      Era una habitación fabulosa, pensó Tom, observando las brillantes macetas que colgaban del techo y los anchos ventanales que daban a un porche cubierto por una parra. Más allá, se extendían millas y millas de campo abierto. En esa habitación, uno sentía la tentación de olvidarse del resto de la casa y vivir allí.

      Tom miró a Rose, que en ese momento tiraba un par de cojines del sofá al suelo, frente a la cocina antigua.

      –Tráela aquí –dijo con voz suave–, que se caliente un poco la pobrecita.

      La perra miró, desde los brazos de Tom, a Rose con tristeza y total sumisión. Tom la dejó sobre los cojines.

      –¿Crees que tendrá los perritos pronto?

      La muchacha agarró un paño que colgaba de la cocina y fue a cubrir a la perra. Pero Tom fue más rápido y se lo quitó de las manos. Luego, frotó al animal con trapo para que entrara en calor.

      –Si no vienen pronto, explotará –contestó, frotando a la perra por los flancos.

      Si consiguiera un teléfono, llamaría a un veterinario ¡Y en lugar de eso, tenía que frotar a la perra!

      –De acuerdo, lo primero es lo primero –anunció él, poniéndose en pie.

      –Sí. Secar la ropa, dar de comer algo a la perra y preparar una taza de té para nosotros. A no ser que te apetezca más una cerveza.

      Le apetecía una cerveza, pero algo le decía que no era lo más apropiado en ese momento. Necesitaba aclarar la mente, ya estaba suficientemente aturdido. Y también necesitaba un teléfono.

      –Antes trataremos de conseguir ayuda. Tu espalda… El dolor…

      –Me duele menos –replicó ella, no muy convencida.

      –Tú ponte cómoda en el sofá y dime dónde está el teléfono. También dime dónde puedo encontrar otra toalla y ropa seca para que te cambies.

      –Yo puedo ir por ella.

      –Ya has oído lo que he dicho –la voz del hombre sonó como un gruñido–. Siéntate y pon los pies en alto. Y dime dónde está el teléfono.

      –No hace falta que…

      La muchacha se levantó y agarró la tetera, pero Tom se acercó rápidamente, se la quitó y la llevó al fregadero.

      –Si no te tumbas en el sofá, te llevaré yo. Vamos a hacer esto bien. No somos niños. Por lo menos, debemos ser prudentes hasta que venga alguien a verte. ¡Así que siéntate!

      Ella lo miró con gesto dubitativo y Tom la miró, a su vez, con el ceño fruncido. Entonces, ella se fijó por primera vez en él con atención. El rostro del hombre era oscuro, robusto, de líneas duras y decididas, y confirmaba que hablaba en serio. Ese hombre estaba acostumbrado a dar órdenes y no habría muchas personas que se atrevieran a replicarle.

      Una mujer sabía cuándo había sido derrotada, decidió Rose, y en realidad se alegraba de haber fracasado en ese momento. Le dolían las piernas y la espalda…

      –Sí, señor.

      –¿El teléfono?

      Ella señaló al fondo de la habitación y Tom corrió hacia allá.

      –¿A quién vas a llamar?

      –A una ambulancia.

      –No quiero una ambulancia.

      –Recuérdame la próxima vez que te pregunte lo que necesitas. Yo necesito una ambulancia, aunque tú no la necesites, y la razón es que estoy preocupado. Tú, señorita, has sufrido un buen golpe, y tus mellizos también. No lo creo, pero… quiero decir, he oído decir que los cinturones de seguridad de los coches pueden dañar a las mujeres embarazadas…

      –Si mis hijos están en peligro, tienen una manera curiosa de demostrarlo. Pero gracias por asustarlos. Parece que su manera de enfadarse es dar patadas a la madre. ¿Quieres sentirlos?

      Tom la miró y dio un paso atrás, como si se hubieran quemado.

      –¡No!

      –Eres un cobarde.

      –Sí. Absolutamente –contestó, dándose la vuelta

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