A Roma sin amor. Marina Adair

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу A Roma sin amor - Marina Adair страница 2

Автор:
Серия:
Издательство:
A Roma sin amor - Marina Adair

Скачать книгу

definitivo que necesitaba para pasar página.

      Los seis años que llevaba trabajando como médica asociada de Urgencias le habían proporcionado una calma racional que le permitía actuar de manera rápida y eficaz en casi cualquier situación. Le habían enseñado a diferenciar entre lo mortal y lo dolorosamente incómodo. Con eso en mente, abrió la agenda del móvil.

      —Añade «asesinar al prometido» a mi lista de tareas pendientes —ordenó.

      —Añadido «asesinar al prometido» —respondió la voz femenina digital—. ¿Puedo ayudarte en algo más?

      —Sí. —Porque Annie sabía que un asesinato no era una respuesta racional, y, además, el Dr. Clark Atwood ya no era su prometido. Ni su problema.

      Según decía la letra elegante de la tarjetita de lino que los de Bliss habían enviado junto al vestido, esa responsabilidad recaía ahora en Molly-Leigh (con guion) May, la de las curvas de escándalo y escote pronunciado.

      Anh Nhi (siempre mal pronunciado) Walsh, la de una figura aniñada y alegre pero con un pecho mucho más modesto, había pasado a otros asuntos más importantes. Y arreglar los desastres de su ex no estaba entre ellos.

      Ya no.

      —Llama al Dr. Capullo —dijo.

      —Llamando al Dr. Capullo —repicó la voz de mujer. Annie se había desinstalado el locutor sexy con acento británico, a lo 007, el mismo día en que se enteró de la inminente boda de Clark. Pretendía cumplir a rajatabla con su nuevo estilo de vida libre de hombres.

      Clark respondió al primer tono.

      —Dios, Annie. Llevo semanas llamándote —dijo, como si ella fuera el único problema que tenía en su vida.

      —He estado muy ocupada con el nuevo curro, decorando mi nuevo piso y pidiendo disculpas a mis familiares porque, por lo visto, que el novio se case con otra mujer no es motivo suficiente para que las aerolíneas reembolsen el dinero de los billetes.

      Hacía ya tres meses que, un buen día, al despertarse, Annie se había encontrado con una cama vacía, un armario más vacío aún y un mensaje de texto esperándola en el móvil:

      Lo siento, Anh-Bon, n puedo. Eres lo mejor q m ha pasado, y d haberlo intentado cn alguien, sería contigo, n lo dudes. N sé si lo d casarme va conmigo. Perdóname.

      Annie tardó una semana en darse cuenta de que la boda, la romántica luna de miel en Roma con paseos junto al río Tíber y el futuro que llevaban años construyendo se habían esfumado.

      Tardó una sola publicación de Instagram de su ex (del que hacía tan poco que se había separado que aún tenía el anillo de compromiso) en la que aparecía con una sonriente rubia y la descripción: «Por fin he encontrado a mi amor verdadero» en darse dos semanas de margen —que era más de lo que Clark le había dado— para encajar el golpe y solicitar una vacante temporal en el Hospital General de Roma.

      En cuanto le llegó la oferta, hizo las maletas, dispuso el cambio de dirección, dejó el anillo y el resto de los regalos tras de sí para que se lo enviaran todo a Clark, y se prometió un futuro repleto de oportunidades emocionantes y destinos exóticos. Se había esforzado para ser una médica asociada internacional porque quería ver mundo. Los seis años de escala en Hartford habían terminado.

      Aquel era su momento.

      —Si estás tan ocupada, ¿cómo has tenido tiempo de meter «asesinar al prometido» en el puesto número uno de tu lista de pendientes? —le preguntó, y Annie cogió el móvil en busca de un micrófono oculto. Cuando estaba a punto de arrancar la batería, Clark añadió—: Sigo teniendo acceso a tu agenda.

      —Que haya olvidado eliminarte no te da ningún derecho a leer mis cosas —lo acusó.

      —Es difícil pasar por alto una amenaza de muerte o mi nota preferida, «tiempo a solas para consolarme». —Clark soltó un silbido—. Cinco veces a la semana. ¿Gastas muchas pilas o qué?

      —No tantas como cuando estaba contigo. —La humillación le recorrió el cuerpo al pensar en los numerosos recordatorios que había incluido en su lista de tareas pendientes a lo largo de los últimos meses—. Y si has visto eso, también habrás visto que contacté con los de Bliss para cancelar los arreglos y que me devolvieran el vestido de mi abuela. Intacto. —Observó el reflejo que le devolvía el espejo—. Y no está intacto, Clark. Alguien lo ha tocado, y mucho.

      —Ahora que lo dices… —Annie oyó el familiar sonido del cuero cuando Clark se reclinó en la silla de su despacho—. Supongo que ha habido una confusión con las indicaciones, y el vestido de tu abuela ha servido para hacer…, en fin, el vestido de Molly-Leigh.

      Annie se sentó en el sofá y apoyó la cabeza sobre las rodillas.

      —¿Qué hacía Molly-Leigh en Bliss? —quiso saber. La pregunta le provocó un dolor tan intenso que era como si reviviera la ruptura de nuevo. Porque Bliss no era la típica tienda de vestidos de novia de usar y tirar que visita todo el mundo. Era una boutique especializada en restaurar piezas antiguas, y tenía una lista de espera de un año.

      Bliss no trabajaba con cualquier novia, y Annie no quería que una modista cualquiera se ocupara de su herencia familiar más preciada. Una herencia que ahora habían retocado para abarcar a Dolly Parton, la bola de Nochevieja de Times Square y los dos brazos de la justicia —que, por cierto, nunca se inclinaban a su favor—.

      —Vio un esbozo de tu vestido en el diario de boda y se enamoró.

      Annie levantó la cabeza y miró por la ventana hacia el porche trasero. Suspiró con alivio cuando vio su diario de boda. La neblina marina de la noche había aparecido enseguida y había dejado una ligera bruma de rocío, pero el diario seguía donde lo había arrojado, al lado de la piscina, debajo de la mesa de la terraza, en una caja con la etiqueta: «Ropa sucia, copos de avena y sueños rotos».

      —¿Cómo ha podido ver mi diario de boda?

      —Nuestro diario de boda —la corrigió él, y en la barriga de Annie comenzó a gestarse un mal presentimiento—. Le pedí a una de las enfermeras que hiciera una copia.

      —Un uso muy inadecuado del personal y del material del hospital. Y ¿para qué? Si no ibas a casi ninguna de las citas.

      —Fui a las que eran importantes.

      —O sea, a una. A la única que te importaba a ti —lo corrigió—. Llegaste veinte minutos tarde a la prueba de la tarta. Y solo porque tenías entre ceja y ceja que fuera tarta de zanahoria. A nadie le gusta la tarta de zanahoria, Clark. A nadie.

      —A mi madre sí. Y también a Molly-Leigh.

      «Ay».

      —Pues veo que has encontrado a tu pareja perfecta —susurró mientras alzaba la mano, cuyo dedo anular se veía desgarradoramente desnudo.

      «Las decisiones de los demás tienen que ver con ellos, no conmigo», se recordó.

      Eran las palabras que le dijo su psicólogo cuando, de niña, empezó a tener ataques de pánico en aquellas situaciones que la hacían sentirse una inepta. A lo largo de la adolescencia, las blandía como si fueran un arma. Ya de adulta, le gustaba creer que eran más bien un mecanismo

Скачать книгу