Crimen y castigo. Fiódor Dostoyevski

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Crimen y castigo - Fiódor Dostoyevski Colección Oro

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      Presa de una consternación que iba en aumento, Raskolnikof salió al rellano. Cuando bajó la escalera se detuvo en varias ocasiones, dominado por súbitas emociones. Finalmente, ya en la calle, dijo:

      —¡Dios mío, qué repulsivo es todo esto! ¿Cómo puede ser posible que yo?... No, todo ha sido una estupidez, un absurdo —afirmó decididamente—. ¿Cómo llegó a mi espíritu algo tan inhumano, tan atroz? No pensaba que yo era tan miserable. Todo esto es repulsivo, espantoso, innoble. ¡Y yo fui capaz de estar durante todo un mes pen!...

      Pero para expresar su consternación ni palabras ni exclamaciones eran suficientes. La sensación de hondo malestar que le ahogaba y oprimía cuando caminaba hacia la casa de la anciana ahora era simplemente inaguantable. No sabía cómo librarse de la angustia que lo atormentaba. Como embriagado caminaba por la acera: no miraba a nadie y chocaba con todos. Hasta que llegó a otra calle no se recuperó. Cuando levantó la mirada vio que se encontraba frente a la puerta de una cantina. Una escalera partía de la acera y se hundía en el subsuelo, llevando directamente al establecimiento. Dos borrachos salían de él en aquel instante. Apoyados el uno en el otro e insultándose ascendían por la escalera. Sin vacilar, Raskolnikof bajó la escalera. Nunca había entrado en una cantina, pero en ese momento la sed lo quemaba y la cabeza le daba vueltas. El deseo de beber cerveza fresca lo dominaba, en parte para llenar su estómago vacío, debido a que atribuía su estado al hambre. Tomó asiento en un rincón sucio y muy oscuro, frente a una sucia y grasienta mesa, pidió cerveza y con mucha avidez, se bebió un vaso.

      Rápidamente sintió un profundo alivio. Parecieron aclararse sus ideas.

      Y, reconfortado, pensó: “Todo esto son estupideces. No había razón para perder la cabeza. Simplemente fue un trastorno físico. Un pedazo de galleta, un vaso de cerveza, y ya se encuentra firme el espíritu, y se aclara la mente y renace la voluntad. ¡Cuánta insignificancia!”.

      No obstante, a pesar de esta triste y amarga conclusión, estaba alegre como el hombre que se ha librado de repente de una carga aterradora y con una mirada amistosa, recorrió a las personas que estaban alrededor. Pero en lo más profundo de su ser intuía que su animación, ese renacer de su esperanza, era algo enfermizo y simulado. La cantina estaba casi solitaria. Un grupo de cinco personas, entre ellas una joven, que llevaban una armónica, habían salido detrás de los dos borrachos con que se había cruzado Raskolnikof. Después de su marcha, el establecimiento quedó en silencio y se veía más amplio.

      Solamente había tres hombres más en la cantina. Uno de ellos estaba un poco embriagado, era un pequeño burgués, si se juzga por su aspecto, que estaba apaciblemente sentado frente a una botella de cerveza. Junto a él tenía un amigo, un hombre grueso y de mucha estatura, de barba gris, que totalmente ebrio, dormitaba en el banco. Se agitaba en pleno sueño de vez en cuando, extendía los brazos, comenzaba a chasquear los dedos, al tiempo que movía el pecho sin levantarse de su silla, y empezaba a entonar una burda tonadilla, esforzándose para recordar las frases.

      Acaricié a mi mujer durante un año entero... a... ca... ricié a mi mu... jer.

      Duran... te un año entero.

      Me he vuelto a topar con mi antigua en la Podiatcheskaia...

      Sin embargo, ninguno daba muestras de compartir su excelente humor. Su entristecido amigo miraba estas manifestaciones de felicidad con actitud casi hostil y recelosa.

      El aspecto del tercer cliente era el de un funcionario retirado. Se encontraba sentado alejado de ellos, frente a un vaso que de vez en cuando, se llevaba a la boca, al tiempo que lanzaba una mirada alrededor de él. Este hombre también parecía presa de una conmoción interna.

      Capítulo II

      Al trato con las personas Raskolnikof no estaba habituado y, como ya hemos dicho recientemente, incluso evadía a los demás. Sin embargo, ahora, repentinamente, se sintió atraído hacia ellas. Algo parecido a una revolución acababa de producirse en su ánimo. Sentía la necesidad de mirar personas. Se sentía tan cansado de las angustias, de los sufrimientos y de la sombría exaltación de ese extenso mes que acababa de vivir en la más completa soledad que tenía la necesidad de fortalecerse en otro mundo, cualquiera que fuese, y aunque solamente fuera por unos momentos. Por eso se encontraba a gusto en esa cantina, a pesar de la inmundicia que reinaba en ella. El cantinero se encontraba en otra estancia, pero aparecía frecuentemente en la sala. Al bajar los escalones, lo primero que se veía eran sus botas, sus elegantes botas bien pulidas y con anchas vueltas rojas. Usaba una camisa y un chaleco de satén negro muy sucio y no tenía corbata. Su cara parecía tan llena de aceite como un candado. Detrás del mostrador se encontraba sentado un joven de catorce años; otro más joven todavía atendía a los clientes. Pedazos de cohombro, rodajas de pescado y panecillos negros se exhibían en una vitrina que despedía un hedor pestilente. Era insoportable el calor. Tan cargada de vapores de alcohol se encontraba la atmósfera, que parecía que en cinco minutos, podía embriagar a un hombre.

      En ocasiones nos sucede que gente a la que no conocemos nos inspira un interés repentino cuando por primera vez la vemos, incluso antes de hablar con ella. Fue precisamente esta impresión la que provocó en Raskolnikof el cliente que se mantenía alejado y que tenía apariencia de funcionario retirado. Después de un tiempo, cada vez que recordaba esta primera impresión, Raskolnikof la atribuía a algo parecido a un presentimiento. Él no dejaba de mirar al supuesto funcionario, y este no solamente no cesaba de mirarlo, sino que daba la impresión de que estaba ansioso de iniciar una charla con él. A los otros hombres que se encontraban en la cantina, sin excluir al cantinero, los veía con un gesto de desagrado, con arrogante desdén, como a gente que considerara de una educación y de un nivel muy inferiores como para que merecieran que él les hablara.

      Era un individuo que había pasado los cincuenta años, robusto y de talla media. Sus pocos y grises cabellos coronaban una cara de un amarillo verdoso, abotagada por el alcohol. Dos pequeños ojos encarnizados, pero llenos de vivacidad, resplandecían entre sus abultados párpados. Lo que más sorprendía de ese semblante era la vehemencia que manifestaba —y quizá también cierta finura y un brillo de inteligencia—, pero por sus ojos cruzaban relámpagos de demencia. Vestía con un desgarrado y viejo frac, del que solamente quedaba un botón, que tenía abrochado, con el deseo, indudablemente, de guardar las formas. Un chaleco de nanquín permitía ver una pechera ajada y manchada. No tenía barba, esa barba distintiva del funcionario, pero hacía tiempo no se había afeitado, y una capa de pelo azulado y recio invadía sus mejillas y su barbilla. Sus gestos tenían una seriedad burocrática, pero parecía hondamente agitado. En la mugrienta mesa tenía los codos apoyados, metía los dedos en su cabello, lo despeinaba y con las dos manos, se oprimía la cabeza, dando evidentes muestras de desesperación y angustia. Al fin miró directamente a Raskolnikof y en voz alta y firme, dijo:

      —Señor: ¿me puedo permitir dirigirme a usted para charlar de buena manera? A pesar de la sencillez y humildad de su apariencia, me incita mi experiencia a ver en usted una persona culta y no uno de esos hombres que van de cantina en cantina. Siempre yo he respetado la cultura vinculada a las cualidades del corazón. Yo soy consejero titular: Marmeladof, consejero titular. ¿Le puedo preguntar si usted también forma parte de la administración del Estado?

      —No: yo soy estudiante —contestó el muchacho, un poco asombrado por ese lenguaje grandilocuente y también cuando se vio abordado por un desconocido de manera tan directa, tan a quemarropa. A pesar de sus deseos recientes de estar acompañado por seres humanos, fuera cual fuere, a la primera palabra que Marmeladof le dijo había experimentado su acostumbrado y desagradable sentimiento de rabia y repulsión hacia toda persona extraña que tratara de relacionarse con él.

      —O sea, que usted es estudiante, o quizá lo ha sido —dijo con vivacidad el funcionario—. Precisamente lo que me había imaginado. Señor,

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