Los pelos en la mano. Guadalupe Nettel

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Los pelos en la mano - Guadalupe  Nettel Cõnspicuos

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que entiendes. Tú y Almudena, lo poco que hayan tenido, habrá sido suficiente para que esto sea transparente para ti, ¿cierto?

      Para él no había sido poco y se sorprendió en ese instante por no sentir ganas de llorar una pérdida que le había ocurrido hacía tanto. Era por Milagros, ahí presente. Una emisaria de la muerta, una parte viva.

      —Tú siempre fuiste muy sano, ¿no? El más saludable de todos. Y formal y educado. Podíamos confiar en ti, en que hablarías con la gente de manera auténtica, que disfrutarías el momento. Un poco de droga, algo de sexo, unas cuantas cervezas. Una persona normal, común y corriente. Gil y tú: lo más importante de la ecuación. Tu rostro, tu cuerpo, tu forma de vestir, tus posturas de izquierda a veces radicales, tu amor por mi hermana, tu cegazón para ver cómo se estaba matando y las poquitas ganas que tenías de ver todo te hacían indispensable.

      —Una herramienta…

      —Puedes verlo así, aunque sabes perfecto cómo funcionan las cosas. Perfecto. Esto no se planea, se va armando.

      —¿Se burlaban de mí, por pendejo?

      Ella negó con la cabeza con mucho énfasis. No, de ninguna manera. No, no.

      —Jamás.

      —¿Ninguno?, ¿nadie más del grupo?

      —Ninguno de los que importaron… Además, te saliste, ¿no? Un día decidiste no acompañarnos más. No comprar más ni ayudar con las ventas. Te dejamos ir con agradecimiento, aprecio.

      —Santos. Hermanos de la caridad.

      —No mames, Cristo. Es un tema serio. Tú sabes qué tan serio es. Lo sabías desde antes. Así que no me vengas con chingaderas.

      Almudena sí había llevado en su cuerpo cicatrices, moretones. Y sí parecía asustada o loca con regularidad. La estoica estaba a su lado: todavía.

      —Sólo que las cosas no son como en las películas, no en lo que hacíamos. O hicimos o hacemos a veces. Ahora estamos organizados distinto, nada funciona como hace unos años. No sé ya ni qué decirte, para serte franca. Quería verte, hablar de lo que pasó con mi hermana. Quería saber qué tanto sabías de su enfermedad. Porque después de un punto lo que ella tenía no se quita ni dejando de beber… En fin. Obviemos los detalles, mejor.

      Cristóbal se tomó la cabeza, la balanceó un poco, siguiendo un ritmo interior. Pensó en ellas, en el tiempo pasado con ellas. En lo que hubiera podido ser. Extrañó las posibilidades de esos años, la sensación de ser dueños totales del tiempo y el espacio, de sus propios cuerpos. Añoró esa juventud que los hacía sentir invencibles, cabrones, libres.

      —¿Y cómo va el taller?, ¿las motos? —Milagros cambió el tono, se volvió más amable, casi dulce. Al irse del grupo y no tener el recurso irregular, no siempre suficiente que le ofrecía, pensó en dedicarse a su pasión. Las motocicletas lo fascinaban por dentro y por fuera y se soñaba logrando acuerdos internacionales para vender las mejores en México. Logró un taller modesto y cumplidor. Y los veía ahí, de vez en cuando: otros del pequeño grupo que aparecían para saludar, para pedirle dinero prestado, para ver qué hacía y cómo. Gil también y El Guapo: unos más que se dieron vueltas regulares, seguramente para verificar que no hiciera un pequeño negocio dentro del negocio. Para entonces se había impuesto en él el deseo de alejarse, de dejarlos de ver. Almudena lo visitó, como un demonio invocado, en dos ocasiones. Una fue, para él, suave y dolorosa; la otra, fría, olvidable. Y el tiempo había pasado.

      —Va bien, no siempre es lo que me hubiera gustado que fuera, pero jala. Las motos se descomponen, hay miles. Así que tampoco es trágico.

      Ella soltó una risa que borró la amabilidad. Fue algo cruel, borroso. Lo hizo sentir miedo, como cuando supo de las hermanas su verdadera labor, eso que las transformó a sus ojos y a lo que lo invitaron. Pero fue una época rebosante de entusiasmo, de ímpetus de saber más, llena de la energía juvenil que quiere encontrarle sentido y solución a todo. Se imponían en ellos las ganas, la idea misma de estar haciendo algo ilícito, divertido, loco. Era más importante estar con los malos, aunque fuera un rato.

      Milagros estaba ahí, en su casa, anunciándole la muerte de la mujer que había sido su amante. Anunciándole una muerte indigna, además. ¿Por qué, si movían tanto dinero, tantos recursos, si eran todos tan cercanos y protegían su negocio y se habían inventado una nueva organización con fines más lucrativos, no habían podido salvarla? Almudena se había muerto de algo controlable. La podían meter a una clínica, extenderle la vida.

      Percibió la presencia de la gemela viva muy cerca de él. Aspiró su aroma, escuchó su respiración pausada. Era una mujer compuesta, contenida. Aún la admiraba. Hubiera querido confrontarla, pero no se atrevió. En su cabeza, eso sí. Ahí la confrontó y le dijo cosas que llevaba atoradas en el pecho. Le preguntó en las circunvoluciones de su pensamiento cómo y por qué fue que entraron las dos a ese juego. Le preguntó por qué lo habían reclutado a él, que sólo quería fumar un poco de mariguana de vez en cuando. De qué les servía.

      Porque justo fue con ella en su departamento, después de una larga ausencia, después de años de desearla y desear a su hermana, después del tiempo invertido en comprarles droga, venderla con ellas, ir a las casas de los ricos, estar ahí desperdiciándose, que se supuso a sí mismo una vida distinta de no haberlas conocido. Una vida en la que el taller mecánico no era el eje sobre el que giraba todo. Más bien, el principio y el fin habrían sido las aspiraciones que tenía cuando las conoció. Las ganas de cambiar el mundo y dedicarse a modificar la vida pública del país o, al menos, de la ciudad. O de tocar la guitarra de manera profesional, hacer de eso una carrera que le pagaría bien. Habría sido un hombre que vive de dar conciertos.

      Milagros se movió, tal vez alertada por esos pensamientos inútiles. Caminó un poco por el departamento: se asomó a la habitación y Cristóbal la vio evaluar su cama destendida —de sábanas que habían visto tiempos mejores—, los calcetines aislados en el suelo, adornando la alfombra triste; se asomó luego al baño y anunció que lo usaría. Él la imaginó revisándolo con sorna, como algo risible. Cuando salió, alisándose el vestido y reacomodándose el pelo, siguió su inspección. Posó los ojos en un par de fotografías colocadas sobre un viejo tocadiscos inservible.

      —Qué mal que no tuvimos fotos, ¿no?

      —¿Qué?, ¿de qué hablas?

      —Sí, fotos de nosotros. Del grupo. Tú, yo, Almudena, Natalia, Roberto, Julio. Ya sabes… Pero eso sí estaba prohibido.

      —Pero sí tomamos fotos, la última vez. Otras veces.

      —Claro, tomamos fotos. Pero no las tenemos. No era cosa de imprimir esas imágenes, ¿cierto? Están en el celular de alguien, de esos que tienen mucha memoria. En el de mi hermana, seguramente. Eso, si Gil no lo confiscó. Ni me enteré de dónde dejó sus cosas, ese tipo de cosas: su compu, su celular. Tal vez te dejó un recado, Cristo, y nunca lo sabremos.

      Él sonrió con melancolía y sumisión. En las reuniones en el Pedregal o Santa Fe se había sentido un rey, un ser inmortal. A veces, impulsado por la adrenalina de los otros, había tenido aventuras casuales con esas mujeres ricas, felices y despreocupadas. Esas mujeres sin nombre, herederas, dueñas de casas o novias de los dueños o esposas o madres; mujeres maduras e insatisfechas, jovencitas bobas. Nunca tuvo una relación, salvo con la gemela. Pero sí acostones. Preservativos, mariguana, cocaína, champaña, coca cola, quesos fuertes y botanas de importación: de eso había siempre, cada vez. Y si Roberto o Julio habían desaparecido de la escena porque no podían controlarse, las gemelas

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