Pack Bianca enero 2021. Varias Autoras

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      –¿Y a quiénes has incluido en esa lista? –preguntó, sin poder reprimir una nota de ironía–. Solo por curiosidad.

      –La mujer que se case contigo desempeñará un papel muy importante. Tiene que ser inteligente, alguien que no se amilane con facilidad, y por supuesto tendrá que ser alguien de buena familia y que haya recibido una buena educación…

      Mateo apartó la mirada.

      –No has respondido a mi pregunta; ¿quiénes están en esa lista?

      –Pues, por ejemplo, Vanesa Cruz, una joven emprendedora española. Es la propietaria de una importante firma de ropa.

      Él resopló.

      –¿Y por qué querría renunciar a todo eso?

      –Pues porque eres un buen partido, hijo –dijo Agathe con una sonrisa.

      –Si ni siquiera me conoce… –masculló él. No quería casarse con una mujer que se casaría con él solo por su título, para ascender en la escala social–. ¿Quién más hay en tu lista?

      –La hija de un magnate francés, la hija del presidente de una compañía turca… En el mundo en el que vivimos necesitarás a tu lado a una mujer que sea independiente, no a una princesa que solo esté esperando para conseguir protagonismo.

      Su madre mencionó los nombres de otras candidatas de las que Mateo apenas había oído hablar. Eran todas perfectas extrañas para él, mujeres a las que no tenía ningún interés en conocer y con las que tenía aún menos interés en casarse.

      –Piénsalo –le insistió su madre con suavidad–. Ya lo hablaremos con calma cuando llegues.

      Mateo asintió y unos minutos después terminaba la videollamada con su madre. Paseó la mirada por su estudio y, cuando sus ojos se posaron en el informe de la investigación que estaba haciendo, no le quedó más remedio que aceptar que su vida había cambiado para siempre.

      –Me ha surgido un imprevisto.

      Rachel Lewis levantó la vista del microscopio sobre el que estaba inclinada y sonrió a modo de saludo a su colega de laboratorio, Mateo Karras. Por suerte hacía mucho que había dejado de abrumarla su atractivo físico, pero su lado científico no podía dejar de admirar la perfecta simetría de sus facciones cada vez que lo tenía ante ella. Tenía el cabello negro y lo llevaba muy corto. Sus ojos eran de un increíble azul verdoso, idéntico a las aguas del mar Egeo, en el que se había bañado hacía unos años, durante unas vacaciones. Tenía la nariz recta y una mandíbula recia, y bajo la camisa y el pantalón que vestía se adivinaba el físico de un atleta.

      –¿Un imprevisto? –repitió arrugando la nariz, extrañada por el tono algo tenso de su voz–. ¿A qué te refieres?

      –Es que… –Mateo sacudió la cabeza y exhaló un suspiro–. Voy a estar fuera… un tiempo. He pedido una excedencia.

      Rachel se quedó mirándolo aturdida.

      –¿Una excedencia?

      Mateo y ella habían trabajado juntos durante los últimos diez años en una investigación pionera sobre las emisiones químicas y el cambio climático. Estaban tan cerca, tan, tan cerca de descubrir la manera de reducir el efecto tóxico que los productos químicos tenían en el clima… ¿Cómo podía marcharse así, de repente, y dejarla tirada?

      –No lo entiendo –murmuró.

      –Me ha surgido una emergencia familiar.

      –Pero…

      La conmoción inicial de Rachel se transformó en una mezcla de angustia y algo más profundo que prefirió ignorar. No es que sintiera nada por Mateo, no albergaba esa clase de sentimientos hacia él; es que no podía imaginarse trabajando sin él. Habían sido compañeros de laboratorio durante tanto tiempo que casi podían adivinar lo que el otro estaba pensando sin intercambiar palabra. No podía ser verdad que fuera a marcharse…

      –¿Pero qué ha pasado? –quiso saber.

      Después de diez años trabajando juntos le parecía que tenía derecho a saberlo, aunque nunca hubieran hablado de su vida privada. Bueno, en realidad ella no tenía vida más allá del trabajo, y Mateo siempre había sido muy reservado. Había visto a unas cuantas mujeres de su brazo a lo largo de los años, pero ninguna le había durado demasiado; una cita o dos, nada más. Él nunca hablaba de esas cosas, y ella no se atrevía a preguntar.

      –Es difícil de explicar –contestó él, pasándose una mano por la cara, como cansado.

      Aquel no era el Mateo de encanto magnético, comentarios agudos y ojos brillantes al que adoraba. De pronto parecía distante, frío… Era como si se hubiera convertido en un extraño.

      –Lo único que puedo decirte es que es un asunto de familia –reiteró Mateo.

      Rachel cayó entonces en la cuenta de que no sabía nada de su familia. En esos diez años no los había mencionado ni una sola vez.

      –Espero que estén todos bien –dijo, aunque no sabía ni cuántos eran de familia.

      –Sí, bueno, todo se arreglará, aunque… –Mateo no terminó la frase.

      Su rostro reflejaba tal desolación que Rachel sintió un impulso casi irrefrenable de ir a darle un abrazo, pero no le parecía que hubiera la suficiente confianza entre ellos como para eso.

      –Si puedo hacer algo para ayudar, no dudes en decírmelo. Lo que sea –le dijo–. ¿Necesitas que cuide de tu casa durante el tiempo que estés fuera?

      –Es que… no sé cuándo volveré –contestó él en un tono apagado.

      Rachel se quedó boquiabierta.

      –Vaya. Entonces debe ser algo serio.

      –Lo es.

      –Pero… ¿volverás, verdad? –preguntó Rachel. Era incapaz de imaginar Cambridge sin él–. Cuando esté todo resuelto, quiero decir. No puedo hacer esto sin ti –añadió, señalando el microscopio para referirse a su investigación.

      Una sombra de tristeza cruzó por el rostro de Mateo.

      –A mí también me duele tener que dejar a medias nuestra investigación; lo siento.

      –¿Estás seguro de que no hay nada que pueda hacer para ayudarte?

      Mateo sacudió la cabeza.

      –Todo este tiempo has sido una compañera increíble, la mejor que podía haber tenido.

      Rachel contrajo el rostro y bromeó diciendo:

      –¿A qué vienen esos cumplidos? Ni que te estuvieras muriendo…

      –La verdad es que me siento un poco así.

      –Mateo…

      –No, no te preocupes; solo estoy siendo un poco melodramático –la tranquilizó él con una sonrisa forzada–. Perdona,

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