La bicicleta mágica de Sergio Krumm. Marcelo Guajardo

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La bicicleta mágica de Sergio Krumm - Marcelo Guajardo страница 2

La bicicleta mágica de Sergio Krumm - Marcelo Guajardo

Скачать книгу

Marra, no! —gritamos a coro, pero Marraqueta continuó avanzando, preso de un inexplicable trance que le impedía escuchar lo que ocurría a su alrededor.

      Siguió pedaleando como si nada y a unos metros del foso aceleró su Caloi. Ya estábamos preparados para lo peor, cuando sucedió algo extraordinario. Marraqueta, a unos cuantos centímetros de la acequia, se paró sobre los pedales y con un rápido movimiento de su cuerpo levantó la bici. La maquinita se elevó del suelo como una pluma y cruzó sin problemas la zanja.

      En este punto de la historia, los testigos del hecho tenemos distintas versiones. Para mí, el salto era físicamente realizable, considerando la velocidad que alcanzó Marraqueta y el peso de mi amigo, que por ese entonces estaba literalmente en los huesos. Para Nando y Lily, la bici se mantuvo suspendida por más tiempo del que las leyes de la física permiten, y aseguran que la Caloi voló sobre aquella acequia.

      A juzgar por el rostro de asombro del Gordo Pulgar —testigo privilegiado del hecho— al salir de su fangoso destino, la teoría del vuelo me pareció más razonable. Con hidalguía aceptó su derrota, se acercó a Marraqueta y le entregó, sin decir palabra, la bolsa de bolitas que había prometido. Nosotros desarmamos la rampa, o lo que quedaba de ella, y nunca más incluimos ese salto en nuestros circuitos ciclísticos.

       3

      Pero volvamos al día del pinchazo de la célebre Caloi azul de Marraqueta.

      Con la maquinita pinchada fuimos a ver a don Anselmo, un antiguo entrenador de ciclistas que, ya retirado, había puesto su taller en nuestra cuadra. El local estaba desde hace años, mucho antes de que nosotros llegáramos en 1980. Era una casa verde, igual a la nuestra, pero tenía un gran agujero en una de las murallas que daba a la calle. En lo que había sido un dormitorio de la casa estaba el taller.

      Dos mesones de gruesa madera dispuestos de manera perpendicular flanqueaban el espacio central. Al costado opuesto, un tambor cortado a la mitad lleno de agua oscura sobre unos caballetes de madera ennegrecidos por el aceite. En las paredes, un sinnúmero de herramientas y repuestos ordenados por clase y tamaño. Todas las llaves inglesas en un sector, las allen en otro, volantes, bielas y cadenas en otro. Sobre los mesones, algunos tarros en los que sobresalían pernos, tuercas y golillas. Y más allá, colgados del cielo raso, marcos de bicicletas, llantas y neumáticos.

      Cuando llegamos, don Anselmo estaba sentado en un banquito carpintero a la salida del taller, bajo un añoso pimiento que daba muy buena sombra. Era un viejito menudo y delgado, siempre con un overol de mezclilla, bigote cano, gafas caídas sobre su nariz, frente amplia y abundante pelo rizado. Hombre de pocas palabras, nos vio acercarnos sin sobresalto y dejó que habláramos primero.

      —Buenas tardes, don Anselmo —saludó Lily, y continuó sin esperar la respuesta—. Mire, le traemos la Caloi de Marraqueta para que le arregle este pinchazo —y le acercó la bici al viejo entrenador. Este le echó una mirada al aparato y luego a su reloj de pulsera.

      —Nada hasta las tres y media —dijo indicando su reloj que marcaba las tres veinticinco. Nos miramos resignados y nos fuimos a sentar a la cuneta de enfrente.

      —Tres y media —gritó un momento después, y entró en su taller.

      Mientras arreglaba la bicicleta, y los demás, en especial Marraqueta, permanecían atentos a la operación, me fijé en un rincón del lugar. Limpio de grasa y polvo, parecía tener un tratamiento especial respecto del resto del cuarto. De hecho, se podían distinguir las pequeñas flores lila del papel mural original. Sobre este tapiz, enmarcadas en brillantes marcos de bronce, había tres fotografías de un mismo ciclista. Eran fotografías antiguas, recortadas de algún diario. En la primera, el deportista pedaleaba sobre su bicicleta, levemente inclinado a la derecha, concentrado, con la vista fija en el camino. En la segunda, aparecía el mismo ciclista, esta vez rodeado de una muchedumbre que lo abrazaba y posaba feliz para las cámaras. En la tercera, el pedalero estaba detenido sobre su bicicleta, con las manos en la parte superior del manubrio, serio, posiblemente en algún velódromo, pues al fondo se recortaba la franja blanca característica de este tipo de pistas. Su bicicleta era completamente negra, excepto por cinco letras blancas sobre uno de los tubos del aparato que completaban la palabra “Krumm”.

      —¿Quién es él, don Anselmo? —pregunté volviéndome al entrenador.

      —Pues un ciclista, chiquillo, qué más, un ciclista —gruñó el viejito.

      —Pero cómo se llamaba pues, don Anse —insistió Nando, que también se había fijado en las fotos.

      El entrenador dejó lo que estaba haciendo, se quitó los lentes, miró las fotos y algo molesto nos dijo:

      —Qué importa su nombre, mejor olvidarlo como lo han hecho todos. Además, no son tiempos para andar buscando nombres—. Dicho esto, volvió al pinchazo de la Caloi, que ya estaba casi lista para dar unas vueltas más a la manzana.

       4

      El asunto nos quedó rondando en la cabeza. La reacción de don Anselmo había sido muy extraña y aquella palabra misteriosa en la bicicleta nos intrigaba aún más.

      Para Lily, era alguna marca para ciclistas profesionales, muy rara y muy difícil de hallar. Para Nando, podría ser el nombre del equipo del pedalero. Para mí, parecía más un nombre propio, quizás el nombre de la bicicleta o del mismo deportista. De cualquier modo, esa palabra era la clave para encontrar el nombre del ciclista misterioso.

      A la mañana siguiente fuimos al taller de don Anselmo para revisar nuevamente las fotos. Estábamos convencidos de que podíamos conseguir un dato más. Para distraerlo, desinflamos la rueda de la Caloi que había reparado el día anterior y le dijimos que el torpe de Marraqueta había pinchado de nuevo. Don Anselmo nos miró desconfiado y, luego de dudar un poco, tomó la bici y se puso a trabajar.

      Lily era la encargada de ojear las fotos. No tenía mucho tiempo: el pillo entrenador se daría cuenta del engaño rápidamente y nos echaría del taller. Así que velozmente, Lily recorrió con la vista las instantáneas buscando alguna clave. Justo antes de que don Anselmo se diera cuenta de que el pinchazo era falso, Lily encontró la pista. Al pie de una de las fotografías, en letras diminutas, se podía leer: “Revista Estadio, noviembre de 1973”.

       5

      La revista Estadio era un semanario deportivo que había circulado en Chile desde el año 1947. Cubría toda la actividad deportiva del país, y por supuesto el Campeonato de Fútbol de Primera División, pero además todos los otros deportes que hoy en día están cada vez más olvidados en las páginas de los periódicos. Ahí estaba toda la información del boxeo, el atletismo, la equitación, el básquetbol y el ciclismo, deportes que durante los años sesenta estaban en su apogeo.

      La revista se publicaba en blanco y negro, excepto la portada y contraportada, que eran en color. Pero no piensen en las fotografías de hoy en día, ¡no! Aquel color se pintaba sobre el negativo, lo que hacía que la imagen pareciese más una pintura que una foto.

      La revista Estadio desapareció en 1982 por varios motivos, entre ellos, la crisis económica de aquel año y el deterioro sostenido de la actividad deportiva nacional.

      Конец ознакомительного фрагмента.

      Текст

Скачать книгу