Ya no hay hombres. Luciano Lutereau

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Ya no hay hombres - Luciano Lutereau

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Monique Schneider menciona un artículo de Maurice Clavel (en Le Nouvel observateur) en el que se refiere a la elección de Juan Pablo II, en 1978, en los siguientes términos:

      “Primero él. Lo veo. Los tiene. Duas et bene pendentes. Esos hombros, esas mandíbulas proletarias. Uno de esos mozos robustos, garañones, machos cabríos que tenían algo al menos que ofrecer a Dios…”

      Esta indicación de Schneider tiene como referencia el libro de Alain Boureau, La papisa Juana, que restituye en el contexto medieval, una leyenda según la cual una mujer disfrazada de hombre se apoderó del trono pontificial. Para no volver a caer en este desliz, se habría instituido un rito: en el momento de su nominación, el papa debía sentarse en un asiento agujereado, para que se realizara la fehaciente comprobación. Boureau deja la palabra a un cronista de 1379:

      “Para evitar semejante error, no bien el elegido se sienta en la silla de Pedro, el último de los diáconos le toca los genitales, en un asiento provisto al efecto de un orificio.”

      De esta anécdota se desprenden dos observaciones: por un lado, que para ser hombre es preciso demostrar que no se es mujer. Asimismo, por otro lado, en esta versión de la masculinidad no cuenta la potencia de la erección, sino, para decirlo con una cláusula contemporánea: “Tener huevos”.

      He aquí una expresión con una connotación específica en el mundo de los hombres; remite a la entereza, al coraje y la valentía con que un hombre puede afrontar una situación adversa. De ahí que sea interesante que en la referencia del artículo de Clavel se hable de la mandíbula del papa, de su robustez, etc., porque en última instancia si algo ofrece el papa a Dios no es una demostración de su “destreza fálica”. En última instancia, he aquí incluso el signo de una destitución, en pos de rasgos que lo feminizan (los “hombros”). Una masculinidad que se consigue a expensas del falo, como expone el carácter proletario de Juan Pablo II. Se lo tiene (el falo), porque se lo ha perdido.

      Este índice de masculinidad, que habla menos de la impostura (o de la “parada”), también puede probarse en ciertas mujeres, como bien lo justifica una canción de Erica García, titulada “Tengo pelotas”:

       Tengo pelotas para haber olvidado que existe la tristeza

       Tengo pelotas para estar sola

       Tengo pelotas y es obvio

       Es que soy una mujer

       No hace falta tener novio para estar bien

       Tengo pelotas para bajar hasta mi capa más profunda

       Tengo pelotas para ser frágil y pedirte ayuda.

      En este punto, puede notarse que “Tener pelotas” (o “Tener cojones”, como también se dice en ciertas latitudes) remite a cierta lucidez vinculada a hacer de la debilidad una fortaleza, del reconocimiento de la fragilidad algo que no produce vergüenza. Para el varón, “tener huevos” es la posibilidad de pensarse también en la detumescencia, en el fuera de juego de la prestancia que, por cierto, lo feminiza, pero con una feminidad que no es la mascarada fálica (y que lo fijaría a un ser de seducción y galanteo), sino condición de lo masculino.

      4- El término latino testis revela la homonimia entre el testigo (función de la que nos ocuparemos en un capítulo posterior) y testiculus. El testigo hace referencia directa a una prueba de masculinidad: el testículo es el testigo del sexo masculino. Incluso, de acuerdo con cierta práctica todavía corriente, la anatomía tiene su incidencia en lo simbólico-jurídico: los hombres atestiguan, por ejemplo, de un linaje o una deuda, al jurar con la mano en lo más querido (que no es el corazón). También el lenguaje cotidiano avanza en esta dirección cuando delimita una coordenada específica en la expresión “romper los huevos”.

El mito del deseo fálico

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