Las voladoras. Mónica Ojeda

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Las voladoras - Mónica Ojeda Voces / Literatura

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los ojos, abrimos las piernas. Respiramos lento en las alturas.

      «Cuidado con lo que aprendes», me advirtió la mami de la niña del escupitajo.

      Yo sé que hay cosas de las que uno debe protegerse en este mundo, pero no de la abuela que se trenza el cabello para alejarlo de la comida. Antes se paseaba por el monte con el machete en el cinto, ahora va encorvada y ligera hacia el interior de la casa, lista para rezar con las rodillas desnudas. A su lado aprendí a temerle al ojo de grasa de los hombres, a parecer más grande de lo que soy, a imitar su rutina y hacerla mía, a escuchar el río en mi almohada, a comer los coágulos que cuelgan del pelaje de los animales, a caminar sobre mis pensamientos sin vergüenza, a no escuchar las palabras duras de las mujeres, a hervir renacuajos, a decapitar aves, a degollar vacas.

      «Esto es lo único que yo puedo enseñarte», me dijo un día triste en que los niños entraron al gallinero y rompieron los huevos que estaban a punto de reventar. «Solo puedo enseñarte lo que sé». No conseguimos hacer nada. Las plumas de las gallinas se pegaron a nuestros cabellos y yo pisé los cascarones como orugas blancas sobre la tierra. Cloc, cloc, cloc, cacareaban las madres saltando de un lado a otro desquiciadamente. Nadie lo sabe, pero un pollito que parecía soñar me susurró que morir es como enterrarse en uno mismo, algo privado y secreto, igual que lo que cubren mis calzones. Luego le pregunté: «¿Puede un huevo romperse dentro de una gallina?». Y él no supo qué responderme.

      Por culpa de ese pollo hubo noches en las que soñé que a la abuela se le despegaba la cabeza. Era una cabeza amable y quieta, como la de las gallinas, y volaba en círculos.

      Geometría divina.

      También hubo noches en las que me pregunté cosas. Por ejemplo, por qué el rojo decapitación y el rojo degollación son tan distintos. O por qué Dios hace un círculo con las cabezas de los animales que matamos en la finca. O por qué cuando mi barriga se puso un poco redonda la abuela me desnudó y me hizo sacar la lengua hasta que me mareé.

      O por qué me miró largo rato entre los muslos apretando los dientes.

      O por qué lloró.

      «Perdóname, mijita», me dijo despacio, y a mí me dio pena su llanto de murciélago, su llanto de ratita. Le abracé las piernas peludas con culebras y le pedí un perro bonito parecido a Firulais.

      Ella aceptó.

      Dos días después comimos con Reptil. Recuerdo su lengua engordando como un gorrión, la sangre púrpura sobre la mesa, las venas de su cuello del tamaño de gusanos fríos, el machete limpio y brillante cortando el viento. Recuerdo que canté duro mientras la abuela lo veía retorcerse. Canté: «Ai, ai, ai, las niñas lloran, las ranas saltan, los pollitos pían, pío, pío, las vacas mugen, muuu, los hombres jadean, aj, aj, aj, las lechuzas ululan, uuu, uuu, las niñas lloran, ai, ai, ai». Recuerdo que lo enterramos entre los matorrales.

      Un hombre sangra igual que un cerdo y su cabeza rueda en el mismo sentido que las de las gallinas. La gente no lo sabe, pero es así: la sangre nunca se queda quieta.

      Poco después la abuela empezó a adelgazar hasta secarse como una rama. Mis caderas se robustecieron. Nadie me dijo que crecer dolería tanto por debajo del ombligo, ni que el agua de vientre es una ciénaga en la que nada se mueve. Por esas verdades aprendí a aguantar insultos, a sembrar, a no extrañar a mami, a meterle la mano a las chicas, a contarle cosas a las plantas, a matar y a querer lo que mato. También aprendí a contar hasta cien, pero a veces se me olvida.

      Aprendí que la sangre de gallina es un tipo de rojo.

      También que hay rojo cerdo, rojo vaca y rojo cabrito.

      Aprendí a defender a la abuela cuando vienen los chicos. Una vez le lanzaron piedras y le abrieron la frente. Yo nunca había visto su sangre: era rojo martillo, rojo clamor. La vi caerse y por un momento pensé que se le despegaría la cabeza del cuerpo.

      Que rodaría hasta los matorrales.

      Que dibujaría a Dios en la tierra.

      Se me puso la piel de gallina.

      Desde ese día llevo piedras en los bolsillos. Me siento sobre ellas y las mancho para que los invasores se asusten, aunque no siempre logro espantarlos. Cruzan el río, suben y matan algunos de nuestros animales. «¡Brujas de mierda!», nos gritan. «¡Saquen la sangre coagulada de nuestras casas!». Pero las chicas nunca dejan de venir a la finca y los coágulos son de ellas.

      Rojo capulí.

      Rojo arándano.

      Me gusta la sangre porque es sincera. Antes lavábamos las sábanas de las chicas en el río y el agua se ponía del color de los peces. Contaba la verdad, la belleza. Yo tenía trece cuando lavé la mía, llena de mi interior de pececillos tibios.

      Ahora limpio las sábanas sola.

      Escucho el torrente.

      La sangre también me dijo que una cabeza cortada dibuja el tiempo. Que donde una planta estuvo mañana crecerá otra. Que la abuela se hace pequeña para que yo me haga grande. Ella ya no camina, ya no habla, pero a veces grita feo como las cabras la noche antes de la degollación. Yo la escucho y nos defiendo con piedras de los invasores. Crezco fuerte en su sitio porque además de sincera, la sangre es justa.

      La sangre dice el futuro y a mí se me caerá la cabeza.

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